Por Joaquín Vidal.
La antológica faena de Julio Aparicio en Madrid
Fue el toreo soñado. Fue el toreo que los diestros con torería intensa rumian en las duermevelas de las corridas, cuando se amalgaman en los vericuetos del pensamiento los sueños de gloria y los presagios de tragedia. Así fue, como un sueño, el toreo cumbre que recreó Julio Aparicio ante el asombro de la cátedra, en el centro geométrico del redondel.
Fue también el toreo que había soñado la afición. El toreo perfecto, el toreo mágico; la suma y compendio de cuantos retazos de toreo profundo, emotivo y bello se hayan podido ver en toda una vida de aficionado. Aquellos muletazos de dominio, aquellos pases de suavidad infinita, la galanura de las trincherillas y de los cambios de mano, los naturales en su expresión más pura, los redondos convertidos en exquisitez; el broche deslumbrante de las suertes cabalmente ligadas, resuelto mediante el revoloteo jubiloso del pase de pecho el embrujo del ayudado; la estocada en la cruz a volapié neto, volcándose el matador sobre el morrillo del toro. Todos esos retazos de la tauromaquia excelsa —con marca exclusiva y autoría precisa cada cual—, que se hubieran llegado a ver en toda una vida de aficionado y se mantenían frescos en el recuerdo, de repente se ensamblaban y fundían convertidos en una sola y monumental creación artística, en el centro geométrico del redondel de Las Ventas.
Julio Aparicio fue el creador. Ocurrió de súbito. Trasteado el toro en unos armoniosos pases de tanteo, debió venirle de golpe la inspiración, corrió al centro geométrico del redondel, citó desde esa distancia, embarcó al toro que acudía vivo y fijo a tranco alegre, y de ahí en adelante obró el prodigio de transfigurar el toreo técnicamente perfecto en una explosión de fantasía. ¡Qué locura, entonces! El público pasó del pasmo al delirio.
La plaza se venía abajo. Consumada la creación artística, el torero deambulaba crepuscular por el ruedo venteño, flotando en la nube de su propia gloria. Ajeno y aturdido, se sentó en el estribo de la barrera y allí rompió a llorar. Quizá ni oyó el estruendo de la afición, que le aclamaba ¡torero, torero! Y qué parecido podía tener aquella faena cumbre con el resto de la corrida? ¿Qué parecido con el pegapasismo habitual de las figuras de la profesionalidad y los epígonos de la finura? «¡Piérdele pasos!», les gritan a estos genios sus banderilleros en cuanto pegan un derechazo con el pico de la muleta, y van, y se apresuran a perderlo; no uno: dos, o quince. Hay hasta quien pone pies en polvorosa. Para perder pasos no hay ni bochornos ni límites. Los ensalzadores de la profesionalidad y la finura le prestan carácter de norma a este truco y pretenden justificarlo diciendo que no es huida sino parto florido de la inteligencia privilegiada del autor, que consigue así incrementar el recorrido del toro. Pero es mentira. Es mentira toda. Ni los toreros incapaces de ligar dos pases son premios Nobel, ni se produce ese incremento; antes al contrario. Jesulín de Ubrique estuvo empleando la artimaña con tenaz insistencia y podía apreciarse cómo corría más que el toro.
Ortega Cano, que conoce el toreo auténtico y lo ha practicado muchas veces, en esta ocasión ti raba líneas, tenía presto el pie para distanciarse de las embestidas, se aliviaba con el pico. Está en bajas horas laborales y artísticas, el hombre. El mismo Aparicio no le hizo toreo alguno al toro de su confirmación de alternativa. En realidad habría sido imposible porque ese toro llevaba encima un colocón de abrigo, y únicamente le habría sentado bien al cuerpo una abundante ración de metadona.
La corrida era un petardo, como tantas otras, con los picos de las muletazas inquietas, los zapatillazos sonoros, toreros perdiendo pasos o correteando por allí sin ningún reparo. Hasta que Julio Aparicio obró el milagro del arte, reverdeció el toreo puro y lo interpretó quieto, relajado, sin perder paso ninguno. Y no sólo eso sino que lo ganaba en el ejercicio de la ligazón de los pases, entrando decidido en el terreno del toro para embeberlo en la pañosa.
A hombros sacaron a Julio Aparicio por la puerta grande, que es la puerta de Madrid. A hombros de una multitud enfervorizaba y bajó el clamor de las ovaciones, los piropos, los gritos de ¡torero! Nadie quería abandonar su localidad. Pero finalmente la abandonamos todos. La verdad es que iban a cerrar la plaza y no era cuestión de que darse allí la noche entera, rumiando al sereno el gusto que había dado ver torear como Dios manda.
FICHA : González /Ortega, Aparicio, Jesulín
Tres primeros toros de González Sánchez-Dalp (tres fueron rechazados en reconocimiento), 1° inválido, resto manejables. Tres de Alcurrucén, boyantes; 5°, de excepcional nobleza. Todos con trapío.
Ortega Cano: cuatro pinchazos bajos y estocada corta atravbesada (pitos); estocada (silencio)
Julio Aparicio, que confirmó la alternativa: estocada corta (silencio); gran estocada (dos orejas y dos clamorosas vueltas al ruedo); salió a hombros por la puerta grande.
Jesulín de Ubrique: pinchazo bajo, media trasera y descabello (algunas palmas): estocada corta trasera descaradamente baja, cinco descabellos y se tumba el toro (pitos).
18 de mayo de 1994 - 5ª Corrida de Feria. Lleno.
Publicado en El País
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