POR SANTI ORTIZ.
El toreo es un espacio para que los toreros remonten precipicios y den calma a la fiebre que un día los hizo presos. El estremecimiento de la audacia y el cielo, de bordados de oro buscando las alturas, planea sobre la negra montera de los sueños para domar las olas encrespadas del miedo. Un silencio surcado con luz de primaveras asciende enardecido sobre la piel del mundo, hasta ver que la capa convierte en armonía el reloj perezoso que late en sus muñecas.
El toreo es un trueno en el sol de la tarde, cuando el alma desnuda, sin muros ni barreras, toma feliz altura sobre la muerte astada espantando el recuerdo de un pasado de hambre. Cuando al son de la brisa se bordan naturales, la efímera cadencia del alfa y el omega queda fijada y quieta en el brillar sonoro, rugiente, de los oles. Un fuego sin cenizas, que sólo deja glorias, inunda el horizonte redondo de la plaza, mientras, por el albero, permanece sumisa la bravura burlada.
El toreo es una mariposa de luz estremecida posada entre un espanto de bravura salvaje y un sentir constreñido a unas reglas morales. Una amplia colección de seres rotos, jalonan sus estelas, para dejar constancia del pedernal que fluye por su sangre. Astas y estoques hacen empinada la senda. Y las viejas guitarras levantan como gotas un rasgueo de sonidos dentro del aire inmóvil vestido de alamares que aguarda a que la muerte se venga a sus alcances. Una voz poderosa que le viene de antaño le marca la salida. Y la mariposa de luz reemprende el vuelo siguiendo jubilosa su camino.
El toreo es una geometría de compases y ejes; voluta helicoidal, foco de hielo en torno al que discurre la embestida. Óvalos y espirales dibujan en el aire su hermosura, alzando en la retina arquitecturas que alientan entusiasmos y emociones. Y es el rizo crespo de la muerte el que tira los dados de la suerte embistiendo con codicia homicida. Arrimarse a la ojiva de las astas, como un huso enhiesto en la contienda, cimbrando la asíntota furiosa alrededor del talle de sus sueños, es la firme victoria de la vida y el arcano dintel de su misterio.
El toreo es una sangre que llueve hacia los cielos, pidiendo valentías en lugar de caretas. Heridas en el lacre furioso del morrillo; heridas en las carnes abiertas del espada. Heridas en las sombras que destilan luceros y heridas invisibles que ensangrientan el alma. Heridas que son campo para la cirugía, y heridas que dan muerte y pudren la mirada, sin que nadie se entere como no sea a la larga. La bestia se ejercita sobre su sangre brava y es orgullo torero su sangre derramada: rojo perfil hispano que el rito vuelve calma.
El toreo es una flor que demanda poetas que acompañen su música, que pueblen de palabras el libro de su arte. Espejo Alberti, espejo Federico, Miguel Hernández, espejo, Gerardo Diego, espejo, espejos tantos otros, que reflejan el alma humana del toreo, que cantan su grandeza, que tiritan de asombro ante su inmensidad, que se pueblan de musas contemplando su musa y acaban fascinados viviendo su locura. Con la verdad del verso, con claridad de agua, han dejado sus huellas –poesía enamorada– toreando en la esperanza.
El toreo es un tronco abrazado a la tierra, con sus viejas raíces llenas de tradiciones. Es el sudor oscuro que le queda a los siglos después de depurar lo mejor de su entraña. Terco tronco, de robusta armadura en una tierra estoica, residencia de luchas, de valor y proezas, asido firmemente al suelo de la historia, decidido y resuelto contra los huracanes que nos llegan de fuera dispuestos a arrancarnos de cuajo las entrañas. Tronco feraz, para trepar por él de cumbre en cumbre, para volar altivos debajo de la tierra. No permitamos nunca que nadie nos lo robe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario