Por SANTI ORTIZ.
Sé que el enemigo no descansa; que, ahora, con la ayuda prácticamente unánime del PSOE –sálvense de la traición, los eurodiputados Clara Aguilera, andaluza, y Nacho Sánchez Amor, extremeño, que votaron en contra–, el Parlamento Europeo, a propuesta del grupo Los Verdes, ha sacado adelante una enmienda para dejar excluidos a los ganaderos de lidia de las ayudas de la Política Agraria Común (PAC). El asunto es grave y lesiona a España en su economía, aunque no es la primera vez que ocurre, porque ahora la enmienda tendrá que pasar por la Comisión y ya la han tumbado otras veces. Será entonces momento de volver sobre el tema.
A la espera de que ese lance llegue, hoy quiero retomar el asunto de mi último artículo (https://elpaseilloenlared.blogspot.com/2020/10/el-ministro-uribes-y-la-ley-de-peter.html ) porque mi análisis se quedó incompleto. Basado en la contestación, publicada en El Mundo, del ministro Uribes al diestro Pablo Aguado, en la que decía que no debía fomentar ni recomendar ir a los toros, pero sí al teatro, porque era pacífico, añadiendo que “el teatro no despierta polémicas”, me centré en rebatir la primera parte de su afirmación y dejé aparcada la segunda, aunque su contenido tenía su miga viniendo de un señor que se hace llamar Ministro de Cultura.
Es llamativo que nadie (que yo sepa) del mundo del Teatro haya salido al paso de estas manifestaciones igualmente desafortunadas para el arte de Talía y Melpómene, pero, como se me quedó esa espinita clavada, ha llegado la hora de sacármela; esto es: de desahogarme, haciendo algunas puntualizaciones sobre el disparatado colofón ministerial.
Sostiene el señor Ministro que sí recomendaría ir al teatro porque el Teatro es pacífico y no despierta polémicas. Según el Diccionario de uso, de María Moliner, se dice “pacífico” de lo que no provoca o fomenta o no es inclinado a provocar o fomentar luchas, discordias o discusiones. A la luz de esta definición, está claro que al teatro se le puede tachar de todo menos de pacífico. Desde el “Agamenón”, de Esquilo –considerado padre de la tragedia griega–, hasta la recentísima “Perfecta”, de la novel Manuela Alonso, el teatro ha navegado siempre por los tempestuosos mares de la transgresión, la denuncia, la subversión o la rebelión contra el orden establecido. Tal vez el Ministro se refiriera a ese teatro domesticado, al que Valle Inclán fulminaba definiéndolo como “de escribir manso y recatado para las niñas del abono”, pero caer en tamaña miopía, le haría incurrir en una errónea sinécdoque que dejara fuera de juego a los más grandes dramaturgos, actores y actrices que hayan puesto en escena las obras más insignes. Si esa fuera la visión del ministro, me pregunto dónde quedarían Samuel Beckett, o Shakespeare, o Moliere, o Bertold Brecht, o Kafka, o Pirandello, o Harold Pinter, o Albert Boadella, o Alfonso Sastre, o Fernando Arrabal, o Buero Vallejo, o Federico García Lorca, o Salvador Távora –¡Ay, aquel “Quejío” tan reivindicativo, tan cabal, tan desgarrador, tan fuerte, tan puro, tan nuestro!–, así hasta remontarnos a Fernando de Rojas, Lope de Vega, Tirso de Molina, Calderón, Zorrilla y tantos y tantos otros. ¿El Teatro, pacífico?... ¡Venga ya, señor Ministro!
Criticar el poder político y el religioso, ridiculizar lo que se toma por “sagrado e intocable”, denunciar la corrupción o la incompetencia –como la del señor Uribes–, rebelarse contra la injusticia de los todopoderosos, ha formado y sigue formando parte de la finalidad transgresora del teatro. Es su objetivo, en muchas ocasiones, romper los esquemas que acepta la mayoría o dejar al descubierto los engaños con que nos apresan o nos apresamos a nosotros mismos. Del conflicto que surge entre el individuo y la conciencia colectiva, cuando aquel transgrede las normas, surge el drama: tan antiguo como el propio teatro, tan polémico, tan incómodo en la crudeza de su honestidad.
Y habla de él el Ministro como si fuera una balsa de aceite incapaz de despertar polémicas. Seguro que no se habrá topado, ni por casualidad, con las invectivas antiteatrales, en pleno Siglo de Oro, de los jesuitas Juan de Mariana y Pedro de Rivadeneira. El primero pasa por ser uno de los pensadores e historiadores más importantes de los siglos XVI y XVII en España, pero eso no le salva de su fanática aversión al teatro, a los toros y a las prostitutas. En su “Tratado contra los juegos públicos”, Mariana concluye: “Reprobamos, pues, todo el aparato del teatro, las artes de los faranduleros y su torpeza; afirmamos ser ilícito correr toros, feo y cruel espectáculo; juzgamos que las rameras se deben desterrar como peste de la tierna edad. ]…[ no tengamos que ver con el teatro, no con el circo (me imagino que taurino), no con la fealdad del burdel ]…[ revienten cuanto quisieren todos los que pretendiendo agradar al pueblo quieren que se concedan estos y semejantes delitos.”
