Por febrero, planea el luto en los aires de la ciudad de los Califas. Doblan a muerto las campanas de Santa Marina y la Mezquita. Ha fallecido el Guerra. La tristeza cubre la calle Gondomar, donde cierra las puertas definitivamente el célebre Club Guerrita –su club–, que por expreso deseo del finado se disuelve una vez que éste haya abandonado el mundo de los vivos. La plaza de Capuchinos musita una oración conventual al Cristo de los Faroles evocando las veces que el torero paseó su empedrado. También enmudece de pena Los Tejares, el marco que testimonió su debut adolescente en la cuadrilla de Caniqui y el desarrollo de toda su carrera hasta convertirse en segundo Califa del Toreo. De su ruedo salieron Espartero y Guerrita, después de torear, para cenar juntos la víspera de la mortal cogida del primero en Madrid.
Aquellos dos toreros, rivales en la plaza, pero amigos cuando vestían de calle, habían sido capaces de enfrentar enconadamente el amor propio de dos provincias: Sevilla contra Córdoba; la Giralda contra la Mezquita. Ahora, en este 1941 en que nos situamos, asistimos a un nuevo pique entre ambas aficiones. San Bernardo contra La Lagunilla; esto es: Pepe Luis Vázquez versus Manolete. El primero todavía no lleva un año de matador de toros; el segundo no ha cumplido aún dos desde que Chicuelo lo doctorara sobre el albero de La Maestranza. La temporada anterior se han visto las caras en tres patios de cuadrillas: Murcia, Salamanca y Valladolid. En ésta, cuando prácticamente ya están ultimados los carteles de la feria de Sevilla, hacen juntos por vez primera el paseíllo en Madrid –3 de abril–, en la corrida celebrada a beneficio de los damnificados del pavoroso incendio que asoló la ciudad de Santander durante la madrugada del 15 al 16 de febrero. Singular festejo éste, con ocho toros de don Antonio Pérez de San Fernando, para ocho toreros: Marcial, Barrera, Pepote Bienvenida, La Serna, Juanito Belmonte, Manolete, Pepe Luis y Gallito.
Manolete viene lanzado: abre temporada el 16 de marzo en Valencia, cortándole el rabo a un toro de Alipio Pérez Tabernero; hace su segundo paseíllo, en Barcelona, catorce días más tarde, obteniendo otro rabo de un astado del mismo hierro, y de ahí a Madrid, en la tarde citada, donde también triunfa paseando las dos orejas del burel que le corresponde. Pese a ser un torero bisoño, dado el escaso tiempo que lleva con galón de alternativa, Manolete comienza a dar la impresión a los aficionados de que ya transita por unas cotas del toreo más elevadas que las que venía hollando la torería andante; sobre todo, cuando se echa la muleta a la zurda y comienza a dictar sus naturales. Así lo refleja en su crónica del diario “Arriba”, R. Capdevila: “Manolete montó y superó por cien veces todo el toreo al natural que existe registrado en los anales de la lidia. Sin enmendarse un solo milímetro, airoso y erguido, soldadas las piernas como una columna que gira y tirando del toro con hebras de seda, el cordobés trazó, de cuatro tiempos, los cuatro cuadrantes que tiene la rosa.]…[Cuando la res cayó patas arriba de una estocada cordobesa]…[patas arriba se quedaba la tarde y yo creo que toda la Historia del Arte de torear.”
Por su parte, Pepe Luis, que ya había confirmado su alternativa en octubre del año anterior, seguía sin poder torear dos toros un mismo día en Madrid: en esta ocasión, porque así lo exigía el cartel; en aquella, porque fue la lluvia la que obligó a suspender la corrida al arrastre del tercer astado. En esta segunda, el seise de San Bernardo, que fue volteado al entrar a matar, aunque dejó pinceladas de su arte hubo de conformarse con los aplausos del respetable.
Por entonces, ya estaban los azahares perfumando los carteles de Abril. Sevilla en feria. Casetas y farolillos por el Prado de San Sebastián. Alegría. La herencia mora asomándose a los ojos de las mocitas hispalenses y a la voluptuosidad del grácil revuelo de los faralaes. Paseo de caballos. Sombreros de ala ancha y chaquetilla corta. Troncos de equinos enjaezados tirando del lujo de los carruajes. Palmas a compás. Rasgueo de guitarras. Bailes por sevillanas. Cantes a coro. Cañas de manzanilla o vino fino. Tapitas de jamón y de tortilla. Rumbo. Donaire. También clasismo. Sin embargo, todo el mundo pondera el saber estar: los grasiosos sobran. Y entre el copeo, la charla. Y en la charla, los toros, como no podía ser de otra manera.
En esta ocasión, se podrá hablar del conjunto de las corridas de feria a toro pasado, pues el temporal de agua que sufre la capital del Betis, obliga a aplazar la celebración de la Feria, que de los días 18, 19, 20 y 21 de abril, como estaba programada, pasa al 20, 21, 22 y 23. No así la fecha de las corridas, que, tiempo mediante, siguen anunciadas del 18 al 21. Las tres primeras son corridas de toros y en todas ellas intervienen Manolete y Pepe Luis. El broche lo pone una novillada con reses de Flores Tassara, a las que lidiarán y darán muerte Antonio Bienvenida, El Yoni y Andaluz.
El día 18 la lluvia da un respiro, que aprovechan los organizadores del ferial para hacer la prueba del alumbrado y comenzar a poner farolillos, cosa que no había podido hacerse antes a causa del mal tiempo. El aplazamiento favorece a feriantes y organizadores para poder acabar de exornar las casetas y tenerlo todo a punto en beneficio de la fiesta.
Como cesa la lluvia, pueden celebrarse las corridas en los días señalados. Así, el viernes 18 de abril, con seis de doña Carmen de Federico esperando en chiqueros, hacen el paseíllo los dos diestros ya mencionados con Juanito Belmonte abriendo plaza. El clima de pasión puebla los tendidos. La “hinchada” cordobesa es nutrida. También la “pepeluisista”. A ver quién se lleva el gato al agua. Manolete hace a su primero una faena para guardarla delicadamente en la memoria. Sobre el dorado albero maestrante, imprime su sello excepcional. El paladeo de lo extraordinario se deja ya sentir en el temple que guía sus verónicas y continúa con la monolítica estatuaria de su verticalidad. Zapatillas atornilladas en la arena y un magistral juego de muñecas inundan de entusiasmo los tendidos. El volapié que tira sin puntilla al dominado toro es de libro. La plaza se cuaja de pañuelos. Unos cronistas le dan una oreja; otros le dan las dos. Como no sé a qué carta quedarme, diré que se lleva una oreja que vale por dos. Con el incierto quinto, defecto que agravó la intromisión de un espontáneo, volvió a lucir su dominio y un perfecto juego de muñeca. Mató de media y recibió la ovación del público. Por su parte, Pepe Luis echó a volar en ambos toros las mariposas de su gracia torera. En su primero, el “cartucho de pescao” y los tres naturales que le siguen sacan chispas a la luz de la tarde. Los adornos se revisten de pinturería, después los molinetes y, de nuevo, el toreo al natural. La mala fortuna al herir deja el premio en una vuelta al ruedo. Y en su segundo, tras una torerísima faena, cobra un pinchazo hondo y un descabello. Otra vez hay discrepancia entre la crítica, pues mientras unos hablan de petición de oreja, otros se la conceden. En cualquier caso, ni Manuel ni José han defraudado las expectativas. Córdoba y Sevilla salen de la plaza con su orgullo intacto. Las espadas continúan en alto hasta el día siguiente.
Con Manolete, Pepe Luis y toros de Miura en el cartel –cuya terna abría Pepe Bienvenida–, el llenazo está garantizado. La corrida, muy bien presentada para la época, es la primera lidiada a nombre de don Eduardo Miura Fernández, a quien don Antonio, su padre, y don José, su tío, han cedido las riendas de la ganadería. Desigual de comportamiento, del encierro destacan tercero y cuarto por el lado bueno, y quinto y sexto por el de la “guasa”. Esta vez la partida se la lleva Pepe Luis, que le corta las dos orejas a su primero –otra se llevaría Bienvenida–, después de encandilar a la gente con su naturalidad, pellizco y sabiduría. Por su parte, Manolete anda desdibujado; sobre todo en el “regalito” que le corresponde en quinto lugar, al que, a instancias del matador, el picador Atienza pegó fuerte hasta en los mismos medios del ruedo, siendo multado. El cordobés se lo quitó de encima como pudo y cosechó una abundante ración de pitos, agravados por la injusta ovación –con evidentes ánimos de molestarle– que acompaña al marrajo en el arrastre. Esta vez, Sevilla se impone a Córdoba. Y para que no quepan dudas, basta ver la euforia con que los pepeluisistas se apoderan de bares y cafés para comentar y celebrar el festejo, mientras el compungido manoletismo regresa a Córdoba con cara de funeral.
