Por Santi Ortiz
Sin embargo, el toreo cuenta con un protagonista indómito –el toro–, al que no se puede convencer de prestarse a ningún guion establecido, pues su comportamiento y fiera naturaleza lo dejan al margen de cualquier itinerario prefijado. Con el toro no caben componendas. Se guía por su instinto de luchador bravo y pelea por su vida sin importarle lo que los hombres han dispuesto como más conveniente. El toro descompone la matemática de los augurios, impidiendo una y otra vez que dos más dos sean cuatro. Con el toro, se vuelve impredecible cualquier pronóstico, clava en el ruedo la enseña de la incertidumbre y obliga a adentrarse en los pantanos de la aventura a todo aquel que quiera participar en su lidia. Todo en ella puede pasar: el triunfo y el fracaso, la vida y la muerte, el arte y la sangre, la valentía y el miedo, también el gris océano de la mediocridad.
El pasado domingo, 10 de abril, Emilio de Justo acometía el reto de encerrarse con seis toros en la plaza de Las Ventas. Seis hermosos y serios cinqueños, de distintas ganaderías, habían sido escrupulosamente escogidos para propiciar el triunfo del torero. Pero bastó la lidia de un toro, para que todo se torciera. Volteado al entrar a matar, Emilio sufrió fractura de las dos primeras vértebras cervicales quedando imposibilitado para continuar toreando. El encanto de la tarde se hacía añicos a golpes de realidad. La expectación se hundía en una decepción preocupante y oscura. Y ahora, ¿qué?
Cinco toros, como cinco catedrales, quedaban en los chiqueros. Para lidiarlos y darles muerte a estoque, un hombre. Uno de esos olvidados que no cuentan en ninguna quiniela con visos de expectativa. Un torero presuntamente poco preparado, con mucho tiempo de banquillo y escaso de protagonismo en su carrera, al que, de pronto, le había caído encima el peso tremendo de una tarde que concentraba sobre sí toda la atención del toreo. Un “pobre hombre” al que, en su fuero interno, el público simplemente deseaba que saliera por su pie de la plaza y no le diera muchos sobresaltos al quitarse de en medio aquella “maldición” con que lo habían castigado los dioses. Ese hombre es salmantino, se anuncia Álvaro de la Calle, tomó la alternativa hace 22 años en Ávila, confirmó en Madrid, en una nocturna, el 27 de julio de 2006, y desde entonces, salvo contadas excepciones, como la corrida de Muro de 2016, anda buscándose la vida como sobresaliente a la espera de una oportunidad que le permita expresar sus sentimientos toreros.
Muy largo ha sido el ingrato camino. Muy pesado. Muy decepcionante. Por eso, ¿qué se podía esperar de un hombre de 47 septiembres tan desgastado por el continuado roce con la cara más amarga del toreo; un hombre con los nudillos encallados de tanto llamar a puertas que jamás se abren, que son sordas, que se les ha petrificado el corazón? Pero, como decía el gran cantaor Paco Toronjo: “¡Qué sabe nadie de nadie!”. Y ese “pobre hombre”, ese “oscuro asalariado” del toreo, supuestamente sin preparación ni sueños que llevarse al espíritu, fue capaz de cambiarle la conmiseración en asombro a un cónclave de más de veinte mil personas que no esperaban nada de él y se encontraron con un torero revestido de hombría; un torero, que, lejos de sentirse agobiado por el tremendo compromiso, no sólo mantuvo la calma en todo momento, sino que esparció tranquilidad por toda la plaza evidenciando poseer un temple espiritual de veinticuatro quilates.
Un torero que demostró muchas cosas. Comenzando por lo más evidente, su preparación física y mental. Matar cinco toros, uno detrás de otro, requiere una excelente preparación física y Álvaro de la Calle ni sudó. La cara sí, pero el fondo de la taleguilla no tenía ni el mínimo ribete de transpiración. Esa puesta a punto no se adquiere de un día para otro, revela una constancia en el entrenamiento y no un entrenamiento cualquiera, sino un machaqueo intenso y prolongado que dote a músculos, articulaciones y órganos de la flexibilidad, resistencia y reflejos necesarios para estar en condiciones de afrontar con solvencia tan dura prueba. Pero esta constancia y sacrificio proviene directamente de otro elemento absolutamente capital: la afición. Para afrontar la dureza del entrenamiento un día y otro y otro sin faltar nunca, con una tozudez insobornable, se requiere afición. Y afición son ilusiones, quimeras, esperanzas, proyectos; soñar con que un toro te va a meter la cara y vas a demostrar a los incrédulos que la llama del toreo te sigue achicharrando por dentro; que todavía se te ponen los vellos de punta imaginando, con esa tanda de muletazos, sobrios, sentidos, templados, que guardas en tus sentimientos y te falta por dar, que sigues queriendo ser torero, que te sientes tan capacitado como el que más y que, aunque las circunstancias te obliguen a llevar el pan a los tuyos sin siquiera haberte puesto delante del toro, no te conformas y te rebelas porque todavía crees en ti, aunque te angustie comprender que se te está acabando el tiempo.
Dicho esto, de poco valdría la preparación física de no contar con una necesaria e imprescindible mentalización. También sobre ella ha de actuar la afición para preparar el ánimo ante la prueba concreta que puede presentarse. ¿Y si, por mano del demonio, el diestro titular resulta herido y me tengo que quedar –ya que una incomprensible deficiencia reglamentaria lo hace obligatorio– con los seis toros o con cinco?, se pregunta el torero. Es ahí cuando su mente define el marco de operaciones a realizar y se prepara para afrontar la dureza de la lid. Álvaro de la Calle sabe que, en ese hipotético caso, no es su meta sacar la tarde adelante, sino dar a conocer ese misterio que, rescatado de los escombros de su lucha, salvado entre tanta desesperación, aún le bulle en lo más hondo de su alma. Sacarlo a flote es su compromiso. Se lo debe a sí mismo. Y con ese propósito, cuidadosamente guardadito por si llegara la hora de sacarlo, se vistió de luces, se miró en el espejo y partió hacia Las Ventas.
Es por esto que difiero de las crónicas y reseñas que, con toda su buena voluntad, resumen la actuación del sobresaliente señalando que “sacó la tarde adelante con dignidad”. Sinceramente, me parece una valoración corta e insuficiente, porque Álvaro de la Calle hizo mucho más que eso. Por ejemplo, lograr por momentos que la gente volviera a meterse en el guion original de la corrida; esto es: de la corrida que había ido a ver. Así lo hizo colocando tres veces de largo al extraordinario “Duplicado”, de Victoriano del Río, para que el público disfrutara de un tercio de varas memorable en el que Óscar Bernal ratificó por enésima vez su condición de excepcional piquero. Ese talante de lucir al toro, de recibirlo con una larga cambiada de rodillas en el tercio –como también al quinto–, de acoplarse a su clase, particularmente en dos tandas de redondos de un relajo, un temple, una verticalidad y una personalidad notables; tandas en las que, detrás de cada pase, latía una historia humana, una reclamación de justicia y el íntimo placer de saborear el toreo que tantas veces se le había negado. Ese ponerle la guinda al pastel de la tarde, yéndose a portagayola en el astado que cerraba corrida, como para dejar aún más clara la evidencia de su entrega, de sus arrestos, de sus deseos de reivindicarse. Y ese estar en torero toda la corrida, sacando a cada cinqueño lo que, dentro de sus posibilidades toreras, tenía, va muchísimo más allá de un “echar la tarde fuera con dignidad”.
Es verdad que, salvo el toro de Palha, la corrida le ayudó. Y eso le puso contra el único aspecto que Álvaro de la Calle no podía cambiar ni mejorar: su falta de rodaje. No cabe duda de que otros toreros más puestos, por torear asiduamente, por verle la cara al toro más a menudo, habrían podido sacar mayor partido del manejable encierro; pero, pocos, muy pocos, habrían sido capaces de estar tan bien con la corrida como estuvo el salmantino, de haber toreado tan poco como él. Visto desde ese prisma, todavía cobra más relevancia lo realizado por Álvaro en el ruedo de Las Ventas. Los que nos hemos puesto delante del toro apreciamos mejor que nadie el calado e importancia de la hombrada realizada por el veterano torero el pasado Domingo de Ramos en Madrid.
Ahora es el momento de recompensarlo. Sé que la empresa de Las Ventas y el torero herido le han dado las gracias, pero estimo que ese agradecimiento debería convertirse en algo más palpable. Yo recuerdo otro caso parecido, ocurrido en La Maestranza de Sevilla en la corrida de la Cruz Roja de 1984. Tomás Campuzano, que se anunciaba con seis toros, resultó herido en el tercero, dejando a El Estudiante, un matador de toros jerezano que ejercía como sobresaliente, la tarea de matar cuatro astados, cosa que logró pese a evidenciar –a diferencia de Álvaro de la Calle– una notoria falta de preparación. Así y todo, el empresario de Sevilla, Diodoro Canorea, agradeciéndole haber llevado a término el festejo, le dio un millón de pesetas en lugar de las veinticinco mil por las que venía contratado. Pero ese era Canorea y otros los tiempos. Hoy, me imagino una situación semejante y me entra la risa floja. No obstante, creo que la empresa y la afición venteña están en deuda con Álvaro de la Calle; un torero que quema sus últimas naves, pero que –como demostró en Las Ventas– tiene todo el derecho del mundo a sobrevivir. Por su hazaña del otro día, bien merece verse anunciado en un cartel, como matador titular, para darle una satisfacción y otra oportunidad a sus legítimos sueños; pero, eso sí, en un cartel que le ofrezca oportunidades reales, no de esos que los empresarios utilizan para quitarse de en medio a los “pesados” mandándolos directamente al degüello. Esto no sólo sería un humillante desprecio a la humilde grandeza del diestro salmantino, sino una intolerable vileza contra la propia fiesta de los toros, que también se nutre de proezas como la realizada por Álvaro de la Calle. Madrid le debe este paseíllo. Y después, que salga el toro y pase lo que tenga que pasar.
3 comentarios:
Lo que hay que hacer ya es cambiar el reglamento y que el sobresaliente cumpla "otros requisitos".Chapeu por Álvaro pero el público no puede pagar por ver al número uno y encontrarse con uno del escalafón del olvido.
Sr. Ortiz buen artículo .
Buenas.Emilio de Justo no tuvo ni la deferencia de incluirle en la foto de cuadrilla y la empresa ya está tardando en compensar a Álvaro,con lo fácil q es incluirle en la feria por Emilio.Sr.Ortiz gracias por dedicar su gran escritura a tan humilde torero
Ha sido un momento épico, "Solo ante el Peligro", y pagado con el desagradecimiento.
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