Por Santi
Ortiz
España está sin pulso: se violan las leyes, se infringen reglamentos, se
roba a mansalva, la corrupción salpica palacios, covachas, coronas y
alpargatas; rompe el país el oportunismo nacionalista, la desigualdad social y
la pobreza alcanzan cifras escandalosas… Y no ocurre nada. Pero eso sí, como si
fuera lo más prioritario, los santones de la progresía ponen al toreo en su
punto de mira tal que fuese el verdadero mal a combatir.
En
un mundo cada vez más desquiciado, gran parte de la juventud burguesita que ha
conseguido imponernos el dios Mercado, con su cortijo de redes sociales, su
demanda insaciable de derechos y su devoción a las marcas más publicitadas,
siguiendo las pautas de la beatería animalista –declaradamente antitaurina–, se
ha creído en el deber de atacar a las corridas de toros, pensando, tal vez,
demostrar más cultura, más civilización, más europeísmo que el resto de sus
congéneres y creyendo de este modo sacudirse las rancias costumbres del pasado
para meterse a coces en la modernidad.
Lo
peor del caso es que atacan lo que no conocen.
Y es impresionante constatar
cómo cualquier consigna, cualquier innovación verbal, seguramente influida por
la creciente obediencia a la publicidad, provoca entre ellos tal grado de
docilidad y seguimiento. Y esto nos lleva a pensar en un claro síntoma de
debilidad mental e intelectual. No es extraño, pues, que la sociedad aparezca
cada vez más infantilizada y sea verosímil la afirmación de un grupo de
científicos noruegos, cuyas pruebas sobre el Coeficiente Intelectual avalan que
la inteligencia humana está disminuyendo en las últimas décadas.
Así, el principal problema a que nos enfrentamos es que los que creen de
buen tono censurar las corridas, no razonan. Quienes por avanzados se tienen,
les dijeron que la fiesta de los toros es denigrante y no hubieron de
permitirse el lujo de pensar. Era más cómodo no hacerlo y lo aceptaron sin más
para componer la nueva inquisición que padecemos.
Estos inquisidores –la pez y la hez de la nueva censura– ni saben la
historia de nuestro espectáculo, ni conocen su evolución, ni perciben su
hermosura, su grandiosidad y esplendidez. Ignoran lo que es y significa, lo que
influyó en nuestras costumbres y nuestro léxico y se niegan a aceptar que nos
provea de una sólida concepción del mundo, donde la valentía, el orden, la
inteligencia, el esfuerzo, la abnegación, el sacrificio, la solidaridad con el
compañero en peligro, el respeto hacia la profesión y hacia el toro al que se
enfrenta o crían, constelan un firmamento de virtudes éticas y estéticas que lo
hacen único y encomiable.
Bien pertrechados de la osadía que otorga la ignorancia, estos
inquisidores se han infiltrado en el débil Gobierno de Pedro Sánchez y han
tomado la pandemia que a todos nos asola como inmejorable oportunidad para
asestarle una cobarde puñalada trapera al toreo que le acorte la vida, sin
reparar en la responsabilidad que como miembros del Gobierno tienen con todos
los ciudadanos, incluidos –¡cómo no!– los taurinos.
De
ver un poquito más allá de las narices de sus prejuicios, no hubieran cometido
la monstruosidad de negarle a los profesionales taurinos lo que conceden a
cómicos, acróbatas, músicos y demás artistas; ni hubieran llegado a permitir
que unos puedan sobrevivir a la crisis del Covid gracias a las ayudas concedidas
por el Ministerio de Trabajo, y otros, con los mismos derechos, las pasen
negras o se mueran de hambre, por negarse la señora ministra, Yolanda Díaz, a
concedérselas.
Ya
lo sabéis; vosotros, los desdichados que vivís de las corridas de toros: entre
el ministro de Cultura, Uribes, y su colega de Trabajo, Yolanda, os condenan a
la miseria. Os niegan la vida y, para ellos, que tan bien viven, comen y
visten, no tenéis derecho a nada. Os podéis pudrir, porque, por propia
voluntad, no moverán un dedo para ayudaros. Como todo lo que engloba el toreo,
no existís, no sois nadie. Su finalidad es que desaparezcáis –cuanto antes
mejor– y, con vosotros, la fiesta brava. Así, ufanos ellos, se pondrán la
medalla de la progresía y seguirán asombrándonos con su sensibilidad,
declarando –como ha hecho la diputada de Adelante Andalucía en la Comisión de
Turismo de dicha comunidad– que el montar a caballo es “explotación animal”, o
que hay que cambiarle el nombre al pastel llamado “brazo de gitano”, por
racista. ¡Ole el arte de los mamahostias!,
que dirían en Sanlúcar.
Hace tiempo que vengo rumiando que los toreros, los ganaderos, los
empresarios y, luego, los críticos taurinos, los aficionados y todos aquellos
que reciben ganancias de las corridas, deberían haber dado la cara para impedir
este desafuero. A ver si queda un poco de amor propio, de vergüenza
profesional, de instinto de conservación –¡nos va la pervivencia en ello!–, de
amor a la democracia y apego por un mundo plural donde el toreo, la caza y la
ruralidad tengan cabida, para que entre todos hagamos algo grande en pro de
evitar esta hecatombe.
Buen comienzo sería secundar la convocatoria de la Unión Nacional de
Picadores y Banderilleros Españoles (UNPBE) y marchar sobre Madrid para
compartir con las cuadrillas la acampada que proyectan ante el Ministerio de
Trabajo los días 21, 22 y 23 de julio.
Esta concentración de protesta por la
discriminación sufrida por el sector ante la pandemia del Covid, nos guste o no
presenta un doble filo: o la respuesta es masiva o hacemos un ridículo
irreversible. Creo que es el momento de sacar la casta, el orgullo, y hacerles
ver que, aunque España no tenga pulso, todavía queda un bastión del pueblo que
no se rinde ante la injusticia ni se doblega a la dictadura animalista.
No
caben excusas. Por lo que nos jugamos… ¡Todos a Madrid!
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