Por Santi Ortiz
Para ir avanzando en la configuración de este somero boceto sobre la personalidad torera de Victoriano de la Serna, permítanme que les traslade al último de los susodichos “mano a mano” entre el torero de Borox y el sepulvedano,
celebrado en Barcelona, el Día del Pilar de 1933. El cartel era cumbre, pues Ortega y La Serna encarnaban en aquel momento las dos figuras más interesantes del planeta taurino; es más, para muchos eran dos temperamentos, dos estilos, que llevaban al toreo hacia una nueva época. Ortega reaparecía de la cornada tomada un mes antes en Calatayud; La Serna venía de cortar un rabo el día anterior en Albacete. Ni que decir tiene, el cargamento de ilusiones con que los espectadores llenaron la plaza, relamiéndose ante la posibilidad de revivir el aire de reto con que los dos toreros castellanos se habían enfrentado en la feria valenciana.
Sin embargo, todo se vino a tierra cuando comenzaron a salir por los chiqueros, uno tras otro, astados vergonzosamente impresentables e impropios de una plaza como la Monumental. No se explica cómo el ganadero Sánchez Rico pudo mandar semejante “gatada” ni cómo los veterinarios la dejaron pasar. Lo cierto es que, a tanto llegó la indignación del público, que, después de devolver dos toros y desgañitarse alborotando y protestando todo lo que ocurría en la arena, optó por tomárselo a chufla, aplaudiendo toda insignificancia, coreando con oles cualquier mantazo, exigiendo que la música amenizara las “faenas” y pidiendo unas orejas cuyo único propósito era ridiculizar lo acaecido en el ruedo. Ya en el quinto toro, que era el octavo de los que habían salido, la gente dio una nueva vuelta de tuerca a su decepción y se desentendió de lo que ocurría en el redondel, dando en distraerse –como ahora con la futbolera “ola”– haciendo volar de tendido en tendido un sombrero de paja que alguien había puesto en órbita. Fue así el cañero dando la vuelta a la plaza hasta que un mal lanzamiento hizo que el sombrero cayera en la arena. Empezó la gente a demandar de los lidiadores que devolvieran el chapeo al tendido para continuar la diversión y fue entonces cuando La Serna, que se hallaba en un punto diametralmente opuesto al lugar donde aterrizó el sombrerito, atravesó raudo todo el ruedo, llegó hasta donde estaba el cañero y lo reventó de un pisotón. Nunca lo hiciera. Aquello no era gente, era un enjambre de enloquecidas furias que cargó sobre él para cubrirlo de improperios y lanzarle, junto a las pocas almohadillas que aún les quedaba, todo lo que encontró a mano. La creciente marejada amenazaba galerna y hasta los guardias de asalto tomaron posiciones, mientras el torero aguantaba impertérrito en los medios el diluvio de proyectiles.
Con la intención de apaciguar los ánimos, el presidente mandó subir al palco a Victoriano para reconvenirle por su acción. Mientras tanto, Ortega, que se había precipitado en su reaparición por no contar aún con las debidas facultades –de hecho, tras esta corrida cortó radicalmente la temporada–, pasaba fatigas con el sentido del manso quinto. Y por fin salió el sexto; el que iba a poner fin a aquella pesadilla de corrida. Ver a La Serna en el ruedo y reanudarse el griterío del público, adobado con algún que otro almohadillazo, fue todo uno. Pero antes de seguir adelante, permítanme destacar los dos aspectos de la personalidad de Victoriano que esta corrida pone de manifiesto. El primero, ya está narrado con su reacción de amor propio ante el “numerito” del sombrero. Porque La Serna fue un torero que reaccionó siempre con altivez y cierto menosprecio si advertía mala intención en el público. De su talante, emanaba en ocasiones la sensación de superioridad que como artista sentía hacia la masa. Muchos de los rifirrafes que mantuvo con el público a lo largo de su carrera se debieron a esa rebeldía suya ante lo que consideraba desacato a su persona y a su arte.
El segundo, entronca con lo que sigue y viene a señalarnos la ciega confianza que La Serna depositaba en su concepción del toreo. Cuando venían mal dadas, sabía que si era capaz de sobreponerse al ambiente y dejaba que la inspiración le embargara, muy imposible tenía que ser el toro, para que la pelea no la ganase.
Así ocurrió en Barcelona. En medio del griterío y los insultos, aparece el Victoriano sonámbulo, que se mete en su nube, que se desliga de la plaza, del ruido, del tumulto, de todo, y entra en un ensimismamiento que sólo obedece a los latidos de su arte. Le bastan dos verónicas, como dos océanos, como dos caricias, como dos instantes que buscaran lo eterno, y el remate de sendas medias de rodillas para que la grita cambiara de signo: donde antes un denuesto, ahora un ole; donde antes pitos, ahora palmas. Y cuando remata el quite con el capote a la espalda, la ovación gana ya a los silbidos por goleada. Pero la cosa no estaba ni mucho menos fácil. Bastó que el público percibiera la intención de La Serna de brindarle el toro para que los gritos volvieran a arreciar. Imperturbable, el segoviano llegó hasta los medios, cayó de rodillas con la montera alzada y la cabeza gacha en señal de acatamiento. No bastó este gesto para calmar los ánimos, pero Victoriano estaba dispuesto a darle la vuelta a la tortilla y contaba para ello con el recurso supremo de su arte. ¿Quién es capaz de ejecutar el toreo al natural como él lo hizo ese día? ¿Quién torea tan ceñido? ¿Quién saca de su imaginación tantos pases sin nombre, nuevos, únicos, irrepetibles incluso para el mismo creador? Convertir la arisca rugosidad de los pitos en un tul de suavidad y belleza y hacerlo con la autenticidad del sentimiento más enamorado y desde la más exquisita elegancia, sólo le es dable a espíritus geniales como el de Victoriano. ¡Qué torero tan único! ¡Cómo me hubiera gustado verlo torear!
Dice el refrán que bien está lo que bien acaba. Al menos, el desastre del mano a mano de Barcelona, tuvo final feliz; aunque eso no impidió que al día siguiente una delegación de aficionados se presentara ante el Gobernador Civil a quejarse por lo ocurrido y obtuviera de éste la promesa de tomar cartas en el asunto para que semejante escándalo no se volviese a producir. De hecho, su intervención costó la suspensión de la corrida del domingo siguiente y que fueran multados el ganadero y Victoriano; este último con 500 pesetas por falta de respeto al público. De la falta de respeto del público a los toreros, no se dijo nada. De la incompetencia de los veterinarios que admitieron tan impresentable corrida, tampoco. En todo caso, cualquier sanción al diestro me parece ridícula, ante el derroche de humildad que un espíritu altivo como el suyo hubo de padecer con aquel brindis.
Después de terminar la temporada 1933 compartiendo, con 53 corridas toreadas, el tercer puesto del escalafón con Armillita, La Serna afrontó 1934 –la otra temporada buena de su carrera, en la que torearía el mismo número de corridas– con más irregularidad que la precedente, ya que las musas y él jugaron al escondite más tardes de las deseables. Victoriano era un hombre que necesitaba el sol de la inspiración para alumbrar sus sueños artísticos. Igual que no arribó a los toros en busca de fortuna ni siquiera de fama, tampoco creía honrado torear por oficio, prostituyendo el arte con la mera rutina. Muchas veces quejose de tener que torear a fecha y hora fijas sin tener ni idea de si las musas iban a acudir a la cita impuesta de antemano.
Comenzó su campaña cortando una oreja en Málaga el día –11 de marzo– en que fue tiroteado Algabeño cuando regresaba de la plaza al hotel. Las Fallas no se dieron bien y hubo que esperar al Domingo de Ramos, en Aranjuez, la tarde que apadrinó la alternativa de Félix Colomo, para que, de nuevo, resplandeciera la apoteosis. No obstante, aquí comienza a ponerse de manifiesto cómo Victoriano es un torero incómodo para la crítica. No se adapta a ninguno de los patrones o moldes al uso y eso desconcierta y hasta molesta al crítico, que se siente perdido observando la inutilidad de los metros vigentes para medir sus actuaciones. La Serna se resiste al análisis porque su toreo navega por corrientes inusuales; por cauces de heterodoxia que, a veces resultan incomprensibles; a veces, chocantes o incluso provocativos. La música interna que mueve a Victoriano dirige su toreo más hacia el sentimiento que a la razón. De ahí el divorcio que en muchas ocasiones se produce entre el público y la crítica: aquél lo siente; ésta lo enjuicia. Y el sentimiento, como estado afectivo, no puede equivocarse; mientras que el enjuiciamiento admite el yerro. En Aranjuez, la gente se volvió loca y lo sacó en hombros; mientras que la crítica se dispersaba en valoraciones que iban desde el entusiasmo por la tarde triunfal, hasta quien le negaba el pan, la sal e incluso el agua, como hacía un tal “don Nino”, en El Heraldo de Madrid. Tampoco se ponían de acuerdo sobre el número de trofeos obtenidos, que oscilaba entre tres y cuatro orejas, según el periodista, a excepción del ya mencionado “don Nino”, que las escamoteaba descaradamente sin precisar número.
Esta actuación suya reeditó, corregida y aumentada, la apoteósica del año anterior en el mismo coso; aquella que inspiró a Corrochano su famosa crónica “La procesión de La Serna”. Aparte de los atractivos propios del cartel y de la alternativa, la importancia de esta corrida de Aranjuez se basaba en la oportunidad que brindaba al público madrileño de ver al diestro segoviano, una vez que éste, por desavenencias con la empresa madrileña, quedara excluido del abono capitalino. Tal circunstancia arrastró a muchos aficionados madrileños al coso arajovense, a pesar de que en Madrid toreaban Domingo Ortega y Armillita. Al final, las dos plazas se llenaron y nadie se llamó a decepción.
