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viernes, 13 de julio de 2018

Angustiosa reaparición

FERIA DE SAN FERMÍN.

La fugaz reaparición de Pepín Liria en Pamplona pudo acabar mal, muy mal.
 Primero, porque el tiempo no pasa en balde (10 años fuera de los ruedos son muchos); y segundo, porque el murciano es torero encastado e inconformista, y, por último, porque demostró ser un imprudente en grado sumo. La reaparición pudo acabar en drama, y solo un milagro permitió que hoy pueda sonreír felizmente. Pero la angustia ahí queda.

Todo sucedió al final de la faena de muleta al cuarto de la tarde. En vista de que su labor -con más entrega que hondura, decidida, atolondrada y bullanguera-, no calaba en los tendidos, Liria decidió hacer un desplante de rodillas de espaldas a escasa distancia del toro. El animal hizo por él, lo levantó por los aires y el torero cayó a la arena de cabeza en una feísima voltereta; segundos después, tras cobrar una estocada, el toro le dio un arreón, lo persiguió por media plaza y aún no se sabe cómo no lo enganchó de nuevo. En fin, que el bravo Pepín solo salió dolorido del envite mientras los tendidos rugían de emoción por la congoja vivida y pidieron con vivo entusiasmo las dos orejas para el torero. Con buen criterio, el presidente no hizo caso y solo concedió una.
La verdad es que, por un lado, honra a Liria su decisión de comparecer en Pamplona -también es cierto que le quita un puesto a otro compañero con deseos de abrirse camino-, y, por otro, quedó claro que fue un heroico y muy respetable torero que guarda oficio y vergüenza, pero que poco puede aportar a estas alturas a la fiesta de los toros.
Recibió a su primero con entrega juvenil: dos largas cambiadas de rodillas en el tercio, dos verónicas, tres chicuelinas, una media también de hinojos y una larga. Fue una enérgica carta de presentación que después se reduciría a varias tandas de muletazos despegados y precavidos ante un primer toro con poca clase que exigía un mayor compromiso.
Muy bien comenzó la faena al cuarto, con un pase cambiado por la espalda en el centro del anillo. La noble y templada embestida del toro le permitió torear con más serenidad, pero su tauromaquia no consiguió enganchar al festivo público pamplonés. Como no quería irse de vacío decidió cometer una seria imprudencia que pudo costarle muy caro.
Más recatados se mostraron El Juli y Ginés Marín ante toros supuestamente dificultosos que exigían oficio, mando y compromiso. Ni uno ni otro se comprometieron en demasía; el primero, sobrio y solvente ante su primero, y conformista con el quinto, ante el que dibujó algunos naturales estimables. Marín lo intentó ante el noble tercero en una labor sin enjundia, y nada pudo hacer ante el deslucido sobrero.

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