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lunes, 3 de mayo de 2021

Una triste sensación de orfandad


 

Después de 448 días de silencio, volvieron de nuevo los clarines y timbales a L
as Ventas, y el sonido retumbó como un escalofrío de los que ponen la piel de gallina. La plaza se levantó como un resorte e irrumpió en una atronadora ovación que acompañó a los alguacilillos en su lento paseo hacia la presidencia. Volvieron las palmas cuando se abrió la puerta de cuadrillas, y arreciaron tras la interpretación del himno nacional al final del paseíllo. Fue una tarde de cariñosas ovaciones y generosos trofeos, como corresponde a un festival benéfico.




Superado el estremecimiento inicial, sobrevoló una extraña sensación de orfandad. Dicen que había 6.000 personas en los tendidos, pero no lo parecía. La apariencia óptica decía que eran muchos más los asistentes de los que permite la norma sanitaria. Con menos público, con mucho menos, se han celebrado en esta plaza no pocas corridas de toros.

¿Por qué, entonces un festejo menor para la reapertura de la primera plaza del mundo? Y lo que es peor, ¿por qué se ha vuelto a cerrar sine die a la finalización del espectáculo? Con razón aparecieron en el tendido 7 varias pancartas solicitando “Toros, ya” y “Plaza de temporada”, pero la fiesta, ya se sabe, está huérfana, y este suceso lo ratifica.

El festival no ha sido más que un triste aperitivo de lo que pudo haber sido y no fue; una dádiva política de quien se le llena la boca de apoyo a la tauromaquia y no dice la verdad, con intención o sin ella, en aras de los complejos que impone la corrección política.

Sobre la arena siete novillos de correcta presentación en general, pocas fuerzas, y sobrados de bondad, escogidos con mimo entre las ganaderías más artísticas para deleite de las figuras. El primero, un becerrote tan noble como apocado con el que el rejoneador Diego Ventura demostró que no le ha afectado el paro impuesto por la pandemia.

El Juli, el 2 de mayo en Las Ventas.
El Juli, el 2 de mayo en Las Ventas.ALFREDO ARÉVALO

Con una cuadra renovada protagonizó una actuación sobresaliente en la que destacaron los quiebros en un palmo de terreno a lomos del caballo Fabuloso, y las banderillas en compañía de Bronce. Paseó con merecimiento las dos orejas y dejó la fundada impresión de que se mantiene en lo más alto del escalafón.

Se marchó Ventura y apareció la más dura realidad. El novillo de Juan Pedro Domecq estaba seriamente inválido y volvió a los corrales (el cabestrero Florito también tuvo su momento de gloria entre los aplausos de la concurrencia), salió un hermano del anterior y su semblante era aún más enfermizo. Al final, Ponce se las vio con un endeble sobrero de El Capea, y por allí anduvo voluntarioso en su probada eficacia como enfermero.

A placer toreó con capote y muleta El Juli a un nobilísimo ejemplar de Garcigrande, un santurrón criado para la obediencia infinita. El torero, experimentado en mil batallas, se lució con lentitud a la verónica, y trazó muletazos preñados de hondura con ambas manos. Fue como un ensayo en su placita de tientas, pero resultó emotivo.

De familia muy diferente, con trapío, genio e incertidumbre en su embestida, fue el cuarto de la tarde, un toro (así eran sus hechuras) de Victoriano del Río, que puso en dificultades a un repeinado Manzanares, sorprendido ante las intenciones poco amistosas de su oponente. No se arredró el alicantino, se pasó los pitones cerca del traje corto, aguantó más de una tarascada incómoda y salió orgulloso del dificultoso envite.

Profesional y solvente se mostró Perera con un toro con movilidad y encastado de Fuente Ymbro. Brindó a los tendidos, comenzó de rodillas, con un pase cambiado por la espalda en el centro del anillo, pero su afanosa labor resultó tan limpia como sosa.

Un ceremonioso y lento Paco Ureña dejó retazos de su clásica y arrebatadora concepción del toreo ante un noble toro sin fuelle. Y cerró la tarde el novillero Guillermo García, todo corazón y ardor juvenil; recibió a su oponente con dos largas cambiadas de rodilla y bonitas verónicas, y dibujó buenos muletazos entre varias volteretas.

Al final, y por fortuna, no fue un acto político, como pudiera imaginarse, pero tampoco una corrida de toros, como era lo deseable; quedó, eso sí, una triste sensación de orfandad.

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