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jueves, 10 de diciembre de 2020

UNA LARGA, UN LITRAZO Y UN CARTUCHO DE PESCAO

Por Santi Ortiz

A raíz de mi artículo “Tres suertes con historia”, un lector, amigo y buen aficionado, me formuló la siguiente sugerencia: “En un futuro, si vuelves a tocar este palo, podrías hablar del litrazo, hoy en día desaparecido; el cartucho de pescao, también casi en desuso, o la larga cordobesa, para que los comentaristas de la época actual no la confundan…” 

 Me pareció sugerente su propuesta, y heme aquí dispuesto a darle gusto, para tratar de un lance decimonónico y dos cites que abren y cierran el paréntesis de una década que va de finales de los años treinta a las postrimerías de los cuarenta.

Respetemos el orden cronológico y el de lidia, que siempre el capote precedió a la muleta. Comencemos por tanto con la denominada “larga cordobesa”, creación de uno de los toreros más insignes de toda la historia de tauro: Rafael Molina, Lagartijo, a quien la pluma de Mariano de Cavia –escritor que firmaba sus crónicas con el seudónimo de “Sobaquillo”– otorgó el título de Califa del toreo, primero del quinteto que completarían después con igual rango: Guerrita, Machaquito (a título póstumo), Manolete y El Cordobés.


Como su nombre indica, la suerte debida a Lagartijo pertenece a la familia de las “largas”; familia numerosa ésta a medida que el toreo, con el paso del tiempo, fue ampliando su repertorio. Originariamente, la larga se definía como “suerte de capa a una mano en la que el diestro cita al toro de frente y tirando del capote le lleva en él empapado hasta el remate”. Pertenece, pues, al repertorio del toreo a una mano, hoy prácticamente en desuso. No así en los tiempos de Lagartijo y Frascuelo, cuando la forma más habitual de sacar a los toros del caballo o hacerle el quite al picador tras un derribo era a base de recortes y largas, en las que el torero echaba el capote a la cara al toro soltándole una mano y lo traía por derecho empapado en él hasta el remate final.

La aportación de Lagartijo tenía que ver con el remate de la suerte, pues una vez que, tras haberlo llevado toreado en derechura, despedía al astado haciéndolo pasar bajo el capote, al mismo tiempo se echaba éste con singular donaire al hombro del lado de salida, dejándolo que colgara como un manto, mientras, con un aplomo rayano en displicencia –¿reminiscencia de la Córdoba mora?–, comenzaba a alejarse del toro, dándole la espalda con garboso andar y sin casi dedicarle una mirada.

Es cierto que las suertes del toreo, en particular aquellas a las que el torero les acuña su nombre, se nutren de cierto atributo sobresaliente que aquel les imprime para elevarlas de rango. Por ejemplo, la majestad y seriedad de Manolete hacen de la manoletina algo más que un puro adorno. En la chicuelina de Manuel Jiménez, Chicuelo, destaca magnificándola el alado soplo de la gracia, y en esta larga cordobesa de Lagartijo, impera por encima de todo la elegancia; esa distinción natural suya, esa sobriedad, esa frescura, ese sosiego, que le confieren un halo escultural dentro de la estética taurina capaz de enamorar a cualquier público; sobremanera al de Madrid; no en vano, desde su doctorado, toreó en la capital de España –según revistas de su tiempo–, la increíble cifra de 404 corridas de toros. ¡Ahora que venga otro y lo iguale!

Hoy, que la larga sirve muchas veces de remate a una serie de verónicas, es otro lance. Para calificarla como cordobesa el torero debe salir de la suerte con la capa al hombro, y así, muy de tarde en tarde, podemos contemplarla. Sin embargo, actualmente el inicio se hace embarcando al toro con las dos manos y una vez embebido en la capa, se le suelta la mano de dentro para irlo toreando con la de salida hasta el final. En tiempos de Lagartijo, como hemos señalado antes, no era así. Desde el inicio, al toro se le traía a una mano, pues ya con una sola se le echaba el capote a los hocicos para hacerlo embestir.

Esta suerte, que tantas satisfacciones procuró al primer Califa, también le ocasionó una de sus mayores tristezas, porque ejecutándola, un toro de su ganadería hirió mortalmente en Córdoba al que fuera su muy estimado banderillero Manuel Martínez, Manene. Un suceso trágico; una sombra doliente que acompañaría a Lagartijo durante los doce años que Manene lo estuvo esperando.

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Hasta en las tardes que Sevilla saca a pasear por su cielo el gris plomo de sus nubes, y el contraste con el dorado albero y las enjalbegadas columnas de sus arcos pone en La Maestranza una luz especial con cierto tono de severo recogimiento, el toreo de Pepe Luis –inspiración mediante– es luminoso. Hay una luz espiritual que nimba la naturalidad de su figura, su sosiego, la intuida certeza de su sabiduría, su condición de preclaro geómetra, de depositario de ese conocimiento que trasmina en los aires de su barrio natal de San Bernardo después de toda una vida pariendo grandes toreros.

