POR : Fernando Fernández Román
En estos días de volcánico ajetreo electoral, dejen a los toreros y a los taurinos que se manifiesten en libertad y a los políticos que acudan a los actos públicos o privados que les venga en gana, que es lo mínimo que se debe pedir en una sociedad medianamente equilibrada. No mezclen el insulto procaz –o la amenaza de juzgado de guardia, que de todo hay—para tratar de apoyar o derruir una determinada opción política, porque esto va de futuro de país, de herencia inmediata para futuras generaciones.

Ahora que tenemos una figura rutilante como Andrés Roca Rey, que podemos disfrutar de toreros de probada genialidad y arte indiscutible, de contar con el aliciente de la vuelta de José Tomás y otros compañeros de su quinta, además de una pléyade de nuevos valores de indiscutible (e inescrutable) proyección, cuando también contamos con una cabaña brava sin parangón en el reino animal, ¿van a venir los paladines de la izquierda más o menos radical y sus afines coleguis, probados odiadores de todo lo que huela a España, con prevenciones acerca de quién vota a quién?
Unos y otros, háganse a un lado, por favor. Tengamos la Fiesta en paz.

Acusan al adversario ideológico de influir en la voluntad de los aficionados a los toros para teledirigir su voto. Lo que nos faltaba por oír. No solo pretenden ridiculizar a los toreros que entran en política, sino que denostan y demonizan a quienes les dan cobijo: ¡Torero, muérete! o ¡Derecha, torera y fascista!, gritan las santas y democráticas gargantas de quienes se aposentan al otro lado del río, del río revuelto de una España cada vez más seccionada, partida en dos por el espinazo, en sentido vertical.
Es un cariz desconocido hasta el momento en nuestra Historia. Jamás la Tauromaquia tuvo naipe que esgrimir en el juego de la política, o al menos no ha interpretado rol alguno en un tapete tan resbaladizo. Los que saben de esto –de la Historia objetiva, limpia, pura y dura— dicen que el panorama es muy similar al del año 1934, cuando se estaba incubando el fragor del guerracivilismo. Muy desmesurada me parece tan funesta comparanza, la verdad. Quita, quita…
En cualquier caso, llegados a este punto, me parece oportuno recordar que en la España de aquéllos quemantes años, la Tauromaquia resplandecía en España con el fulgor del magisterio de Domingo Ortega en los ruedos y, especialmente durante ese año 34, con la vuelta a ellos de Juan Belmonte y Rafael el Gallo, bien financiados ambos por la suculenta exclusiva (25.000 pesetas por corrida) del empresario Eduardo Pagés.

Se vio normal, lógico, incluso plausible.
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