POR SANTI ORTIZ.
España, no cabe duda, es diferente. Siguiendo el cauce carpetovetónico que nos conecta desde que celtas e iberos ligaron sus sangres hasta la Celtiberia show, que tan acertadamente ilustrara Luis Carandell a principios de los años 70, no hemos dejado de ser “otra cosa” hasta el día de hoy. La política, valga por caso, constituye un ejemplo señero de nuestro peculiar modo de hacer y de sentir al haberse convertido en una sempiterna sucesión de carnestolendas, donde el disfraz, la máscara, el engaño y ese arte de la tropelía que, según Cervantes, consiste en hacer parecer una cosa por otra, afinan día a día su peritaje a extremos de dejar en meros aprendices a los pícaros, rufianes, bribones, mangoneadores, tunantes, pelagatos y ganapanes que en el mundo han sido.
Con una economía tan saneada como la que hoy tenemos; con todos los retos originados por la pandemia perfectamente controlados, revertidos y dotados de las soluciones pertinentes para que dejen de ser problema; con la bonanza y estabilidad que impulsa al país por los derroteros del mejor futuro, el Gobierno ha decidido que era el momento idóneo para hacer suyo ese dicho del refranero, según el cual “donde comen dos, comen tres” y con la magnanimidad que lo caracteriza se apresuró a alumbrar uno de los gabinetes más poblados de la reciente historia de España, con 22 ministros, 4 Vicepresidencias y una exorbitante mesnada de altos cargos en perfecto estado de revista para cumplir sus funciones en pro de sus benefactores y del establecimiento y progreso de la nueva España por venir.
Lo malo es que, mientras que en el refranero, ese “donde comen dos, comen tres”, llevaba implícito un sacrificio solidario –cada uno cedería parte de su comida a fin de que otro más pudiera alimentarse–, aquí engrosar el número de los que “comen” no se hace a costa de reducir el salario de los otros, sino de incrementar la factura de gastos, lujo que, al parecer, como vamos viento en popa a toda vela, nos podemos permitir.
Un porcentaje considerable de estos altos cargos son nombrados a dedo, de aquí que Pedro Sánchez y su Vicepresidente segundo, Pablo Iglesias, sufran calladamente una fuerte tenosinovitis estenosante por sobreesfuerzo en el dedo índice de tanto señalar a los agraciados. No contentos con eso, se han dado a convertir la excepción en moneda de uso corriente imponiendo que 35 directores generales de los 133 puestos disponibles no sean funcionarios de carrera, como sólo por exceptuación admite la Ley; abuso desencadenante de la querella interpuesta ante el Supremo por la Federación que representa los intereses de los cuerpos superiores del Estado, para que anule todos los nombramientos de este tipo.
Uno de estos directores generales, nombrados a dedo y sin la condición de funcionario, es el ilustrísimo animalista, egregio vegano, distinguido activista de Podemos y categórico ultra antitaurino, don Sergio García Torres, a quien el vicepresidente Pablo Iglesias –en ciertos ámbitos conocido como el Buscón de Galapagar– le ha otorgado la Dirección General de los Derechos de los Animales, con el modesto estipendio de unos 80.000 euros anuales en bruto, que, naturalmente, tendrán que salir de nuestros bolsillos.
Lo más hilarante del caso –si es que aún nos quedan ganas de reír–, no es que el mencionado don Sergio tenga por profesión la de técnico superior en Artes Aplicadas a la Escultura, actividad que posee la misma afinidad con el desempeño del cargo para el que ha sido nombrado que la que podría establecerse entre una palangana y un bonsái; no, lo más celtibérico es que lo han designado Director General de nada, puesto que los derechos de los animales sólo existen como entes de razón en la mente de algunos recalcitrantes animalistas y no están contemplados en ningún ámbito jurídico.
Sin embargo, España es diferente. Como dijo la genial Lola Flores: “Este es un país divino, pero un poco rarito”. Tanto que contempla con absoluta naturalidad que todo un Vicepresidente del Gobierno se invente de la manera más arbitraria nada menos que una Dirección General bajo el epígrafe de algo completamente inexistente.
Dejando a un lado el incorregible vicio de mentir en internet y las redes sociales que tienen los animalistas, en las que, con total descaro, siguen insistiendo que existe una Declaración Universal de los Derechos del Animal aprobada por la ONU y la UNESCO, cosa que es ¡ROTUNDAMENTE FALSA!, pues ninguno de los dos organismos se ha pronunciado siquiera descendiendo a votar el asunto, es necesario situarnos en el sentido común para poner en evidencia que un ser al que no se le puede pedir responsabilidad alguna por sus actos jamás puede ser sujeto de Derecho.
