POR SANTI ORTIZ.
La Maestranza de Sevilla fue la plaza más reticente a la hora de comenzar a conceder trofeos. Hasta el 30 de septiembre de 1915, no vio el coso hispalense pasear por su albero la oreja de un toro: la mostró ufano Joselito del negro listón y lucero “Cantinero” la tarde de su encerrona con los astados de Santa Coloma en la clausura de la feria de San Miguel. Con ella se abriría la veda para que en la Feria de Abril del siguiente año Belmonte paseara la segunda de la historia maestrante y Vicente Pastor la tercera.
Unos meses después –justo al año de cortar Joselito la primera–, sería el duende gitano de Rafael El Gallo quien inauguraría la nómina de espadas que lograran dos orejas de un mismo toro en el coso del Baratillo al cortárselas al gamerocívico “Podenco”, después de cambiar un volapié sin puntilla por una voltereta de la que salió con el nudo de la pañoleta deshecho. Y un día más tarde, Manuel Varé, Varelito, mostraría a los tendidos sevillanos la primera oreja concedida en dicha plaza a un novillero. Se la cortó a “Sandiéro”, el burel de Carvajal corrido en cuarto lugar. Dos temporadas más tarde –7 de julio–, Domingo, el padre de los Dominguines, sería el primero de los sin alternativa en cortar las dos orejas de un novillo en el mismo ruedo.
Juan Belmonte –30 de abril de 1919– alzaría el primer rabo concedido en La Maestranza a un matador de toros, que, sin embargo, no sería el primero de la plaza ya que once días antes había paseado Chicuelo otro, de “Guineo”, tercer novillo de Albaserrada, en la tarde de su debut.
La primera pata de la historia maestrante la cortó Juan Belmonte el día de San Miguel de 1927 –último de luces de su primera reaparición– a un astado de Pérez de la Concha, en una tarde pletórica que, además del susodicho trofeo, le vio pasear cuatro orejas y dos rabos. El toro del que cortó la pata no era suyo, sino del Niño de la Palma, al que previamente había mandado a la enfermería con una cornada en la axila. Era el colofón de oro y brillantes de Juan en un trienio absolutamente triunfal de principio a fin en Sevilla, pues, en la temporada de su reaparición –1925– toreó tres tardes y cortó un rabo en cada una de ellas, y en 1926, hizo cuatro paseíllos y se llevó en el esportón cinco orejas y dos rabos. La cosecha no podía ser más ubérrima.
En toda la longeva historia de La Maestranza, sólo se concedieron seis patas. Las tres últimas fueron a parar a manos novilleriles: Pascual Márquez obtuvo dos –una en 1935 y otra al año siguiente– y la última la consiguió en 1938, Pepe Luis Vázquez. Las otras tres tuvieron un mismo depositario: Juan Belmonte, el único matador de toros de la historia que cortó esta clase de trofeos en Sevilla. Y además, el único torero que consiguió dos patas de un mismo toro, como apunta el título de este artículo.
La efeméride ocurrió el domingo, 28 del convulso octubre de 1934, fecha elegida por La Maestranza para echar el cerrojo a su temporada con la tradicional corrida de la Cruz Roja. Cartel de lujo, con toros de Clairac, para una terna compuesta por el reaparecido ese mismo año, Juan Belmonte; el Niño de la Palma y Joaquín Rodríguez, Cagancho.
Juan, que se había reencontrado con Sevilla el día de San Miguel cortándole una oreja a un burel de Pérez de la Concha, ponía broche a su temporada en este festejo de la Cruz Roja, con el que cumplimentaba el trigésimo tercer paseíllo de la campaña de su segunda reaparición. Contaba cuarenta y dos años de edad y se había llevado seis sin vestir el traje de luces.
Después de pasear la oreja del primero de su lote, vamos a detenernos en el toro cuarto, que fue en el que se desencadenó la apoteosis a pesar de no ser ninguna pera en dulce. El astado puede calificarse de codicioso y muy encastado, pero con una casta agriada en genio. El haberlo apurado en varas lo ha dejado aplomado, pero su bien armada cabeza no ha perdido agilidad ni la afición de tirar derrotes a diestro y siniestro.
Pensemos. ¿Qué hacer con un toro así? ¿Una faena de pitón a pitón y macheteo por la cara a lo Marcial Lalanda? ¿Una faena sobre las piernas, de doblones, dominadora, a lo Domingo Ortega? ¿Una faena a la antigua, a lo Guerrita, el Bomba o Vicente Pastor? ¿Una faena inteligente y poderosa, a lo Joselito, para ir imponiéndose al toro hasta reducirlo y dejarlo como un guante?... Cualquiera es posible. Pero una faena artística, de temple, de valor, ligada en el terreno que podría ocupar un microbús, ¿se puede hacer? ¿Es factible? La respuesta es sí, porque ese día y con ese toro fue la que realizó Juan. Veamos.
