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lunes, 10 de octubre de 2016

La dura vida de los toreros proletarios

Por Juan Pelegrín.
Son la cara B de los ruedos: matadores que se juegan la vida, pero no llegan a fin de mes. Se ganan el sueldo de albañiles, vendedores, camareros...
Feria de San Isidro, un mes de toros. Al final de una tarde cualquiera, un taxista espera para cargar frente a la Puerta Grande de la Monumental madrileña. Cuando arranca con su cliente, subiendo hacia Manuel Becerra por la calle de Alcalá, un pensamiento no se le va de la cabeza: «Qué pensaría ese señor si supiese que yo soy matador de toros, que he estado toreando ahí, en la Plaza de Las Ventas», remata con una media melancólica.
El taxista es Alberto Lamelas (Cortijos Nuevos, Jaén, 1984). Tras tomar la alternativa en mayo de 2009, tardó cuatro años en confirmarla en Las Ventas. Hasta este mes de septiembre llevaba más de dos años sin pisar un ruedo en España, aunque sí que se ha vestido de luces en Francia. ¿Por qué? «Es impensable que en Francia las condiciones económicas sean malas. Impensable. Allí se me ha respetado y por eso me he vestido allí de torero».

¿Y en España?
Aquí las condiciones que me han ofrecido no eran las más oportunas.
Silencio.
Fiestas, grandes coches, intelectuales y hermosas mujeres revoloteando alrededor de los toreros que pasan el día en sus fincas. Ése es el estereotipo que se nos viene a la cabeza cuando pensamos en un matador. Pero nada más lejos de la realidad: muchos tienen que completar sus ingresos con los oficios más variopintos. Hay camareros, albañiles, vendedores, recolectores de aceituna...
Ésta es la vida fuera de los ruedos de los toreros obreros.
El propio Alberto Lamelas vio en 2011 que la situación era insostenible y tomó una decisión: «No se puede vivir del aire y yo me sentía como un vago al depender casi al 100% de mi familia, así que decidí dar el paso de tener un taxi y no me arrepiento para nada». Este trabajo, asegura, le ofrece la libertad que necesita: «No es una empresa donde tienes que fichar de ocho a tres, no me quita ni un segundo de mi dedicación al toro».
Para entender la decisión de Lamelas, hagamos las cuentas. En las plazas de tercera categoría, donde los matadores más modestos forjan sus breves temporadas, el salario mínimo, fijado en el BOE, es de 9.944 euros. Una vez ejecutadas la estocada del IRPF y el descabello de la Seguridad Social, al torero le quedan 7.716 euros. Mientras tanto, los gastos, también según el boletín, alcanzan los 8.153 euros. Es decir, que a un matador del grupo C que cobre los mínimos -lo más habitual-, le puede costar 437 euros jugarse la vida en una corrida.
Todo esto en un mundo ideal. Porque cuando Alberto Lamelas afirma que las condiciones que le han ofrecido no son «las más oportunas», está diciendo que en algunas plazas no le han ofrecido, ni siquiera, los mínimos establecidos por la ley. Es decir: que vestirse de torero, aguantar las embestidas del animal, jugarse sus muslos, someterse a los caprichos del público y tener a su familia en vilo mientras dure el festejo le habría salido todavía más caro.
Bronca.
Raúl Cámara (Colmenar de Oreja, Madrid, 1990), novillero, pone cifras al fenómeno: «Holgadamente del toro viven una mínima parte de matadores, ni el 20%... Los 10 primeros del escalafón me atrevería a decir... La gente piensa que los toreros tenemos mucho dinero. Y no. Cuando toreas te ofrecen, con suerte, los mínimos y con eso no te queda nada». Pase del desprecio: «Si además viene la televisión y te quitan la comisión, entonces te cuesta dinero vestirte de luces».
Cuando la crisis se llevó por delante su negocio familiar, Cámara se familiarizó con términos como inteligencia financiera o network marketing. Hace unos años tuvo que meterse a trabajar como vendedor para una firma de productos de nutrición. Ahora es socio de dos tiendas y se dedica a formar a otros comerciales que le generarán beneficios por cada una de sus futuras ventas.«Esto es algo temporal», espera. «Dentro de unos años me generará unas buenas cantidades y podré dedicarme al 100% al mundo del toro».
Harto de las ofertas a la baja para torear, Cámara decidió no pisar este año los ruedos. «El problema es que antes se quería torear para hacerse rico y ahora hay que ser rico para poder torear», denuncia. «Cuando un torero va por debajo de los mínimos, lo que está en juego es la supervivencia de la profesión. Por eso yo no lo hago y muchos compañeros míos tampoco».
Aún así, sigue entrenando seis horas al día. «Con el físico, la nutrición y estando bien mentalizado, estás siempre preparado», apunta. «Además, como ahora tengo más dinero, estoy toreando en el campo más que cuando toreaba en las plazas».
El toreo en el campo es la base de la preparación de todo matador. Se hace fundamentalmente en invierno, pero esa preparación también tiene su coste, sobre todo si no eres una figura y los ganaderos no te invitan. «Un toro en el campo cuesta lo que quiera pedirte su criador: entre 800 y 1.800 euros, en función del prestigio de la ganadería», dice Cámara, lo que añade más gastos a sus economías poco boyantes.