El Derecho nace como instrumento del ser humano para la regulación de sus relaciones de convivencia, lo que, ya de por sí, excluye la posibilidad de que un animal entre a formar parte de un código de conducta en el que se establecen derechos y deberes. Los animales no pueden soportar ningún deber legal ni someterse a las responsabilidades sociales o ser considerados legalmente responsables de sus acciones, por eso no pueden ser sujetos de derecho. Otra cosa muy distinta es que el hombre regule voluntariamente su relación de convivencia con ellos, pero eso no otorga a los animales derecho alguno.
Las fuentes del ordenamiento jurídico español son, por este orden, la ley, la costumbre y los principios generales del derecho, atribuibles todas exclusivamente a las personas, no a los animales. ¿Podría un animal estar sujeto a los derechos y deberes respecto a nacionalidad, filiación, matrimonio, obligaciones contractuales, patria potestad, tutela, administración de bienes, derechos de propiedad, capacidad de gozar o de obrar o ser responsable penal o civil de su conducta?... Rotundamente, no. De ahí, que el invento de “Derechos de los Animales”, que el señor Iglesias se ha sacado de la manga para que su paniaguado medre haciendo su labor de zapa en contra del toreo, sea una ladina cabildada insostenible y condenable desde cualquier punto de vista legal.
Para que vayamos haciéndonos idea de con quién nos la jugamos, Sergio García Torres es un apóstol del fanatismo animalista que llegó a decir que beber leche era maltrato animal. ¿Por qué? Porque esa leche se la estábamos robando a un ternero. Así lo colgó en las redes. Luego, alguien de su facción política se ruborizaría y viendo la inconveniencia de esta boutade, le aconsejó quitarla y la quitó. Pero de su pensamiento, que se sepa, no la ha quitado nadie.
Este “enchufado” presentó una ponencia el pasado día 18 en Castellón donde habló de los objetivos y propuestas del organismo que dirige y no tuvo reparos en afirmar que una de sus metas era el fin de la Tauromaquia y que, si por él fuera, ya la habría suprimido, pero que no podía hacerlo todavía –¡ojo, con el “todavía”!– porque era Patrimonio Cultural. Más claro, el agua. En cuanto a sus propuestas, animó a la gente a que recogiera 500.000 firmas para presentar una Iniciativa Legislativa Popular (ILP) encaminada a suprimir los toros, añadiendo, con jactancia de iluminado, que la primera firma sería la suya.
Desde luego, no se le puede acusar de que ande con tapujos, por eso espero que a éste no se le vayan a mandar serviles cartitas de buena voluntad pretendiendo hacerle cambiar de opinión. Bastante ridículo hemos hecho ya. Con don Sergio, sólo cabe ponerse la armadura, subirse al caballo, ajustarse el yelmo y arremeter contra él para correr lanzas a la más pura usanza de las justas medievales. Con un enemigo confeso, no caben contemplaciones. Civilizadamente, pero con total firmeza, hay que ir a por él y a por el “señorito” que nos lo ha colado. Porque, para más inri, esta labor destructiva contra la Tauromaquia, la están haciendo desde dentro de la propia Administración del Estado, contraviniendo el artículo 46 de nuestra Constitución, que impone a los poderes públicos la obligación de garantizar su conservación y promover su enriquecimiento, y más concretamente del artículo 5 de la Ley que regula la Tauromaquia como Patrimonio Cultural, el cual señala: “es competencia de la Administración General del Estado, garantizar la conservación y promoción de la Tauromaquia como patrimonio cultural de todos los españoles, así como tutelar el derecho de todos a su conocimiento, acceso y libre ejercicio en sus diferentes manifestaciones”.
Lejos de acatar la ley, a lo que como miembro del Gobierno moralmente estaría aún más obligado, el Buscón Iglesias, disponiendo del dinero de todos los españoles, coloca a sus peones e intriga para promover la abolición del toreo; esto es: para hacer radicalmente lo contrario de lo que la legalidad le obliga. Y lo perpetra con total impunidad, en un país cuyas tragaderas, a fuerza de comulgar con ruedas de molino, se han vuelto descomunales e ilimitadas.
No cabe decir más. Tenemos dentro de casa un enemigo –al que pagamos entre todos– a la caza y captura de la menor oportunidad para dinamitar uno de los bastiones más emblemáticos de nuestro Patrimonio Cultural, como es el toreo. Ese es su objetivo y encima cobra por ello. Espero y deseo que hagamos algo para impedírselo, porque de tancredos y tancredismo, quien esto suscribe está ya hasta las gónadas.
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