En el centro mismo de la plaza quedan solos él y el burel, para ahuyentar querencias y lograr la equidistante confluencia de todas las miradas. Elegido el terreno, el hechicero Belmonte comienza a macerar en el crisol de sus sentimientos la poción que obre el efecto milagroso. Mezcla el apacible otoño que endulza la luz y la fogosa primavera que revienta de vida, el fuego de la pasión y la delicadeza de la brisa, la limpidez purísima del cielo y el negro crepitar de las tinieblas, el rayo de sol y el fulgor de la luna; en suma, busca y encuentra poder aunar el contraste del Belmonte novilleril y del Belmonte veterano, la locura del que viene a descubrir prodigios y la serena sapiencia del maestro que ha conseguido todo. ¡Vaya aleación! Juan tira de temeridad para consentir al toro más con el cuerpo que con la muleta. Se cuelga casi de los pitones para desengañarlo, y acaba metiéndolo en la linde de su torería para disfrutar toreándolo a placer. De su chistera nigromante, sale el temple para conducir la embestida del toro triplicando, cuadruplicando el tiempo de cada pase. La gente no da crédito. Los derrotes se han volatilizado y la embestida, antes arisca, se curva sumisa en torno al asombro del arte. Es imposible, pero es real. ¡Qué prodigio! La taumaturgia del toreo ha obrado todo su encantamiento para hacer que la emoción trascienda el juego de la lidia.
Gracias a la maravilla belmontina, la plaza entera se ha trastornado arrojándose al mundo mágico de la emoción. Ya decía Sartre en su Teoría de las emociones, que “lo que llamamos emoción es una brusca caída de la conciencia en lo mágico”. Y eso es lo que acontece con esta faena de Belmonte. De pronto, los espectadores se sorprenden inmersos en un mundo distinto al de la realidad cotidiana; un mundo mágico en donde el milagro y los prodigios los asaltan y absorben con todo el peso de su existencia. El clímax se alcanza cuando Belmonte, después de desplantarse de rodillas en la cara del toro largo rato, se perfila en corto y, haciéndolo todo él, porque el astado ya estaba agotado, se vuelca a volapié sobre el morrillo para lograr una estocada soberana de la que el de Clairac rueda sin puntilla. Es entonces cuando la catarsis invade los predios de la locura. Sacudida por el seísmo belmontino, la plaza se agita, convulsa, con las más variopintas manifestaciones de admirado entusiasmo. Una cerrada ventisca de pañuelos y gritos acosan al palco donde el alcalde de Sevilla, Isacio Contreras, ejerce la presidencia. Caen las orejas… y el rabo… y una pata… ¡y otra! Lo nunca visto. Y sin embargo, no hay exceso. Nunca podrá haberlo en el desbordamiento cordial por Belmonte, porque quienes lo contemplan lo hacen con los ojos de la emoción, con ese nudo en la garganta que les lleva a querer reír y llorar al mismo tiempo, que les impulsa a sentirse depositarios de la magia del arte de un torero que, aun en el ocaso de su carrera, sigue sin tocar techo y superando los sueños más audaces y las más exigentes expectativas. Le obligan a recorrer dos veces el anillo y tres debe adelantarse hasta los medios para agradecer, conmovido, el excelso homenaje que se le tributa. Y como el hechizo continúa, pues de la emoción nadie puede librarse a su antojo, sino que hay que esperar a que se agote por sí misma, cuando el quinto toro salta a la arena, aún prosigue la cerrada ovación a Belmonte.
Una vez más, la historia alimenta la leyenda.
(Lector o lectora: cuando esta efeméride se produjo, me faltaban quince años para venir al mundo. Difícilmente, pues, habría podido ver yo la maravilla más arriba descrita. Sin embargo, mi narración no es un mero ejercicio de imaginación, pues he transitado por diversas crónicas de ese día señalado expurgando de los comentaristas los hechos que me han permitido hacerme una composición de lugar y armar una estructura de lo que allí pasó, respetando al máximo los datos. Para terminar, debo decir que un eco de la emoción que se vivió aquella tarde se fue apoderando de mí conforme iba leyendo las crónicas; emoción que he querido transmitirles en mi escrito. Sea como fuere, lo incontrovertible del caso es que, por única vez en la historia de La Maestranza, un torero –Juan Belmonte–, tras una faena clamorosa, le cortaba las dos patas a un toro poniéndole orgullo y nombre a un hecho absolutamente irrepetible.)
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