Así lo hizo el novillero Mario Sotos (Hinojosa, Cuenca, 1992), quien debutó con cierto éxito este agosto en Las Ventas. Para preparar la cita más importante de su vida, lidió cuatro animales: «Dos vacas que me echó Samuel Flores y dos toros que maté en el campo». Cada uno le costó 1.500 euros. Suponiendo que cobrara los honorarios mínimos en plazas de primera, después de impuestos, su éxito le saldría a deber: 550 euros a cambio de jugarse en la vida en el ruedo más importante del mundo.
Mario dejó de estudiar a los 16 años. Durante la temporada, se dedica sólo al toro: «Hay que estar las 24 horas del día en cuerpo y alma». Pero eso no le llega, ni de lejos, para meter un sueldo en casa. De ahí que, cuando la temporada se acaba, se busque la vida donde pueda: «En fincas de caballos, en la construcción, en el bar de la familia...».
También el matador José Carlos Venegas (Beas de Segura, Jaén, 1988) tiene que encontrar el sustento fuera de los ruedos. «En invierno, a la aceituna», dice. «Y si luego hay que podar los olivos, pues también se va». Eso sí, cuando llega el mes de marzo y vuelven las corridas, entonces todo su tiempo lo dedica al toro: «Por la mañana salgo a correr, toreo de salón, entreno y hago campo».
¿Y por la tarde?
Pues lo mismo.
Así, al cabo del día le salen a José Carlos unas siete u ocho horas de entrenamiento. Más que la mayoría de los atletas de élite y, si caemos en la demagogia, infinitamente más que las estrellas mejor pagadas de la Champions.
Tras 10 años «muy duros», de «cornadas sin apenas recompensa», el jiennense sólo pide un deseo: «Que me pongan un año con las figuras, en carteles de figuras, con ganaderías de figuras y si después de ese año no valgo, pues me voy a mi casa». Sabe que es un ansia imposible, pero aun así no se pone plazos para triunfar: «Nunca se sabe el día que se le da la vuelta a la moneda». Para bien y para mal.
Pone como ejemplo a Manuel Escribano. El andaluz circulaba por los arrabales del toreo hasta que, gracias a un triunfo en una sustitución en Sevilla en 2013, su carrera arrancó. Pero enseguida le llegó la cruz: este junio, un toro le rompió la femoral en Alicante y le tendrá sin torear hasta el final de la temporada.
«En un segundo se puede acabar no ya la profesión, sino la vida», lamenta el taxista Lamelas. «Este año lo hemos vivido con la muerte de Víctor Barrio y es algo que mi generación no conocía. Sí, a Manolete lo mató un toro, a Paquirri lo mató un toro... Pero nosotros no habíamos vivido una tragedia de ese calibre en España». Aun así, no tiene dudas: «Es mucho más duro estar ocho horas sentado en el taxi dando vueltas por Madrid que la voltereta de un Miura. La voltereta tiene el reconocimiento del público, lo otro...».
También siente nostalgia del aplauso Fernando Cruz (Madrid, 1981), quien toreó de luces por última vez el 14 de julio de 2013. Dos años antes, cuando empezó a ver que su oficio no era rentable, Fernando empezó a buscarse empleos sueltos: pintor, quiromasajista, camarero en el Hotel Intercontinental y hasta fotografiando niños en las rodillas del Papá Noel de un conocido centro comercial. «Ahora mismo el romanticismo se me ha ido», dice. «Pero seguiré hasta que pierda la última gota de gasolina, porque después de 24 años dedicado a la profesión, si me fuera así lo haría con un sabor un poco agridulce».
Estos días, está levantando con sus manos, la ayuda de un único albañil y algo de dinero prestado una placita en Casarrubios del Monte (Toledo) en la que acoger a los aficionados prácticos a los que enseña a manejar los trastos. «Así estoy continuamente repasando, hablando de toros y lo que les enseño a ellos me lo voy aplicando a mí mismo», se consuela.
Cruz añora los tiempos en los que estuvo en las posiciones intermedias del escalafón. Si hubiera seguido allí siete u ocho años, tendría su casa pagada y viviría del toro. «No digo rico», recalca el torero, quien sobrevivió de milagro a una cornada en el abdomen el 15 de agosto de 2012 en Las Ventas. «Digo vivir dignamente recogiendo los frutos de todo el esfuerzo que le he dedicado a esto».
El suyo es un mundo muy distinto al de las figuras del toreo, que llegan a cobrar hasta 300.000 euros por tarde en plazas como Madrid, Sevilla o Bilbao. Ellos sí tienen, después de mucho trabajo y algunas cornadas, el reconocimiento que, en teoría, va asociado a los toreros. Pero son pocos y tanta desigualdad irrita a Fernando Cruz. «Aquí todos estamos para ganar dinero, empresarios, ganaderos y toreros», dice. «Pero el que se pone delante del toro, el que sufre, el que llora, el que sangra y el que da mala vida a su familia, ése es el torero y ése es el que de verdad se lo tiene que llevar».
Hace un par de semanas, el 25 de septiembre, Alberto Lamelas no esperaba en la puerta de la plaza la finalización del festejo. Por un día, dejó el taxi aparcado y llegó a Las Ventas en la furgoneta, con su cuadrilla, vestido de torero. La tarde no salió como esperaba. Los toros «pegaron bocados» y Alberto lidió y mató la corrida dignamente. Dos ovaciones. El lunes siguiente volvió a dar vueltas con su taxi por Madrid mientras recordaba los olés y las palmas. Subiendo hacia Callao por la Gran Vía, Alberto Lamelas, matador de toros, pensaba que, aún sin cortar orejas, por tardes como la del domingo todo merece la pena.

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