La comidilla de esta temporada es que, salvo a las tres ferias más famosas del calendario taurino -la de abril en Sevilla, San Isidro en Madrid y San Fermín en Pamplona, y por cuestiones también extrataurinas- la gente no está yendo a los toros en la medida que sería deseable.
Y eso que, ya se ha dicho y contado, no es despreciable la cantidad de público que acude a las plazas si se compara con la práctica totalidad de los otros muchos espectáculos que abren puertas y taquillas. Y que se jactan y presumen de haber metido a tres, cuatro o cinco mil personas, cuando, y muchas veces con precios más caros, esas cantidades son calificadas como muy pobres si se refieren a festejos taurinos.
Cifras que se tienen como negativas sin que se tengan en cuenta análisis y estudios de cómo se llega a ellas: ausencia de publicidad, promoción nula o, en el mejor de los casos, insuficiente, falta de patrocinios y un largo etcétera que habría que repasar muy a fondo si es que de verdad se tiene interés en solucionar el problema. Una cuestión que, al margen de otros muy graves y peliagudos condicionantes, como el poco interés de los propios interesados en el negocio taurino, se resume en una única clave: los aficionados no son suficientes para mantener el tinglado.
Se ha visto hace nada en la feria de Valencia -en la que hay una muy preocupante problemática en torno suyo-, en Hogueras, Castellón, Granada y hasta en la reinauguración de la plaza de Bilbao. Muy poca gente para lo que se esperaba, a tenor de lo que se ofrecía. Una asistencia que, prácticamente, se basaba en los asiduos, los aficionados que van siempre. Y que con superar en mucho a la cantidad de espectadores que van al cine o al teatro, sigue siendo corta para que, tal como estan los costes de organización, el dar toros sea rentable.
El quid de la cuestión está, no es cosa que ya no sepa nadie, en la prácticamente inexistente información sobre el particular. Sí es cierto que han aumentado de manera increíble los portales y sitios que en internet hablan de toros, pero su público objetivo, su target (como dicen los publicistas) sigue siendo el de siempre: el aficionado puro y duro. Y que no siempre presta atención a los mismos ante la poca profesionalidad de muchos de ellos o la descarada venalidad de otros no pocos.
Ver o escuchar una noticia de toros en la tele (con sólo un único programa en la televisión pública y a un horario casi intempestivo) o en la radio (sólo Clarín mantiene el tipo en Radio 5) es casi imposible a no ser que haya ocurrido una desgracia. Tampoco los medios escritos son proclives a dar espacio al tema taurino salvo para ferias muy concretas y, en cualquier caso, de manera muy desproporcionada con lo que se dedica al deporte o, esto ya es el colmo, al cotilleo.
Esto no sucedía hace años, cuando la cosa taurina tenía presencia y sitio en todas partes -hace medio siglo Dígame vendía más que los periódicos deportivos o el Hola; hace tres décadas, en Valencia, por ejemplo, todos los diarios tenían suplemento taurino y se televisaba en abierto un buen número de corridas-. Los toros eran algo presente en nuestra sociedad y todo el mundo sabía no sólo quién era El Cordobés, El Viti o Camino: también la inmensa mayoría conocía a Mondeño, El Pireo o Tinín; y hasta a Calatraveño, El Hencho o Utrerita, por poner nombres.
Ahora, quitando a las tres o cuatro figuras que queden, si salimos a la calle y preguntamos por Ginés Marín, otro ejemplo, puede que nadie conteste que es uno de los diestros más interesantes y completos de ahora mismo. Y lo mismo sucedería si se hiciese el experimento con Urdiales, Daniel Luque, Álvaro Lorenzo, Tomás Rufo o Ángel Téllez, siendo como ha sido estos dos últimos de los más destacados del último San Isidro.
Mientras esta situación no se revierta, no hay que esperar que los toros sean un espectáculo de masas (grandes masas, está claro) y seguir tirando sólo con los de verdad aficionados, aparte de poco lucrativo, es muy peligroso: puede que un día se cansen
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