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miércoles, 19 de julio de 2017

Sanfermines, un capítulo imprescindible de la Tauromaquia

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 Mucho más allá de la jarana peculiar de la solanera, que de una u otra forma se dio siempre, la Feria del Toro reúne unos valores completamente necesarios para la Tauromaquia, comenzando por ser uno de los elementos más cruciales que colocan al culto al toro de lidia en toda la geografía, taurina y no taurina.
Es cierto que si nos paramos exclusivamente en lo que sucede en el ruedo y, especialmente en el carácter también festivo con el que lo viven las autoridades taurinas, podría parecer que la lógica lleva a pensar que se trata de unos festejos de escaso rigor.  Pero nos equivocaríamos si nos quedáramos en esa conclusión.
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Desde luego, tal como lo entiende un aficionado, el rigor taurino puede ser mejorable. De hecho, no siempre ha sido como ocurrió en los pasados Sanfermines; hubo épocas, y no tan lejanas, que los criterios que imperaban resultaban más estrictos. No sólo porque, como decía el viejo maestro, “la Fiesta cambia como cambia el país”, sino porque el mundo taurino siempre resultó muy cambiante, ya fuera por las modas, ya por el propio hecho de quienes mandaban en el escalafón. 
En Pamplona y en el último lugar de plantea de los toros.
Pero es que las fiestas en honor de San Fermín tienen una personalidad diferente, que en nada puede ser comparable con otras. Cuentan con un perfil propio y distinto, pero completamente necesario para la Tauromaquia en su conjunto.

Y así, la Feria del Toro es realmente eso: una exaltación del toro de lidia. Por su presencia, a veces descomunal, pero sobre todo porque ese animal único constituye la columna vertebral de cuanto sucede cada año entre el 6 al 14 de julio. Hoy, la exaltación del toro en toda su integridad, en su concepto más auténtico, de por sí ya constituye un valor a preservar. Por eso le cuadra tan ajustadamente el nombre que recibe este abono, por el que ya se diferencia de todos los demás que se organizan en una temporada.
Luego, es evidente, en la plaza vivimos dos realidades diferentes, separadas por la barrera que va del sol a la sombra. La solanera, con sus peñas --que son indispensables--, es básicamente festiva: el personal va a pasarlo bien, por lo que ocurre en el ruedo, o por las mil formas que tienen de divertirse, que van desde el  “soy una chica ye-ye….” hasta la tradicional merienda, siempre copiosa y variada. Luego, cuando en la arena ocurre un hecho notable, se vuelcan ardorosamente con su protagonista.
 Pero estamos por escribir que si se sobrepasan en entusiasmo, la responsabilidad no es suya, sino del palco presidencia que no marca, aún a costa de una bronca, un camino de mayor prudencia.
En la sombra, en cambio, se reúne un altísimo número de buenos aficionados por metro cuadrado. Se diría, incluso, que en mayor medida que en otras plazas que se tienen por muy serias. Qué por el ruido ambiental sus voces se oyen menos, desde luego. Pero eso no quiere decir que carezcan de criterio, como al concluir la faena se comprueba con la valoración que hacen de la actuación del torero y de la calidad del toro; este año, la faena de Antonio Ferrera, por ejemplo. De hecho, pasan a ser decisivos a la hora de conceder un premio.

Con la excusa de que en esa Monumental “hay mucho ruido”, en los tiempos modernos algunas figuras desertan de antemano del compromiso pamplonés. Dicho linealmente: se equivocan. La Feria del Toro constituye un elemento esencial para quien quiere ser figura sin asomo de duda. Lo ha sido siempre, a lo largo de la milenaria historia del toreo; lo es igualmente en la actualidad.
De hecho, ese ruido ambiental, toda esa jarana, tiene también sus antídotos. Es pública y notoria la aguja de marear para hasta el ruedo toda la atención, resulta hasta es lineal y nunca falla. Bastan tres emotividades iniciales para conseguirlo; después, admiran como en cualquier otro sitio el toreo de siempre. Pero a lo mejor lo que de verdad pesa no es el ruido, sino el tipo de toro que se lidia, porque Pamplona no ha abdicado de traer a su plaza siempre aquellos que forman la cabeza de la camada, incluso cuando se trata de las ganaderías predecibles.
 La pasada feria fue un buen ejemplo de ello.
Llegados a este punto cabría discutir si ese tipo de toro sólo puede construirse a base de la edad, como pasó en los pasados días, con tanta abundancia cinqueños muy pasados. Miura echó una corrida soberbia de presencia y todos eran cuatreños. Acudir por sistema, como se hace ahora, a ese criterio de los años representa un riesgo: que el ganadero lo utilice, sin ninguna otra razón selectiva, para limpiar su dehesa de esos toros que quedaron del año anterior y que por otra vía no tendrían otra salida que el Matadero o las fiestas
populares en las calles.
Se dirá, y lamentablemente es cierto, que tal como anda la Fiesta, cuando en febrero ya se conocen carteles hasta para el mes de septiembre,  asumir unos valores toristas tan exigentes como los de Pamplona, tienen  luego pocos réditos en lo que queda de campaña.
Desde luego, salvo para volver a los siguientes Sanfermines, un triunfo en esta Monumental no trae de suyo nuevos contratos, sencillamente porque las siguientes ferias ya están cerradas.
 Pero eso ocurre con Pamplona y con cualquier otra feria: el mérito, el triunfo, ha dejado de ser la razón fundamental para sumar contratos.
 El ejemplo es evidente: Pepe Moral pegó un zambombazo en Sevilla con la corrida de Miura y tan sólo la Casa de Misericordia pamplonesa lo tuvo en cuenta. En esto, quienes componen, de forma altruista, la empresa que monta los Sanfermines resultan modélicos, por no decir que únicos, con la sola excepción de algunas plazas francesas.
En suma, una oreja de más o de menos, un jolgorio  de más o de menos, resultan irrelevantes frente a las aportaciones que esta Feria del Toro y cuanto le rodea aporta a nuestra planeta taurino.
A estos componentes positivos hay que sumar otro no menos importantes.  Con Hemingway y sin él, los Sanfermines tienen la enorme virtud --como diría un pedante-- de colocar en el mapa a la Fiesta; que el personal venga desde Australia, nuestras antípodas, para participar en unas fiestas que se nuclean en torno al toro bravo. 

Tan es así que incluso abusiva y peligrosamente, sirven a la empresa turística para captar clientes lejanos. Siempre tuvo un valor, pero cumplir en estos tiempos tal misión, encierra un valor incalculable.
Por eso, preocupa --y así debe ser-- que en los últimos años cuanto rodea a los Sanfermines se haya visto envuelto en cuestiones que nada dicen con la Fiesta. Por ejemplo: que por los abusos de unos muy pocos, haya sido necesario montar todo un sistema de protección frente a agresiones sexuales, o frente a los excesos con el alcohol, constituye un dato muy dañino; resulta muy lamentable que estos hechos, completamente censurables pero muy minoritarios, hayan sido motivo para tanta noticia como se ha difundido.
 Bien pueden considerarse como toda una verdadera contraprogramación, que las autoridades hacen bien en cortar, tanto por los hechos en sí mismos, como por el daño que causan a la imagen y el prestigio de Pamplona, y por extensión a la propia Tauromaquia universal.

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