Por Santi Ortiz
14 de octubre de 1956. La tarde me sorprende, con mis flamantes siete añitos, sentadito en la cruceta de la mesa del salón con los oídos puestos en el aparato de radio atento a la conexión con la Monumental de Barcelona, desde donde iban a retransmitir la alternativa de Antonio Borrero, Chamaco. El reloj marca las cuatro y cuarto cuando, en una plaza abarrotada de público, pisan el ruedo Litri, de rosa y oro, Antonio Ordóñez, de grana y oro, y, entre ellos, Chamaco, enfundado en un flamante blanco y oro que resalta aún más la morenez aceitunada de su rostro. En los chiqueros aguardan cuatro toros de don Antonio Urquijo, uno de Atanasio Fernández y otro de Paco Galache, corrido en sexto lugar y sustituido por otro del mismo hierro al haberse partido un pitón por la cepa.
Terminado el paseíllo, una atronadora y prolongada ovación obliga al toricantano a saludar y éste sale al tercio a recogerla en solitario, sin que sus compañeros de terna, caballerosamente, acepten compartirla como pretendía el neófito. Padrino y testigo son conscientes de que esas palmas son exclusivamente para el doctorando y vienen a homenajear una trayectoria novilleril en Barcelona a la que nunca nadie, ni antes ni después –y ya han transcurridos sesenta y cuatro años– haya podido siquiera aproximarse ni en número ni en apasionamiento, dado las veces que toreó y el cariño, admiración y absoluta entrega con que la afición barcelonesa idolatra al torero de Huelva.
Rebobinar la historia que ha conducido a Antonio a este momento, es volver la vista a aquella Huelva lejana y rosa, que dijera Juan Ramón, cuya alborada sorprendió tantas veces al muchacho volviendo de pasar las madrugadas en el Matadero, convertido en furtiva escuela de tauromaquia, o toreando de salón entre gotas de rocío –bajo los consejos de su amigo, protector y luego fidelísimo mozo de espadas durante toda su carrera, Manolín Aguirre–, en el campo del Titán, cercano a la calle Almirante Vierna, en cuyo número 15 viniera al mundo nuestro protagonista.
Eran los inicios de una andadura aventurera que lo lleva por el itinerario de capeas provinciales a San Juan del Puerto, Beas, Trigueros y Niebla; a alguna que otra correría furtiva a la luz de la luna en fincas próximas y a un par de incursiones de espontáneo, en la primera de las cuales –en Bonares, en un novillo de su amigo Aguirre, con el que estaba compinchado–, tras pegarle cuatro muletazos al astado, pudo volver a saltar al tendido y, camuflado con una gorra calada hasta las cejas y una gabardina, despistar a los guardias que lo buscaban.
Si su primer traje de luces lo vistió en Ayamonte, en Huelva torea por vez primera en una de aquellas novilladas de noveles que organizaba el diario Odiel, en las cuales cada torero representaba a un barrio. Chamaco lo hizo por el del Matadero en la nocturna del 15 de julio de 1950, aunque anunciado como Antonio Borrero Morán. Por lo tanto, ni llegó a estrenar en ella su apodo ni escribieron correctamente su segundo apellido, que era Morano. Las cosas no se dieron bien y su actuación se saldó con un sonoro fracaso, aunque ello no le hizo desistir de su sueño de ser torero.
Si al alma le asiste una sincera y firme voluntad de ser, cuando menos se espera el caído se levanta. Antonio sigue en sus trece, y, poco a poco, se va haciendo de una aureola de promesa que comienza a sonar por toda Huelva y su provincia. Uno de los primeros convencidos de la semilla de futuro que porta el torero es nada menos que don José Tejero. Decir este nombre es mentar a una de las personalidades con más señorío y solera de Andalucía la baja. Abogado, político y propietario de todo un emporio conservero, don José es un apasionado aficionado a los toros y se interesa por la andadura de Chamaco, al que asesora y ayuda en lo que puede hasta que lo ve apoderado por Miguel Moreno, el hijo del entonces empresario de Huelva Manuel Moreno Caparrós, quien contrata a Antonio para la novillada que habría de celebrarse en el coso onubense el día del Corpus de 1953. Es su debut con picadores. Pero antes, ese mismo año, ya ha hecho el paseíllo en la plaza huelvana con éxito creciente. El 3 de mayo, corta orejas y rabo y sale a hombros en compañía de Paco García Vázquez, tío de quien, tres lustros después, ilusionaría a la afición onubense con el nombre de Manuel García Venancio. El 17 del mismo mes Chamaco vuelve a cortar otro rabo y a salir en hombros en compañía de Joselito Moreno. Es entonces cuando Miguel Moreno apodera a ambos toreros y a los dos anuncia en la novillada del Corpus, con Joselito Romero encabezando terna. Los novillos son de Julia Cossío. Antonio corta oreja en ambos y vuelve a salir por la Puerta Grande. Después va a Nerva y se entretiene en cortar cuatro orejas, dos rabos y una pata.
La fama de Chamaco se acrecienta y el silencio dejado por los cohetes de Litri –entonces retirado– se llenan con los comentarios, las encendidas discusiones y los augurios que tienen por centro a la persona del renegrido muchacho. Huelva comienza a barruntar que en Antonio Borrero hay otro torero capaz de pasear por España, en triunfo y gloria, el nombre de la ciudad, y actuación tras actuación va ratificándolo. Triunfa en Colombinas –tres orejas– junto a Rafael Carbonell y cierra su campaña huelvana con dos éxitos de excepción, ambos en el mes de octubre y ambos con corte de pata. Mi memoria guarda retazos del segundo: la salida del colorado ojo de perdiz de Domecq, parándose en la puerta de chiqueros y oteando los tendidos; Chamaco con la muleta, metido entre los pitones, encerrado en tablas y la gente gritando que no tenía salida, aunque al final el astado pasara y el ole enronqueciera las gargantas del cónclave, y la apoteosis final, levantando el diestro –creo que de celeste y oro– el rabo y la pata de “Regador”, número 161, cuya cabeza mandó disecar para que luciera en su despacho de la casa de la calle Rico.