Enfundado en un terno verde y oro, el de Aranjuez fue el Victoriano de las grandes solemnidades. El capote lo mostró lanceando con su peculiar estilo: manos bajas, pasmosa lentitud y bamba arrastrada dulcemente por la arena. Su muleta ha tenido el fuego y la parsimonia y, sobre todo, la vena de la genialidad: la que mete poesía en su toreo, la que disuelve los sueños por sus venas, la que besa la fantasía para arrancarnos el latido del asombro. Con “Cantarero”, el negro lucero que hacía cuarto, ha estado verdaderamente temerario. Tras hacerle el toreo –“su” toreo– ha quedado de rodillas a la salida de un pase y así, de hinojos, ha dado una vuelta completa ante la cara del toro. Y no contento con eso, en otra ocasión, se ha sentado en la arena frente al burel, ha estirado las piernas y se ha acostado tras tirar la muleta lejos de sí. Esto ha enloquecido a unos e irritado a otros. ¡Genialidad!, gritaban aquellos. ¡Sacrilegio!, clamaban éstos. No era algo que él hubiese inventado, pero para recordar un precedente había que rebobinar medio siglo atrás para vérselo hacer a Lagartijo en Valencia. Seguramente, Victoriano ni lo sabría, pues no contaba entre sus mejores prendas la emulación. El castillo de su arte estaba construido de relámpagos, de fulgores momentáneos a los que su intuición daba vida antes de que la razón llegara a pensarlos. Así actuaba cuando sentía los átomos de la inspiración danzar en su interior. Así creaba. Por impulsos. Por eso, muchas de las suertes que inventaba era incapaz de repetirlas luego, por no lograr ponerlas en pie. Nacían y morían al instante. Iban directamente del corazón al toro, sin pasar por la cabeza.
Un torero así posee el secreto de transmutar el carbón en diamante. Eso le ocurrió muchas veces, pero merece la pena detenerse en una muy señalada para Victoriano. A diferencia del año anterior, la Feria de Julio de Valencia de 1934 no estaba siendo buena para La Serna. En la octava corrida, la empresa ofreció a la afición el cartel más formidable que entonces podía darse: Juan Belmonte –que aquel año había reaparecido para protagonizar su última etapa vestido de luces–, Domingo Ortega y Victoriano de la Serna. ¡Casi nada! Y en chiqueros, completando el cuadro, seis buenos mozos de Concha y Sierra. Tres días antes se había acabado el papel. Y en la reventa se llegó a pagar la burrada de 400 pesetas por dos barreras. A la hora del paseíllo, quedaban más de 3.000 personas en la calle con la frustración de no encontrar entradas. Palmas y pitos acogen a los toreros en el desfile. Las palmas son para Belmonte y Ortega; los pitos, para La Serna en “reconocimiento” de sus anteriores actuaciones.
Era el tercer paseíllo de los seis que Victoriano compartiría con Belmonte. Para él Juan era un torero portentoso, al que admiró toda su vida. En eso, concordaba con casi todos los diestros de la Edad de Plata: Antonio Márquez, Nicanor Villalta, Domingo Ortega, Niño de la Palma, Armillita… Independientemente de la línea que siguiera cada uno, todos coincidían en que Juan era punto y aparte; un torero asombroso, con un temple y una personalidad inigualables. Y ahí estaba el fenómeno, a sus cuarenta y dos años, paseando el rabo del primer conchaysierra de la tarde. Sobre un cuarto de hora más tarde, Ortega hacía lo propio con el rabo del segundo. La Serna no podía dejarse arrollar –y menos con Belmonte delante– y salió a por todas. Le costó un puntazo en la rodilla derecha y varios varetazos, pero antes de ingresar en la enfermería, también había paseado con orgullo el rabo de su primer enemigo. Había pasado al cobro los pitos del paseíllo y le habían dado a cambio los máximos trofeos. Aunque Belmonte en el cuarto no pudo reproducir laureles, la corrida siguió en un tono triunfal. Ortega le cortó la pata al quinto y Victoriano, tras sufrir un par de volteretas, las dos orejas y el rabo al sexto. Y como Ortega, dolorido del día anterior, pudo escabullirse antes de que lo cogieran, fue La Serna el único que salió a hombros para ser paseado en victoria por las calles de Valencia y recoger en su persona el merecido homenaje a los tres espadas. ¡Qué gran tarde de toros! Aun así, hubo críticos que se metieron con él… ¡después de cortar cuatro orejas y dos rabos!
Sigue su curso la campaña, y mientras Victoriano continúa despertando entusiasmos incontestables realzados, en contraste, por actuaciones poco afortunadas, las carteleras de las plazas de toros de España se inundan con la imagen del diestro sepulvedano, a partir de que la Litografía Ortega reprodujera por doquier el célebre cuadro de Ruano Llopis donde aparece La Serna dando el muletazo por la espalda que a partir de la pintura del artista valenciano sería bautizado como “pase de las flores”. Dentro y fuera del ruedo, La Serna marca su omnipresencia en el orbe de la temporada.
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Enhorabuena
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