Por SANTI ORTIZ.
A punto de desprenderse la última hoja del calendario de 1997, desde la atalaya del “cerrado del tabaco”, su querencia campera, Jaime de Pablo Romero, entre caladas del pitillo, repasa con ojos de nostalgia la planitud de la marisma empedrada de un silencio que de cuando en vez quiebra el reburdeo de un toro. Taciturno, deja que sus miradas se enrosquen en las encinas del recuerdo, con ensueños de garrochas, encierros y tentaderos.
Era la despedida, el adiós a una finca y una vida a las que había entregado más de tres lustros de ilusiones. El punto final a un legado de más de un siglo de glorias y desvelos donde el nombre de Pablo Romero había enseñoreado por los ruedos de España la boca de horno de pan de su hierro y su divisa –claridad de cielo de marisma y alba paloma del Rocío– azul celeste y blanca, como señas de su prestigio.
Ha llegado la hora de entregar las llaves, el ganado, la finca de Partido de Resina, la memoria, la fama…, todo menos dos cosas: el nombre de Pablo Romero y el cambio de conocedor, pues los Muñoz han estado ahí desde hace cinco generaciones y Manolo Muñoz, bisnieto del primer mayoral que tuvo Felipe de Pablo Romero, debe continuar en su puesto para que el trato se lleve a efecto.
Recuerda cuando asumió sobre sus hombros la pesada carga ganadera que creara su bisabuelo Felipe, que pasara a su abuelo, Felipe de Pablo Romero y Llorente y de éste a sus hijos Felipe y José Luis, su padre –que es quien le dio a la vacada el mayor prestigio–, y, finalmente, a su hermano Felipe, muerto prematuramente en 1979. Entonces, estaba empleado en la Caja de Ahorros de Sevilla y, cada día, al terminar la jornada laboral, engullía un bocadillo, se montaba en su dos caballos y tiraba para el campo a fin de irse poniendo al día de un asunto sobre el que no tenía ni zorra idea. Tras años con este itinerario, decide hacerse ganadero, aunque para ello tuviera que empeñar su sombra y la de su esposa y quedar cautivo de los bancos.
Cuando la cogió, la ganadería se asfixiaba bajo un concurso de tinieblas. A la flojedad que volvía trapos las patas de sus toros, se unía una falta de casta que amenazaba con tirar por tierra todos los lauros conseguidos antes. Los libros de ganadería estaban incompletos y era tal su impotencia, que veía cómo sus esperanzas tomaban el rumbo del osario. Menos mal que, en este tiempo de cenizas, contaba con un salvavidas para intentar salir a flote del naufragio: el mayoral Manolo Muñoz, cuarta generación de una saga de conocedores que habían unido su apellido al de Pablo Romero. Desde el inicio de la ganadería sólo las manos encallecidas de riendas y garrochas de este apellido habían dirigido el complicado manejo de los majestuosos toros cárdenos.
Fue una lucha titánica, buscando rememorar aquellos días de gloria, que empezaron el 9 de abril de 1888, al lidiar por vez primera en la plaza de Madrid. El cartel lo componían Lagartijo, Manuel Hermosilla y Guerrita, y don Felipe mandó un sexteto de toros (“Remendao”, “Cuchillero”, “Capa-negra”, “Pollero”, “Figuerito” y “Chato”, según orden de lidia) del que sobresalieron segundo y sexto, a los que alabó la Prensa afirmando que difícilmente iban a ver dos toros más bravos en esa temporada. El envés de esta cara fue la corrida con que la divisa celebró el centenario. El día de San Isidro de 1988 dejó un gusto acíbar en las papilas de la memoria. Dos toros rechazados en el reconocimiento y otro devuelto a los corrales a petición del público dejaron la corrida en la mitad y ésta, muy justa de fuerzas y protestada por sus caídas, aunque exhibiendo su proverbial belleza, ni propició el triunfo de Ruíz Miguel, Nimeño II y José Antonio Carretero, la terna encargada de lidiarla, ni satisfizo al respetable. Y menos que a nadie al ganadero.
Jaime ve como todo se va hundiendo pozo abajo. Pese a su abnegado empecinamiento, a su insobornable voluntad por dar lustre al hierro y mantener viva la vacada, no encuentra recompensa en parte alguna. Sólo el árbol de la amargura le cobija, y el fiel Muñoz, con quien comparte estudios, rifirrafes, trabajos y tristezas. En doce años, levanta tres placitas de tienta: una en La Herrería; otra de troncos de eucaliptos en Partido de Resina y, finalmente, la actual que hoy existe en el mismo lugar. Busca recuperar el tipo, la vivacidad, la encastada bravura de los pablorromeros, pero se pierde en los caminos de la herencia y no consigue desentrañar el enigma que tejen las sangres de Vistahermosa, Hidalgo Barquero, Vicente José Vázquez, Jijón, Gallardo y Cabrera, ladrillos fundadores de la ganadería.
Sólo quien ama vuela; pero el amar no garantiza el vuelo. Jaime de Pablo Romero ama su locura, siente en el corazón el alimento de sus raíces de trigo; sin embargo, por más que busque el ascender, naufraga. Falta oxígeno para tender las alas y, para colmo, la terrible sequía de los años noventa. 1993, 94 y 95, fueron calendarios de sed para el campo y la vida. ¡Hasta las encinas atrofiaron sus ramas! Ahí ya no pudo más. Esa fue la puntilla. El ganadero echa entonces, en el mar de la Fiesta, la botellita con su S.O.S., pero sólo el silencio le devuelve su eco. Ya no hay nada que hacer. Hay que entregar las armas. Y viene un comprador como una luz en medio de la niebla. Y se principia un comienzo de trato. Y es entonces cuando desde Francia le llega un banderín de enganche al que se suman aficionados de todo el planeta para evitar que venda a cambio de crear una Fundación que ponga el dinero necesario para seguir viviendo. Fue un intento hermoso, pero insuficiente. Los fondos obtenidos no alcanzaban el mínimo. Y Jaime de Pablo Romero –malherido su corazón con canas– no tiene más remedio que claudicar vendiendo.
Y ahí he querido pintarlo, despidiéndose de lucios y lagunas, de sus caños, vetas y arrozales; de sus toros hermosos, de anchos pechos y robusta culata, pintura viva de una raza totémica; del caballo valiente; del águila imperial y del milano, de espurgabueyes, garzas y flamencos; de sus almajos y vastos pastizales. Una vez archivado en el alma el paisaje, se llena los pulmones de marisma, coge su coche y ya no mira atrás.
El pasado, 1 de septiembre, como ese día de toros y marisma, Jaime de Pablo Romero se despidió para siempre de la vida. “Perder hasta perder la vida/ es vivir la vida y la muerte”, escribía el gran Neruda. A sus ochenta años, esa lección nos dejó el hombre, el ganadero, el caballero de exquisito trato, que cayó en el silencio mucho antes de que emprendiera su marcha hacia el destino. Para él, se terminaron los lamentos y sólo queda nuestro reconocimiento por su amor a su linaje y al toreo.
Descanse en paz y viva su memoria.
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