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domingo, 23 de febrero de 2020

UN RECUERDO A SEBASTIÁN BORRERO CHAMACO


    POR SANTI ORTIZ.


 Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros cantando… 
Son palabras de Juan Ramón, el de Moguer; palabras que consignan cómo el mundo continúa girando, indiferente a todo, aunque para ti haya llegado el momento de emprender ese viaje único que jamás contempla un billete de vuelta.

     Se te murió la vida, amigo Chan –Sebastián–, pero nunca el recuerdo, que, pese a la insensibilidad antes aludida, continúa vivo entre los que gozamos de tu trato y vivencias. El mío está lleno de fotos amarillas, iluminadas por tu sonrisa viva, tu seriedad torera, tu juventud indómita, antes de que los cristales de la vida se rozaran contigo y te hicieran heridas en los sueños y diezmaran tus ganas de merendarte el mundo.

     Por esto, no quiero hablar de dolencias ni de desencantos, de tropiezos ni de inseguridades. Todo eso, junto con los fantasmas que puedan deambular por tus abismos, los barro de la mesa y los echo al arcén y despejo el paisaje para que, limpia, penetre por tu ayer mi memoria.

     Desembarazándome de los musgos que el tiempo deposita, doy lustre a la fecha que traigo a este presente: 18 de julio de 1964. Seguro que te acuerdas de ella. Es sábado y engrudan las esquinas onubenses carteles que, honrando a la fiesta de los toros, fomentan beneplácitos en los murmullos que aventan los aficionados por corrillos y mentideros. Con novillos salmantinos de Antonio Pérez Angoso, se anuncian Pablo Gómez Terrón, el ídolo hasta entonces de la afición huelvana –que hacía su segunda comparecencia en la misma plaza que trece días antes había reaparecido, muy mermado físicamente, de la tremenda cornada que recibiera el día de San José en el mismo ruedo–, Pepe Luis Caetano, novillero sevillano bien conocido por la afición onubense, y un muchacho de 17 años, cuyas virtudes taurómacas eran desconocidas para el gran público, que había elegido tal ocasión para hacer su debut con picadores.

    

Ese muchacho eras tú. Sebastián Borrero, Chamaco, rezaban los carteles. Y a las seis y media de la tarde, enfundado en un flamante terno blanco y oro iniciabas un paseíllo que habrías de dejar clavado en el reloj de la Historia. Porque el impacto de tu actuación fue clamoroso, insólito, inimaginable momentos antes de que se produjera. Tal conmoción provocaste que Terrón, viendo cómo su cetro empezaba a cambiar de manos, puso todo su pundonor en el envite cambiando las dos orejas que le cortó a su segundo por una nueva cornada. Todo era inútil. El día llevaba tu nombre y a fe que así lo proclamaron las cuatro orejas que te llevaste en el esportón. Las dos primeras las arrancaste de un novillo probón y aquerenciado, al que permitiste que te oliera y silueteara tu barriga con la punta de los pitones, mientras, impertérrito, porfiabas para que te tomara la muleta, volviendo loco al respetable. Hasta Manolín Aguirre, fiel mozo de espadas de tu hermano, que ese día oficiaba contigo, perdió los nervios arrojándote una muleta desde el callejón con tal de hacerte el quite, sin que ni así consiguiera hacerte cejar de tu empeño.

     Ahí ya empezaste a enunciar la calidad, hondura, longitud y pureza de tu toreo al natural, que se manifestaría en todo su esplendor en el otro novillo, cuando el valor temerario evidenciado en tu primero dejó paso libre al clasicismo de tus formas. Aún creo recordar las crónicas que en los días siguientes decían algo así como: “pisa el sitio del tremendismo para hacer el toreo más estilista”. Fue una verdadera locura. También para los entendidos y profesionales, igualmente impactados por la magnitud del acontecimiento. Uno de ellos, Cayetano Ordóñez, el primogénito del Niño de la Palma, no tuvo reparos en afirmar: “A este muchacho, en vez de Chamaco, le debían de poner en los carteles Escoba de Oro, porque va a barrer a todos los que se visten de luces.”

     No fue el tuyo un triunfo más. A su reclamo, los entrebastidores del toreo se agitaron como movidos por un tsunami. Te salió apoderado, y no uno cualquiera, sino Pepe, el hijo de Camará, que te “arregló” dos novilladas en Colombinas, para gozo de Diodoro Canorea, que ese año se estrenaba como empresario de Huelva. El día de la primera –2 de agosto– estaba en la plaza para verte todo el toreo, incluido el que fuera apoderado de Manolete, don José Flores, Camará, y fue curioso comprobar cómo este hombre tan parco en palabras y más aún en juicios temerarios sobre toreros incipientes, se volvía contigo loco de entusiasmo y hasta llegaba a decir cosas como que “tú empezabas donde Manolete había terminado”. Ni más ni menos. Eso es fuerte, y puesto en la boca de Camará, más fuerte aún.

     Desde luego, motivo le diste para su euforia, pues –esta vez de azul y oro– tu tarde fue impecable de pitón a rabo, como tu cosecha de trofeos: cuatro orejas y un rabo, de los novillos de Carlos Núñez que te tocaron en suerte. El toreo te dio su beneplácito. Dijeron que eras un torero de romance, un torero para la gloria; un torero que venía a reivindicar lo que tantos viejos aficionados echaban de menos, pues tu toreo era de rancio clasicismo, aunque ejecutado en los terrenos nuevos de la Fiesta.

     Dos días más tarde, te esperaba el cierre: novillos de Salvador Guardiola, que habrías de lidiar y dar muerte alternando con El Pireo y Terrón. Y de nuevo saliste triunfador y recrecido en la valoración de tus condiciones, pues al novillo que le cortaste las orejas –último de la suelta– no te opuso más que dificultades adobadas de un peligro manifiesto. Y no te arrugaste: consentiste, tragaste e impusiste las reglas de tu arte, para acabar volviendo majareta al cónclave con un toreo ligado que momentos antes parecía imposible. Igual que parecieron los ¡catorce naturales seguidos! que instrumentaste en una tanda al primero de tu lote, al que hubieras cortado el rabo de no mediar el deficiente manejo del acero. Pero la catapulta se había disparado con éxito proyectándote al máximo interés del toreo nacional. Tu estelar paso por Huelva había cambiado como por ensalmo el planteamiento y panorama de la temporada novilleril en España, y tu nombre, desconocido hasta entonces, se había abierto un hueco en la cúspide del escalafón inferior.

     Han pasado más de cincuenta y cinco años de aquellas efemérides, Sebastián; años que tuviste que rellenar de vida con todo lo que ello conlleva. Ahora ya se acabó. Pusiste punto final a triunfos, esperanzas, desengaños y derrotas, para emprender –tú que nunca fuiste amigo de viajes– el trayecto más largo por la noche más negra. Con el pesar por tu pérdida, te deseo que descanses en paz.
Un fuerte abrazo póstumo.

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