La Monumental de Sevilla
Hay un muro enlucido, desconchado, enmarcado por dos pilastras y un frontispicio de color albero, anexo a un edificio moderno de ladrillo y a una verja, en la calle Eduardo Dato de Sevilla. Encima reposa un dintel, con un friso geométrico y dos pináculos estriados. Un árbol cercano lo acaricia con sus ramas y un banco oxidado le da la espalda con desprecio. Soporta el conjunto en uno de sus extremos un grueso entramado de cables y dos armarios eléctricos de uso urbano.
Un pequeño azulejo adorna el cuadro “Aquí estuvo la Monumental de Sevilla (1918-1921) impulsada por Joselito El Gallo, rey de los toreros” Septiembre de 2012, centenario de la alternativa de Joselito. Sus partidarios.
Es necesario hacer volar los sentidos para adivinar en estas ruinas el soberbio coliseo del que formó parte esta puerta de cuadrillas, vislumbrar la silueta de los lidiadores ganando el coso, oír los vítores de 23.000 gargantas aclamando al genio de Gelves y sentir la emoción de verle salir a hombros victorioso tras haber burlado una vez más a la muerte. Hay que esforzarse para revivir el aroma a azahar, a perfumes caros y a puros habanos, escuchar el sonido seco de los cascos de los caballos sobre los adoquines, el tintineo de los cascabeles de las mulillas y el ajetreo de la afición expectante, deseosa de presenciar nuevas gestas.
Hoy queda sólo un difícil recuerdo, ignorado, de lo que fue el más ambicioso sueño del pontífice de la edad de oro del toreo.....
A principios del siglo XX Sevilla era una ciudad pinturera y colorista, con ciento cincuenta mil habitantes, partida en dos: los que tenían y los que no. El espectro social era muy diverso: agricultores, ganaderos, industriales incipientes, comerciantes prósperos, pícaros, obreros, truhanes, señoritos, peones, gallistas y belmontistas. La mayor parte de la población vivía hacinada en corralas del vetusto casco urbano o en chabolas del extrarradio, en condiciones de higiene deplorables junto a suntuosos palacios y viviendas de lujo aparente. Los sombreros de fieltro y terciopelo contrastaban con las gorrillas y las viseras, las mantillas de seda o blonda con las pañoletas ajadas de algodón y los botines lustrosos de cueros nobles con las alpargatas remendadas.
Los alimentos escaseaban para muchos sevillanos y las crecidas del Guadalquivir emponzoñaban con frecuencia las calles con un manto de fango putrefacto que propagaba enfermedades infecciosas, hasta el punto que la esperanza de vida al nacer apenas llegaba a los 35 años.
El grado de instrucción de los ciudadanos era muy básico, con un 60% de analfabetos, junto a una reducida élite intelectual, interesada en el juego social y en las bellas artes, añorante aún de las colonias y el pasado glorioso de España.
En un ambiente intrincado y melancólico como este se vistió por primera vez de luces Joselito en 1908, con tan sólo trece años, hijo y hermano de toreros de trayectoria diversa, apuntando ya sus sueños y sus valores.
José Gómez Ortega no habría alcanzado la cumbre de no coincidir con Juan Belmonte García, tan grandes ambos como diferentes, tan distintos como complementarios, aleación perfecta forjada en las 257 tardes que compartieron cartel, que produce la edad de oro en el toreo.
José es la ortodoxia, la técnica más depurada, la seguridad de la lidia perfecta, el canon de pureza que puede con todos los toros, la ambición, el portento físico y la agilidad, que torea con todo el cuerpo. Y con el instinto.
Juan es la transgresión, el riesgo, el audaz torero que gana terreno al propio toro, desafiante, imprevisible, vulnerable, temerario algunas veces, el diestro sin facultades que prescinde por necesidad de las piernas para torear sólo con los brazos. Y con el corazón.
José es torero de los aficionados clásicos y estandarte de la tradición sevillana. Juan es pronto apadrinado por la élite intelectual y lleva público poco entendido a la plaza.
Joselito vive por y para el toreo hasta el límite, lo que le permite perfeccionar la técnica de la lidia como nadie había hecho antes, mostrar a los ganaderos la evolución que debe experimentar el toro para hacer posible el lucimiento del espectáculo, encumbrando el encaste Vistahermosa vía Murube Ybarra, ordenar la lidia, profesionalizar a su cuadrilla y diseñar la primera plaza de toros moderna, funcional y capaz de hacer de la tauromaquia un espectáculo popular: la plaza de toros Monumental de Sevilla.
