Por Santi Ortiz
El toreo es
una especie de cofre mágico en cuyo interior conviven los más variados
objetos. En él, podemos encontrar sinfonías, poemas, tratados de lógica,
misterios, hazañas imposibles, decadentes vulgaridades, mentiras,
verdades, trucos de magia, aire puro o viciado, e igualmente horrores,
dolor, sangre, heridas y muerte. La cara y la cruz de la condición
humana enfrentadas al espejo inmisericorde de un animal fabuloso, cuyo
instinto de lucha le lleva incluso a superar la vida.
Este
miércoles, 22 de mayo, en ese volcán siempre en erupción que es la plaza
de Las Ventas, Andrés Roca Rey se atrevió a levantar la tapa del cofre.
Siempre fue ésta una operación peligrosa, puesto que, liberadas las
piezas de su interior, nadie sabe a priori la que te puede saltar a la
cara. Sin embargo, cuando se aspira a dejar grabado con letras de oro tu
nombre en los anales de la Historia, no hay más remedio que asumir ese
riesgo y pechar con lo que el destino haya tenido a bien ofrecerte.

Cuando, doblado sobre el pitón, lo alzó del suelo, creí que le había
hundido en la tripa el cuerno hasta la cepa. No fue así por fortuna,
aunque el gesto de dolor contenido del diestro me hizo suponer, como
después se confirmaría, que iba herido. La reacción de Roca no pudo ser
más gallarda ni más torera. Sin mirarse, ajeno a dolores y paliza, citó
al bruto en los medios para dibujar con quietud y convicción un quite
por chicuelinas epilogado con revolera que devolvió las cosas a su orden
natural; esto es: aquí el que manda es el hombre, y el toro a obedecer.

El borrón del bajonazo no podía poner
en entredicho el poderío y la heroica actitud de Roca, pero a la vista
de lo menguado de la respuesta del tendido, Madrid no se enteró.

Y eso fue lo que hizo.
Tras aguantar la operación a
que fue sometido con anestesia local, remendado el vestido con tiras de
vendas, se enfrentó a la negra y cinqueña mole de “Maderero”; un astado
que hizo pelea de manso de libro en el primer tercio, saliendo de naja
en la primera vara y tomando la segunda del piquero de puerta.
A esas
alturas nadie veía en él un toro de triunfo,
Pero Roca no estaba para pararse en minucias.
Se fue a los medios, brindó al público y sin moverse del husillo citó al
toro para cambiarlo por la espalda.
En esa elección de terrenos comenzó
a fraguarse el éxito del torero, pues en los medios, olvidado de tablas
y querencias, el toro se puso a embestir como una máquina imparable,
cuyas oleadas aguantó Roca para que el respetable comenzara a sentir los
primeros efectos del seísmo que habría de venir al punto de conmover
los cimientos del templo venteño.
Con el burel embistiendo codicioso y
el diestro girando sobre los talones, Roca ejecutó, primero con la
derecha y luego con la zurda, ese toreo suyo de mano bajísima y muleta a
rastrera que nos lleva al sentimiento la percepción de la profundidad;
ese toreo suyo que embarca muy delante, conduce la embestida –y conducir
es más que acompañar– y se remata cuando el brazo ha dado todo de sí y
aún prolonga el pase la cintura, llenándose de hondura. Para remate,
alzado como un solemne y grandioso arco del triunfo, ese pase de pecho
personalísimo que rubrica cada tanda con marchamo de cante grande.

A esas alturas, el volcán bramaba a sus pies.
Madrid había sido conquistada. Sólo faltaba la suerte suprema.
Pero en
esas tesituras a Roca no se le escapa el triunfo. Citando muy en corto,
como acostumbra, metió la muleta en el hocico del toro, esperó que
bajara la cabeza para descubrir la muerte y a por ella se fue como una
vela enterrando el acero en el hoyo de las agujas. Morir el toro y
nevarse la plaza de pañuelos fue simultáneo. Dos orejas rotundas e
incontestables y una salida en hombros apoteósica.
La
primera batalla isidril, a sangre y fuego, pero también a arte e
inteligencia, estaba ganada.

De momento, ahí queda eso. La verdad de su toreo se
ha impuesto de nuevo; una verdad insobornable que viene pidiendo paso
con una fuerza incontenible. Y hay que dárselo…
¡Paso a la verdad!
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