Llegaríamos así al año crucial de 1954. Si hasta entonces la fama chamaquista era de ámbito provincial, el estallido de su pólvora alcanzaría al último rincón de España, tras su debut en Barcelona. La efeméride se fecha el 7 de marzo. En su paseíllo caña y oro, lo flanquean Carlos Corpas y el también debutante Francisco Barrios, El Turia. Los novillos son de Galache con un remiendo de Manuel Alfonso Calderón, que entró de segundo en el lote de Chamaco. Alboroto, conmoción, asombro, perplejidad, arrebato, son los sustantivos válidos para evaluar el triunfo del onubense. Porque no fue un triunfo más, un estar bien para agrado del público. Fue una sacudida telúrica, un seísmo, un estado de aturdimiento que marcó un antes y un después en la afición catalana. Sólo cortó una oreja en su primero, después de pinchar tres veces, y en el de Calderón, con el que enloqueció aún más al público, no sumó trofeos por demorarse con el estoque, pero a la salida de los toros sólo había un nombre en la boca de los aficionados: ¡Chamaco! Llegó el de Huelva despedregando sendas, lanzando a los aires de la Monumental el fandango valiente de su alma, poblando la plaza con el aroma de loextraordinario, seduciendo con el arcano misticismo de su personalidad, asustando a los toreros, a los toros y al público, y Barcelona se le entregó para siempre. Veinticuatro paseíllos realizó aquel año en la Ciudad Condal, que pudieron ser más de no haber mediado las cornadas, algunas gravísimas, como la de Córdoba, que le llevó a ver muy de cerca el rostro de la muerte, y otra bastante grave el 28 de julio en su plaza madrina, tan sentida que los claveles de las Ramblas mezclaban su perfume con coplas en voz queda: “Antonio, Antonio Borrero/ no te vayas a morir./ Las niñas de Barcelona/ se pondrían luto por ti”.
Apoderado ya por Camará, el año siguiente, en el que se aviva la competencia con Joaquín Bernadó, torea en Barcelona 25 tardes y 13 más en el de su alternativa, lo que, si no me falla el recuento, hacen un total de 62 novilladas entre la Monumental y las Arenas. Todo un record que nos habla del idilio del onubense con la industriosa ciudad catalana y explica el ambientazo que precede a la corrida de su doctorado y la ensordecedora ovación que requiere su presencia tras el paseíllo.
La tarde de la investidura no pasará a la historia de los fastos chamaquistas, pues favorecido por la bolita del sorteo, se la lleva de calle Antonio Ordóñez, que le corta cuatro orejas a su lote. Litri, que en tres días ha concedido tres alternativas –el 12 a José Ramón Tirado en Mérida, el 13 a Jaime Ostos en Zaragoza y ésta del domingo 14 a Chamaco–, se va de vacío, mientras el doctorando tampoco toca pelo, pese a haber enardecido al público en sus dos faenas, pues desgracia la de “Larguirucho” –el toro de la ceremonia– con cuatro pinchazos y otros tantos descabellos, y la del sobrero de Galache por marrar con el verduguillo.
Rememorando la pasión taurina que, gracias a Chamaco, palpitaba en todos los rincones de aquella Barcelona, copando la más nimia costura de su vida social; con aquellas riadas de gentes que lo paseaban a hombros del entusiasmo por sus calles, o que hacían corrillos y tertulias en la Plaza de Cataluña o en las Ramblas, por los aledaños de la Plaza Real, en la calle Escudillers, donde estaba el hotel Comercio, alojamiento del torero desde el día de su debut, testigos todos de las más acaloradas discusiones a que daba lugar la controvertida heterodoxia torera del de Huelva; recordando como digo todo aquello, me da pena y rabia la situación actual de Barcelona, con plaza pero sin toros, con historia pero sin presente, sumida en lo que muy acertadamente ha llamado el escritor taurino Paco March “exilio interior”, donde malvive confinada toda la afición barcelonesa, una de las más entendidas y asoleradas de España, y la primera que sufrió en sus carnes el desapego, por no llamarlo abandono, del taurinismo oficial.
Por desgracia, aquel tiempo de Chamaco me parece ido ya para siempre. El diestro de Huelva, con su magnética y silente personalidad, con su aguante imposible, con su valor heroico, con el extraño e inquietante efluvio de su toreo; con sus medias verónicas belmontinas, sus gaoneras escalofriantes, sus pases del fusil, sus derechazos de mano baja mientras la otra apuntaba a los cielos, con sus cites a caballo para el estatuario, con sus naturales de cintura y muñeca, con sus manoletinas de pie y de rodillas, con ese toreo personalísimo, que realizaba pisando unos terrenos inconcebibles y envuelto en una mística gravedad llena de fatalismo; con todo esto, repito, Chamaco prendió en Barcelona la mecha de una incontenible revolución que arrebataba a las masas, metía dinero a espuertas en la bolsa de Balañá y disputaba nada menos que a Kubala el primer puesto en el podio de la popularidad e idolatría catalanas. Entonces como ahora, lo nunca visto
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