El sueño de Joselito se dibuja en diciembre de 1915 de mano del arquitecto José Espiau y del ingeniero Francisco Urcola, con el patrocinio del empresario José Julio Lissén. Los planos minuciosos del nuevo coso son presentados al Ayuntamiento para proceder a su edificación en la Huerta de la Salud, en un extenso solar en el barrio de San Bernardo propiedad del mismo Lissén. Durante dos años un enjambre de operarios se aplica en el hormigón, el acero y la piedra y el 24 de marzo de 1917, días antes de la inauguración, el comité de seguridad del Ayuntamiento se persona en la obra y somete a la nueva estructura a una prueba rigurosa e inopinada: cada metro cuadrado debe soportar un peso de 500 kilogramos durante 24 horas. El hormigón se resiente y el informe de los peritos sugiere una nueva prueba para el 10 de abril a condición de establecer refuerzos importantes en la obra. Este segundo examen no llega a realizarse ya que un tercio de los tendidos se desmorona con estrépito una noche obscura pocos días antes.
El sueño debe esperar un año más. Tras meses de intenso trabajo las rectificaciones y el refuerzo de la estructura resultan suficientes y será el día 6 de junio de 1918 cuando salte al albero Vallehermoso, negro zaíno de Juan Contreras al que Joselito recibe de capa, lidia y estoquea con éxito, cortando una oreja, compartiendo cartel con Curro Posada y Diego Mazquiarán “Fortuna”
A partir de este instante la Real Maestranza de Caballerías, coso privado con derecho a organizar corridas desde que en 1729 Felipe V le otorgara tal privilegio, administrado por los poderosos e influyentes Caballeros Maestrantes, debe convivir con la nueva plaza que casi dobla su aforo y resulta mucho más funcional y mucho más económica.
La influyente prensa sevillana se muestra primero escéptica y después mordaz con el nuevo coso. Plumas del prestigio de don Criterio, de El Liberal, Gregorio Corrochano, del ABC o Selipe II, de La Unión, emplean la ironía y la acidez para referirse al la nueva plaza, su mentor, la empresa y hasta la banda de música, llegando en algunos casos al desprecio más lacerante.
Entre ese día, 6 de junio, y el 3 de noviembre se celebran 25 corridas en el nuevo recinto, con buenos resultados artísticos, más comodidades para los aficionados, mayor facilidad de acceso y salida de la plaza y boletos más baratos. La plaza del pueblo comienza a ser lo que su promotor siempre deseó.
En esa temporada el maestro de Gelves alterna cinco tardes en el escenario de sus sueños sin que Juan Belmonte, exiliado voluntariamente en Perú pueda hollar el nuevo albero.
En 1919 son 29 los espectáculos programados en la monumental con once comparecencias de su impulsor sin que se tengan noticias de Juan Belmonte salvo en el coso rival, la Maestranza. Es de nuevo una temporada gloriosa y Lissén, estimulado por sus éxitos, lanza una oferta a los caballeros maestrantes para hacerse también con la gestión de la antigua plaza, si bien su oferta es declinada.
En 1920, año aciago para la tauromaquia, Joselito realiza dos veces el paseíllo en la Monumental y hubiera realizado algunos más si no se cruza con el toro Bailaor, de la viuda de Ortega, quien le hiere mortalmente sobre la arena de Talavera de la Reina. La tauromaquia se conmociona, la afición llora, las calles se visten de luto, Sevilla asiste incrédula al sepelio, sin explicación ni consuelo. Para parte de la afición ha muerto el toreo mismo. La Monumental pierde a su principal valedor y su propietario, Lissén, que atraviesa una situación financiera delicada por el declive de sus negocios en Europa, es de nuevo acosado para que cierre su coliseo. El número de festejos desciende a 12, siendo el 10 de octubre el último día en que un toro rindió su bravura en el ruedo monumental.
Las autoridades locales, presionadas desde diversos ámbitos, perciben las flaquezas del proyecto y tardan poco en dictar la clausura de la plaza condenando al nuevo recinto a una lenta agonía, víctima del óxido y del tiempo, y a un duro escarnio al sueño de su inspirador. Un decenio más tarde, cuando sólo queda en pie parte de la estructura y el hormigón renegrido es sólo una sombra, la plaza Monumental es definitivamente demolida.
Del arte efímero de Joselito queda sólo alguna película imprecisa, una colección de instantáneas en sepia que apuntan su solvencia y su técnica, retazos menores de sus gestas. El maestro de Gelves no esculpió ni pintó, no compuso melodía alguna, no legó testimonio escrito de su arte y huyó del populismo y de la prensa, prodigándose poco en entrevistas. El único testimonio tangible de su definitiva aportación a la tauromaquia es el pequeño fragmento de la Monumental, de ese gran sueño que se desmorona entre la ignorancia y la indiferencia.
Por Javier Bustamante
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