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martes, 26 de julio de 2022

El ARTE y la TETOSTERONA

 Por Fernando Fernández Román

¿Cuánto vale el valor?, el de los toreros, me refiero. ¿Se puede cuantificar el valor, al punto de ponerle precio? Lo dudo. Para empezar, se supone que es el mínimo cupo de arrestos, agallas o como quieran llamarle, necesario para ponerse delante de un toro; es decir, mucho. Muchísimo. Ya enfrentarse a una becerrita juguetona supone un esfuerzo ímprobo –salvo para inconscientes--, o una audacia temeraria para los que se lanzan, muleta en mano, a esbozar el toreo que tantas veces han dibujado a un enemigo imaginario en el salón de casa o en el corral del pueblo; cuanto más hacer lo mismo, pero ante dos cuernos en estado madurez que brotan entre los rizos que ha generado la veteranía y dos ojos llenos de de animalidad que te miran con ignotas certidumbres. Delante de esos –cuernos y ojos-- está el torero, el que se viste de luces, el que abre sus cápsulas de valor cada tarde de toros y las vacía en el ruedo de una Plaza. Algunos aficionados suponen que, los toreros, cuanto más valientes, menos artistas; y cuanto más artistas, menos valientes. Mentira. Ayer, en Santander, tres toreros “de arte” fueron tres valientes a carta cabal; de lo cual se deduce que el arte también se puede ofrecer en una bandeja colmada de testosterona; por tanto, la pregunta retórica que encabeza estas líneas, aunque lo parezca, no llega a ser un pleonasmo. ¿Cuánto vale el valor? Perdone, visto lo visto ayer, el valor no vale o cuesta, ofrecido a cambio de moneda tangible apoquinada por quien lo precisa para torear. Ni se compra ni se vende, como el cariño verdadero. Se tiene o no se tiene



¿Cuánto valor fue preciso derramar para sacarle partido a una mala corrida –mal presentada y baja de fuerza y de casta-- de Juan Pedro Domecq? Ni se sabe. Solo se sabe que ayer, en Santander, el arte del toreo resplandeció, con intensidades diversas, por mor de tres toreros que no se desencantaron ante la adversidad, rivalizando entre sí y encontrando resquicios para dejar pasajes de una belleza descomunal, verbigracia, las verónicas de Diego Urdiales al segundo toro, embebiendo en su capote embestidas de intermitente continuidad y ofreciendo después exquisito trato por naturales y pases en redondo a la incertidumbre de acometidas, cada vez más apagadas, de un toro que llegó al acobardamiento total, pegado a tablas; o al quinto, quizá el único que se desplazó humillado, con constante movilidad… hasta que se rindió ante el torero en plena faena, doblando las manos y hocicando en el suelo. Se fue a negro el toro castaño porque se le apagó la llama de la casta, ofreciendo un penoso espectáculo. Antes, el torero había dejado fucilazos magistrales de toreo al natural, demostrando encontrarse en plena sazón su arte neoclásico e impecable. A esto se añade una sorprendente facilidad para ejecutar la suprema suerte de la estocada: dos zambombazos, uno a cada toro, aunque el del quinto se le fuera la empuñadura un poco para acá.


 Otro tanto cabe decir de Juan Ortega, que el otro día en Manzanares se deshizo de quienes ya le querían llevar en angarillas al limbo de las promesas desinfladas antes de tiempo. En Santander, le pegó al tercer toro dos verónicas de las que –dicen—pegaba Curro Puya a finales de los años 30 del pasado siglo, y tal cual muletazo de planta erguida y mano lenta a un toro blandísimo y anodino. Este Ortega es el torero de la cadencia, del ritmo sostenido tras una esclavina o el palo labrado de un estaquillador. Brindó la faena a este toro a Paloma Bienvenida y, ciertamente, nos brindó a todos algunos pasajes que preconizan otras obras de arte con material más apropiado. Fue una faena cuajada a base de asentar los pies en la achocolatada arena y de deslizar el brazo lentamente, con serenidad, ante la desconcertante acometida del toro. Espadazo en la cruz. Otro que le ha cogido el aire al estoque. Otro que torea como los que no matan y mata como los que no torean. El sexto fue una calamidad de toro. Feo de cuerpo y de alma. Tiraba cabezazos a diestro y siniestro, sobre todo a aquél, tan es así que le lanzó un crochet a la mandíbula que por poco le noquea. Nada, absolutamente nada, que hacer. Pinchazo y estocada sin  puntilla. Se va de Santander con el cartel revalorizado.


¿Y Morante? Mal empezó la cosa. Su primer toro era una nulidad. Un marmolillo inválido. A ver qué se puede hacer con semejante adefesio, con mis mayores espetos al animal. Trasteo para acá y para allá, pinchazos (dos) para mostrar la dureza ósea del juampedro y media estocada letal dieron paso a tímidas protestas, pero la mayoría del público comprendió la imposibilidad de que se produjera el milagro del artista. Ni un milagro de Cafarnaúm habría hecho embestir al animal. Habría que esperar al cuarto. Y esperamos.

Era un toro jabonero, de buenas hechuras. Los jaboneros siempre dan juego, porque su cromatismo llama la atención de los públicos; pero pronto se comprobó que cortaba los viajes peligrosamente. Hizo sonar el estribo en su encuentro con Aurelio Cruz y en seguida mostró su decidido interés por vender cara su muerte. Algunos aficionados e informadores varios dirían que era “toro para apostar”. ¿Para apostar a qué? ¿A que le metiera en la cama? Mira que Morante lo trató de forma caballerosa y displicente, toreando de capa a una mano en los primeros compases de la lidia, pero es que el animalito era probón, reservón y ladino. Se iba en pos de la muleta, pero sabía perfectamente quien la manejaba y dónde estaba el manejador. Entonces, José Antonio sacó a relucir el inmenso caudal de valor sereno que atesora. Aguantó parones, guiños, amagos y cabezadas del jabonero, hasta que consiguió que siguiera el recorrido que le trazaba la muleta. Hubiera sido una faena de torero esencialmente valiente si no fuera porque ese torero es Morante. Y Morante no sabe torear fundándose en lo físico, sino en lo químico. En él, lo químico es la efervescencia que sale del matraz que maneja este tipo, cada día más sorprendente, cada día más entregado a la tarea de moldear la obra de arte, cada día más inalcanzable para sus compañeros de cartel, demostrando que se puede torear bien aunque los toros embistan mal, que se pueden improvisar suertes, inventarse mamolas u otros sortilegios para combatir la adversidad, en definitiva crear arte donde solo se advierte contrariedad y ruina. Además, también le tiene cogido el “sitio” a la espada. El triunfo fue de clamor.

Se me olvidaba: Morante cortó la dos orejas a este toro, Diego Urdiales una a cada uno de su lote y a Juan Ortega se la pidireron, y no se la dieron, en el tercero. Total cuatro. He empezado a contar lo que se vivió una tarde de toros en Santander, a hacer elucubraciones con el arte y el valor, y no le eché cuentas a la otra contaduría. ¡Qué cabeza, la mía!




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