Y además de luminoso es alegre. Sólo hay que memorar esa carrerilla rubia, desenfadada, inocente, con que incitaba al novillo a embestirle de largo, cuando la gente se asombraba –¡Pero si es un niño!– en aquellas primeras apariciones maestrantes donde su voz juvenil parecía el repique jubiloso de un cimbalillo giraldillero. Ya entonces esa carrerilla la hacía sosteniendo en la mano zurda la muleta plegada mostrándola como si llevara en aquella un “cartucho de pescao”; ese cartucho con lunares de aceite, lleno de “pescaíto frito” al que tan aficionados eran y son los sevillanos. De ahí le vino el mote al cite pepeluisista, colocado el torero en el tercio o los medios para iniciar la faena llamando de largo al toro, al que dejaba venir por su terreno. Cuando éste iba llegando a su jurisdicción, desplegaba el engaño, se lo adelantaba y, a continuación, le engendraba el pase natural. Completemos la descripción apuntando que el cite era de frente, relajada la planta, como podemos verlo hoy en el monumento que Sevilla le levantara frente a La Maestranza, al otro lado del Paseo de Colón, donde parece citar a un distante toro invisible que se le viniera desde la Puerta del Príncipe.

Si en la larga cordobesa imperaba sobre todo la elegancia, en este cite de Pepe Luis Vázquez destacan el salero y la alegría. Toda la sevillanía que la ciudad del Betis ha donado al toreo; todo ese acento que inauguraría Chicuelo, adquiere en el torero de San Bernardo –“el Sócrates de San Bernardo” le llamaron por su inteligencia y conocimiento del toro y el toreo– una dimensión nueva, perfumada de naturalidad y clasicismo. Pepe Luis encarna la antonomasia torera de Sevilla y, aunque su “cartucho de pescao” provenía de El Espartero –como su abuelo le hizo saber–, fue el icono al que él dio sello propio para preludiar tantas tardes esas faenas de maravilla, breves de metraje, pero imperecederas en el recuerdo, con que alborotó a los públicos de España y América, cuando las musas le asistían y su apatía y falta de ánimo no entraban en escena.

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Cambiemos el registro de la elegancia y la sal por el de la
imperturbabilidad y el aguante. Sí, mudemos las alas, por la roca; el vuelo, por la estatua; el gozo por la angustia; la certeza por el suspense. Entremos, pues, en el terreno del valor más hierático; penetremos en la circunscripción de Litri, de aquel Miguel Báez Espuny, que en 1949 pulverizó todos los records hasta entonces de festejos toreados en un año, vistiéndose de luces en 115 novilladas.

Litri es un estoico con misterio. De exiguo repertorio, lograba enervar a las masas con el hermetismo de una personalidad que se asomaba a su impávido rostro y se erguía sobre la más estricta quietud de zapatillas. El aire ausente de Miguel Báez contribuía a acrecentar aún más el impacto que producía su “litrazo”, suerte ésta que he visto tratada en algún diccionario taurino con notables inexactitudes.

El “litrazo” –bautizado así por la prensa– consistía en citar al toro muy de largo, pecho por delante, muleta en la izquierda y escondida tras el cuerpo, dejándolo llegar, inmóvil, a pies juntos, sin sacar el engaño hasta que la cogida parecía inevitable. Era entonces cuando Litri le enseñaba la tela sin adelantarla y conseguía desviar el toro de su cuerpo con un pase natural. Para ejecutar el “litrazo”, el espada necesitaba reses de alegre y pronta embestida, que se vinieran de lejos. A veces, el torero colocaba al burel en un tercio y se iba al tercio opuesto, así el toro tenía que recorrer veinte o más metros para llegar a Miguel. Cuanta más distancia, mejor, porque el contraste entre el movimiento agresivo del toro y la absoluta inmovilidad del diestro se acentuaba, mientras la amenaza de los pitones iba cubriendo inexorable el espacio que separaba a ambos, retardando el desenlace y aumentando el tiempo de la intriga, la incertidumbre y la angustia de los espectadores, con lo que se multiplicaba el impacto que producía en éstos. Este impacto todavía se potenciaba más si Litri ejecutaba la suerte mirando al tendido o tenía que aguantar extraños o parones del toro antes de que éste le llegara, cosa que superaba sin mover un músculo ni alterar un ápice el gesto impenetrable de su cara.

Aunque el “litrazo” original es con la mano izquierda, posteriormente Miguel también lo ejecutó con la derecha, pero la impresión que producía esta variante no era tan intensa, tal vez porque, al llevar la muleta armada con el estoque, no quedaba tan escondida tras el cuerpo del diestro y eso restaba suspense a la misma.

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Concluimos aquí este somero repaso de tres suertes triunfadoras; tres suertes que fueron ardorosamente demandadas por el público cada vez que cada uno de sus progenitores salía al ruedo, a sabiendas de que con ellas sería conducido al prodigioso reino de las emociones.

 

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