POR SANTI ORTIZ.
Y yo me iré. Y se quedarán los pájaros
cantando…
Son palabras de Juan Ramón, el de Moguer; palabras que consignan cómo el mundo continúa girando, indiferente a todo, aunque para ti haya llegado el momento de emprender ese viaje único que jamás contempla un billete de vuelta.
Son palabras de Juan Ramón, el de Moguer; palabras que consignan cómo el mundo continúa girando, indiferente a todo, aunque para ti haya llegado el momento de emprender ese viaje único que jamás contempla un billete de vuelta.
Se
te murió la vida, amigo Chan
–Sebastián–, pero nunca el recuerdo, que, pese a la insensibilidad antes
aludida, continúa vivo entre los que gozamos de tu trato y vivencias. El mío
está lleno de fotos amarillas, iluminadas por tu sonrisa viva, tu seriedad
torera, tu juventud indómita, antes de que los cristales de la vida se rozaran
contigo y te hicieran heridas en los sueños y diezmaran tus ganas de merendarte
el mundo.
Por esto, no quiero hablar de dolencias ni de desencantos, de tropiezos
ni de inseguridades. Todo eso, junto con los fantasmas que puedan deambular por
tus abismos, los barro de la mesa y los echo al arcén y despejo el paisaje para
que, limpia, penetre por tu ayer mi memoria.

Ese muchacho eras tú. Sebastián Borrero, Chamaco, rezaban los carteles. Y a las seis y media de la tarde, enfundado en un flamante terno blanco y oro iniciabas un paseíllo que habrías de dejar clavado en el reloj de la Historia. Porque el impacto de tu actuación fue clamoroso, insólito, inimaginable momentos antes de que se produjera. Tal conmoción provocaste que Terrón, viendo cómo su cetro empezaba a cambiar de manos, puso todo su pundonor en el envite cambiando las dos orejas que le cortó a su segundo por una nueva cornada. Todo era inútil. El día llevaba tu nombre y a fe que así lo proclamaron las cuatro orejas que te llevaste en el esportón. Las dos primeras las arrancaste de un novillo probón y aquerenciado, al que permitiste que te oliera y silueteara tu barriga con la punta de los pitones, mientras, impertérrito, porfiabas para que te tomara la muleta, volviendo loco al respetable. Hasta Manolín Aguirre, fiel mozo de espadas de tu hermano, que ese día oficiaba contigo, perdió los nervios arrojándote una muleta desde el callejón con tal de hacerte el quite, sin que ni así consiguiera hacerte cejar de tu empeño.

No
fue el tuyo un triunfo más. A su reclamo, los entrebastidores del toreo se
agitaron como movidos por un tsunami. Te salió apoderado, y no uno cualquiera,
sino Pepe, el hijo de Camará, que te “arregló” dos novilladas en Colombinas,
para gozo de Diodoro Canorea, que ese año se estrenaba como empresario de
Huelva. El día de la primera –2 de agosto– estaba en la plaza para verte todo
el toreo, incluido el que fuera apoderado de Manolete, don José Flores, Camará,
y fue curioso comprobar cómo este hombre tan parco en palabras y más aún en
juicios temerarios sobre toreros incipientes, se volvía contigo loco de
entusiasmo y hasta llegaba a decir cosas como que “tú empezabas donde Manolete
había terminado”. Ni más ni menos. Eso es fuerte, y puesto en la boca de
Camará, más fuerte aún.
Desde luego, motivo le diste para su euforia, pues –esta vez de azul y
oro– tu tarde fue impecable de pitón a rabo, como tu cosecha de trofeos: cuatro
orejas y un rabo, de los novillos de Carlos Núñez que te tocaron en suerte. El
toreo te dio su beneplácito. Dijeron que eras un torero de romance, un torero
para la gloria; un torero que venía a reivindicar lo que tantos viejos
aficionados echaban de menos, pues tu toreo era de rancio clasicismo, aunque
ejecutado en los terrenos nuevos de la Fiesta.

Han pasado más de cincuenta y cinco años de aquellas efemérides,
Sebastián; años que tuviste que rellenar de vida con todo lo que ello conlleva.
Ahora ya se acabó. Pusiste punto final a triunfos, esperanzas, desengaños y
derrotas, para emprender –tú que nunca fuiste amigo de viajes– el trayecto más
largo por la noche más negra. Con el pesar por tu pérdida, te deseo que
descanses en paz.
Un
fuerte abrazo póstumo.
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