Tampoco Rivadeneira se queda corto: “Los gustos y movimientos impúdicos de los histriones, la voz quebrada y afeminada con que imitan a las mujeres sin pudor (al sexo femenino le estaba prohibido salir a escena), ¿qué otra cosa hacen que incitar la lujuria a los espectadores, ya de suyo inclinados a los vicios? ¿Puede darse mayor corrupción de costumbres?”
Y mirad qué proponía el padre Mariana: “…que no se destine jamás lugar para teatro público ]…[ que no haya niños ni niñas menores para que no se corrompan.” ¿Les suena? Cambien teatro por plaza de toros y en lo de los niños, corrupción por violencia, y el texto de Mariana lo firmarían encantados los fanáticos de cuño animalista y antitaurino que hoy persiguen la Fiesta. El puritanismo cambia de vestido y de época, pero su alma sigue siendo la misma.
En cualquier caso, el señor Rodríguez Uribes no parece muy versado en materias farandúlicas, trágicas, melodramáticas, líricas, arlequinescas y cuantas se acogen al arte teatral. Tampoco –ni lo permita Dios, dirá él– con las que tienen que ver con el toreo. De lo contrario, no hubiese sido tan tajante a la hora de discriminar la fiesta de los toros de su impagable recomendación. Incluso se hubiera sorprendido de los grados de conexión que existen entre el teatro y el toreo, pese a su radical diferencia.
Tomemos el edificio de un teatro y una plaza de toros. El interior de ambos está dividido en dos partes, en el teatro: la sala, donde se acomodará el público, y el escenario, donde estarán los actores; en la plaza: el graderío, donde se sentarán los espectadores, y el ruedo, donde los toreros desarrollarán su actividad. En ambos casos, el público va a ver, y los actores y los toreros a que los vean. El público es el elemento pasivo –más en el teatro que en los toros– y actores y toreros el elemento activo.
En el teatro, comienza la función. En el escenario, se muestra un camino en un paisaje nevado. La ciudad aparece a lo lejos. Un sargento mayor y un reclutador tiemblan de frío. Eso es lo que ve el público o lo que parece que ve, porque en realidad lo que hay son telas y cartones pintados; el camino no es camino, es pintura, la ciudad no es ciudad, es un dibujo, la nieve no es real, es sintética, el frío es imaginario y el sargento mayor y el reclutador no son militares, sino sendos actores que realizan su representación. El público real de la sala contempla la irrealidad que sucede en escena.
En la plaza, comienza la corrida. En el ruedo, los toreros ocupan su sitio. Sale el toro y el matador de turno va a su encuentro a pararlo para quitarle el ímpetu de las primeras embestidas. Eso es lo que ve el público y eso es lo que hay. El torero es torero; el toro, toro, y lo que se establece entre ambos es una lucha a muerte. El público real del graderío contempla la realidad que sucede en la arena.
Aquí es donde teatro y toreo siguen caminos opuestos. El primero tratará de hacer olvidar al público la irrealidad de que parte, para que el espectador se meta dentro de la obra y la considere como algo que está ocurriendo realmente. El segundo tratará de hacer olvidar al público la realidad de la que parte –la lucha a muerte–, vistiéndola de estética, belleza y sentimiento para que el público se deje llevar por la irrealidad que le hace concebir la lucha como una obra de arte.
Tanto en un caso como en otro, toreo y teatro rozan el mundo mágico, sorprendente, maravilloso, de transformar la realidad en ilusión y la ilusión en realidad, respectivamente. Claro que eso en el toreo es más difícil de lograr, porque el toro lleva su propio guion y a veces imposibilita que la lucha que late en la lidia desaparezca de la consciencia de los espectadores. De ahí la conocida anécdota del famoso actor trágico Isidoro Máiquez y el no menos afamado torero Curro Cúchares. A este último, un toro lo traía por la calle de la amargura, y el actor, desde su barrera, no dejaba de increpar al diestro. Hasta que en una ocasión que Cúchares estaba con el toro cerca de la barrera del actor, le gritó: “Zeñó Máiquez, que aquí no ze muere de mentirijilla como en el teatro.”
Todo esto parece escapársele a nuestro Ministro, de ahí que su persona haya servido para ejemplificar tan cumplidamente la ley de Peter, acopiando galones hasta haber alcanzado su nivel de máxima incompetencia. Preferible hubiera sido que, al igual que el buscón llamado don Pablo Iglesias creara para su mandadero la Dirección General de los (inexistentes) Derechos de los Animales, el presidente Sánchez le hubiera fabricado a medida un Ministerio de Incultura, donde se habría sentido como pez en el agua
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