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sábado, 20 de agosto de 2022

EL HOMBRE QUE SOÑO LA INTEGRIDAD DEL TORO

 EL TORO, POR LOS CUERNOS


La muerte, a los 87 años, el pasado 8 de agosto de Juan Antonio Arévalo, el que fuera senador socialista por Valladolid entre 1979 y 2000 y gran impulsor de la Ley de Potestades Administrativas sobre Espectáculos Taurinos del 5 de abril de 1991, ha pasado desapercibida para el mundo del toro. Quien se hizo acreedor de un merecido homenaje nacional por ser el principal regenerador de la fiesta de los toros a finales del siglo XX ha hecho mutis por el foro entre el atronador silencio de los taurinos —empresarios, ganaderos, toreros y, por supuesto, aficionados—, lo que es tan descaradamente injusto como indicativo de la especial idiosincrasia del colectivo.


Claro que es verdad que Arévalo sacó los colores a todos los que viven de este negocio. Hombre serio y honesto, político comprometido y aficionado cabal, promovió desde la Cámara Alta la elaboración de un libro blanco sobre la fiesta de los toros, y para ello invitó a todos los interesados a expresar su parecer en esa radiografía nacional que evidenció que los toros estaban necesitados de una regeneración interna que los colocara en el escenario de la modernidad.

Hasta entonces, la única cobertura legal de la fiesta era una Orden del Ministerio de la Gobernación del 15 de marzo de 1962, texto refundido del Reglamento de Espectáculos Taurinos de 1930 y varias veces modificado.

El empeño de Arévalo, con la inestimable ayuda de Joaquín Vidal, crítico taurino de este periódico, desembocó en la primera ley taurina de la historia, cuyo objetivo fundamental era defender la integridad de la fiesta de los toros desde el reconocimiento expreso de que es una manifestación de la cultura tradicional de este país.

 La normativa de 1991, aprobada por el Parlamento y firmada por el Rey Don Juan Carlos y Felipe González como presidente del Gobierno, consta de solo 24 artículos, legisla sobre aspectos ya recogidos en la orden en vigor hasta entonces, y establece una máxima que suena a revolucionaria: “Los espectadores tienen derecho a recibir el espectáculo en su integridad”, según recoge el artículo 8.


Para tal fin hace hincapié en unos pocos aspectos que van a acarrear serios dolores de cabeza a los protagonistas del sector: inviste de autoridad a la presidencia de los festejos, determina que, reglamentariamente, se estipularán las condiciones del traslado de las reses desde las dehesas hasta las plazas “con el fin de garantizar la seguridad e impedir la realización de cualquier operación fraudulenta”, fija los reconocimientos post mortem de las reses para comprobar la integridad de sus astas y si han sido objeto de tratamiento o manipulación para modificar su actitud durante la lidia, y dedica todo el capítulo tercero al régimen sancionador para las infracciones administrativas derivadas del incumplimiento de la ley.

Aquella norma modificó sustancialmente el escenario de impunidad en el que, hasta entonces, se movían los taurinos, de modo que se creó un centro para la investigación de los presuntos fraudes en materia de afeitado, se publicaron las listas de ganaderos sancionados e inhabilitados, y no fueron pocas las figuras que no pudieron evitar el sonrojo al demostrarse que habían lidiado reses afeitadas.




La ley protegió y dignificó la fiesta de los toros, la hizo creíble, intentó limpiarla de elementos perturbadores y pícaros y defendió, por encima de todo, los derechos y los intereses de los espectadores; “es decir, que el toro sea útil para la lidia, ni claudique ni se caiga, íntegro en sus defensas y en la casta, que se puedan presenciar los tercios completos y que se cumplan los preceptos reglamentarios”, escribía años más tarde el propio Arévalo en este periódico.

Pero aquella norma, aquel soplo de aire nuevo, no echó raíces; la frontal oposición del sector, la interminable tramitación de los expedientes sancionadores, las reiteradas sentencias a favor de los presuntos infractores, la galopante indolencia de la autoridad responsable de hacer cumplir la ley y la reducción incesante de aficionados exigentes han conseguido que la ley, aún vigente, sea hoy papel mojado.

La fiesta de los toros de 2022 es una burda caricatura de la que Juan Antonio Arévalo y Joaquín Vidal, uno desde el Senado y el otro desde EL PAÍS, soñaron para el siglo XXI. Hoy no se analiza un pitón, existe la creencia generalizada de que se afeita más que nunca, y que no sale un toro al ruedo que no haya sido tocado por los barberos profesionales; ya no existen reconocimientos post mortem ni expedientes sancionadores y el sector taurino trabaja en un escenario de abuso y arbitrariedad que jamás había soñado.


Esta es la consecuencia, claro, de que la tauromaquia importa muy poco a los gobiernos central y autonómicos, de que los presidentes de los festejos no se sienten respaldados por quienes los nombran, de que los pocos aficionados de verdad están dispersos, que no hay ningún político —el último fue Juan Manuel Albendea, diputado del PP por Sevilla, también fallecido— dispuesto a jugársela por la fiesta, y de que no existe empresario, ganadero o torero con las agallas suficientes para liderar una nueva regeneración del sector que permita afrontar el futuro con cierta esperanza.

La tauromaquia quizá sea el único espectáculo de masas que no cuenta con un organismo público o privado que la represente, integre, dirija y estructure. Una institución que defienda el orgullo de ser aficionado, vigile el buen comportamiento de todos los protagonistas, persiga el fraude, exija a los gobiernos el cumplimiento de las leyes taurinas, y fuerce a TVE a difundir el espectáculo taurino del mismo modo que promueve otras actividades culturales.

Desaparecidos Juan Antonio Arévalo, y el popular Albendea, la tauromaquia moderna no tiene quien le escriba. A ella dedicaron una gran parte de su esfuerzo los dos políticos ya fallecidos, y ambos se marcharon entre el silencio desleal de los taurinos.

Así navega la fiesta, a la deriva; y sobre un terreno abonado por el desagradecimiento, la cobardía y la picaresca que no auguran el mejor porvenir.

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