Por Santi Ortiz
Y te hundiste por el camino curvo que asciende hacia la muerte, con la misma desgana, con el mismo sosiego, con la misma doliente geometría que trazaba tu percal de seda. Esta vez no pudiste burlar las astas del destino con ese misterio de noche amanecida donde el yunque de tus sentimientos fraguaba silencioso tu verónica.
Verónica gitana. Martinete. Sin apoyo de arpegios ni guitarras. A solas con el toro de los sueños, de la pena, del miedo, de la caligrafía ancestral de todo un pueblo que sabe hacer del llanto una memoria y del recuerdo un canto a la belleza. Así te entretenías con siguiriyas que entonaban su quejío en tus muñecas para poblar de asombros los ruedos.
Verónica gitana. Curro Puya. Tuyo es el duende, el eco de la noche que nos siembra de flores las tinieblas. Tú eres el relojero que pone en marcha el tiempo al ritmo que conviene a tu indolencia, a esa siesta con un toro delante en que el genio genialmente se sueña. Tú eres el pastoreador de los instantes, que detienes la flor que en la memoria queda.
Un gitanillo de Triana eras cuando sólo los campos sabían de tu misterio. Y así te nombraba Belmonte cuando hablaba de ti por las tertulias esparciendo semillas de futuro. “He visto a un gitanillo de Triana…”, decía el padre de todas las esencias. Los demás oían y esperaban hasta que un día llegaste y les dijiste con el mudo compás de tu capote lo que Juan había visto e intuido en la redonda cal de la dehesa.
La Isla de San Fernando te brindó el primer paseíllo; bordados azabaches, noveles, primerizos y, como si el hado cruel del infortunio quisiera apadrinarte de por siempre, te abrió en las carnes la dolorosa flor de la cornada. Ya estabas bautizado. Tu moneda de sangre comenzaba a pagar el privilegio de mirar al toro cara a cara.
Al año siguiente fue Sevilla. La Maestranza, revestida de estío –la Virgen de los Reyes–, esperaba tu cante. Gavilla de mantillas y sombreros enlazados por el humo azul de los habanos. La Giralda, curiosa, mirándote hacer el paseíllo, mientras el moreno juncal de tus andares cubría el camino empedrado de historia que las más grandes monteras habían hollado antes.
Y sale el toro. Y pones en hora el mágico reloj de tu capote. Y haces que el tiempo se olvide de sí mismo y se cuaje espeso, ensimismado, en el hondo bordón de tu verónica. Estupefacta, la plaza centenaria se pregunta si ha contemplado antes milagro semejante. Y no recuerda fecha ni corrida que parangone el soplo de tu arte. Al final, es tu sonrisa, paseada en triunfo por el fervor pagano y costalero, quien, entusiasmo adelante, cruza el puente camino de Triana.
Dos años más tarde llega la alternativa. Claridades de finales de agosto en la tarde portuense. Una calva genial, gitana y soñadora –la del tío Rafael– con su apretón de manos firma tu investidura de matador de toros. Testigo de excepción: el Pasmo de Triana. “Vigilante” se llama el berrendo que inaugura la lista de tu nueva andadura. El torero de la sinceridad te llaman en las crónicas. El Gallo y Juan Belmonte te acompañan a hombros en la tarde triunfal. La Fiesta tiene ya otro mocito que la ciña del talle y le diga piropos.
Toreo gitano. Toreo surgido de las profundidades de la tierra. El duende estremeciendo los espacios. Se recogen muy quedas las palmas a compás y un cuchillo de sombras puebla de escalofríos la amapola que llora en tu muleta. Tronco de faraón, alza el estatuario el orgullo escondido de una raza vejada y perseguida. Y en el compás abierto de tu barbilla hundida en sentimientos discurre el natural como el legado de un dolor milenario y magnífico.
Pero, por más que el fogonazo de las musas presida la totalidad de tu toreo, es tu capote mago el que eleva tu vuelo hasta los altos espacios de las águilas. “Un minuto de silencio”, llamaron al estupor de tu verónica. Prestidigitación incomprensible para frenar la brutal violencia del toro recién salido del chiquero y ponerla, no sé con qué prodigios, al compás indolente de tu pulso.
“Dime Curro, ¿se te para el corazón cuando toreas?”, preguntó Corrochano en una crónica después de haberte visto detener el tiempo para esculpir en bronce la verónica más grande que conoció el toreo: la tuya; la intransferible: semilla belmontina fundida en insonoro alarido gitano; hondura desmayada con cadencia de plomo derretido, donde se estrellan los negros oleajes y las astas orillan, a un rítmico fulgor de manos bajas, junto al raso de tus taleguillas.
Inestable, irregular, mudable, a la deriva de los sentimientos; proscrito del barrio del dominio y afincado en el de la sensibilidad y la belleza, poblaste tu andadura taurina de glorias y fracasos, de luces y tinieblas, te condujiste, pues, como artista cabal y buen gitano. Así desembocaste en 1931, con el sol tricolor de la República alumbrando esperanzas en el pueblo y los carteles que anunciaban tu nombre detrás de los de Chicuelo y Marcial, para estoquear una corrida de Graciliano Pérez Tabernero.
Llegaste a Madrid con el triunfo en los ojos, saboreando todavía el que habías obtenido en Cáceres la víspera. La última oreja de tu vida, a un toro de Villamarta. Llegaste con el triunfo tiritando en tus largas y sensibles manos de pianista; las mismas que, llegada la tarde, una vez que del vientre del chiquero apareciera en la arena el primer toro, iban a dictar asombros de verónicas en el tercio de quites. Lo mismo ocurriría en el segundo, convenciendo a la gente del tendido que venías a por todas, que ibas a dejar claro quién era Gitanillo en el toreo.
La sabiduría de tu raza, sin embargo, no es partidaria de los buenos principios, y los de este 31 de mayo no podían ser mejores. “Mal vagío” murmuraron las viejas de la buenaventura. Y en esto salió “Fandanguero”, con su luto y su 28 marcado en la piel. No era un nombre apropiado para ti, pues no es el fandango un cante apreciado por un gitano de fragua como tú –con genoma de deblas, tonás y siguiriyas–, aunque surja hecho fuego del dolorido rajo del entonces joven Caracol.
Pero tú no estabas para distracciones y volviste a poner el tiempo a tu servicio para que los lances se parieran más hondos, más lentos, más armónicos. En el quite, se agudizaron todas estas virtudes, estos desgarros, estas letanías ahítas de memoria. El público asentía encandilado, pero el toro comenzaba a negar, gazapeando. ¡Qué más te daba a ti! Era el día, era la hora y había que aprovecharlos. Con una pena de siglos en los ojos, la sonrisa en la boca, la montera en la mano echada al viento, brindaste al cónclave la postrera faena de tu vida. Ni siquiera entonces reparaste en que el ruedo ya se había vestido de catástrofe.
Decidido, fuiste a por “Fandanguero” en los terrenos del tendido 1. Absorta de atención, calla la plaza intuyendo lo que en tu pecho anida. Con la suerte cargada, majestuoso, haces pasar al toro bajo el palio purpúreo de tu pase ayudado. Quieres rimar la suerte y citas por ese mismo palo, pero esta vez “Fandanguero” no pasa. El cielo y las arenas invierten sus papeles: trágica pirueta que da contigo en tierra. Allí hace por ti metiéndote la cara con fiereza y a derrotes da en estrellarte contra la barrera.
Seguro de hacer presa, se ceba en ti debajo del estribo y sigue cosiéndote a cornadas. El chillido de angustia de la plaza destapa el ataúd de su memoria y la imagen sangrienta de Granero pone un velo de horror en sus retinas. Cuando Marcial consigue librarte de las astas, pareces un muñeco destrozado al que le sale el serrín por las roturas. Atravesados llevas los dos muslos; pero la peor cornada es la tercera, que interesó la pelvis, te rompió el hueso sacro –para lo cual tuvo que clavarte materialmente contra la barrera– y te arrancó y seccionó el nervio ciático mayor. Cornada de caballo, con firma de “muy grave” en el pronóstico.
Tanto lo era que no contaban contigo y ni intervenirte pudieron en un primer momento por miedo a que no salieras de la operación. Y es entonces cuando, recogiendo el capote de la vida casi hasta la esclavina, te dispusiste a dar la verónica más lenta, terrible y prolongada al toro de la muerte. Fíjate si duró, que estando muerto desde el primer momento, no te fuiste del mundo hasta el 14 de agosto; o sea: que el lance más sufrido y doloroso, el que te consumió hasta dejarte en un espectro de 40 kilos, te duró nada menos que cuarenta y cinco días.
Entonces sí que se detuvo el tiempo
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