Sin embargo, al combate aún le queda un asalto. La fecha: 20 de abril. En toriles: ocho toros de la aquel mismo día fallecida marquesa viuda de Villamarta. En el portón de cuadrillas, Pepe Bienvenida, Juanito Belmonte, Manolete y Pepe Luis. Todos los ases del póquer están bien, pero ese día lo acontecido en el séptimo toro de la tarde eclipsa, borra y barre absolutamente todo lo ocurrido en el resto de la corrida, de la feria y de muchas ferias.
Hay triunfos que sólo llegan a los aficionados, otros que alcanzan a todo el público y algunos, muy escasos, que desbordan el perímetro de la plaza para atraer la atención incluso de aquellos que están totalmente ajenos al toreo. Son triunfos que perviven a través del tiempo cabalgando en los relatos que los padres cuentan a los hijos y los abuelos a los nietos. El de Manolete en el séptimo burel de Villamarta es de estos últimos. Cuando el torero de La Lagunilla alzó el brazo recamado de oro de su terno azul rey para brindar la faena desde el mismo husillo de La Maestranza al cónclave que la abarrotaba, nadie podía saber que Manolete iba a realizar una obra consagrativa; una faena tan colosal que iba a colocarlo en el disparadero de la grandiosa figura –torero de época– que llegaría a ser. Tal fue la conmoción que consiguió desatar en los tendidos, que los aficionados de más edad no pudieron evitar evocar aquellos terremotos que ocasionaba Belmonte en sus tardes cumbres. Tanto fue así, que hasta el reloj de la plaza detuvo sus manillas como si quisiera inmortalizar el hecho y, a partir de él, comenzar a contar un nuevo tiempo del toreo.
La corrida de Villamarta no dio facilidades y ese séptimo toro tampoco. Ante él, erguido, solemne, serio, solo en los medios, Manolete logró coordinar la belleza de la emoción con la emoción de la belleza. De comienzo, el pórtico de tres estatuarios hieráticos, sin mover un ápice sus atornilladas zapatillas, y de un ajuste nanométrico. Después vinieron la composición escultórica de la tanda de redondos y más tarde la cúspide de cinco naturales cadenciosos, elegantes, suaves, magníficos, donde el burel, perdidas ya sus reticencias iniciales siguió el engaño imantado en una muleta que lo guiaba sin separarse de su morro. Pero creo que trasladaría mejor al lector el calado del acontecimiento si en vez de narrar el repertorio de su faena me centro en la condición del toro, porque aquel astado, por su naturaleza tarda y probona, le hubiera servido a muy pocos toreros de aquella época. Para tener posibilidad de éxito con un astado así había que conjugar dos verbos valientes: consentir y aguantar; pero conjugarlos hasta unos extremos que ningún diestro de aquel tiempo era capaz de lograr excepto Manolete. Este fue su secreto con dicho toro y una de sus principales aportaciones al nuevo arte del toreo que él traía. Hubo un momento en que el de Villamarta se le quedó parado con los pitones a la altura del pecho y Manolete ni se inmutó. Aguantó a pie firme hasta que lo hizo pasar –la angustia de la plaza explotó entonces en admirado júbilo– y, a partir de ahí, fue rompiendo el toro, que acabó humillando y con un son extraordinario gracias a la dulzura y al temple con que el llamado a ser tercer Califa del toreo –a Machaquito lo auparon al califato ya a título póstumo– lo fue ahormando para construir, entre clamores, su excepcional obra maestra. Y como tras el epílogo de las manoletinas se volcó sobre el morrillo –con uno de aquellos volapiés suyos que lo colocaron entre los mejores matadores de la historia– para tirar al toro sin puntilla, el redondo manicomio mutó en blanco su policromía y obtuvo para él las orejas y el rabo de su enemigo, obligándole a dar dos vueltas al ruedo.
La feria ya tenía nombre y ganador: ¡¡Manolete!! Esta vez, el retorno de los cordobeses en vez de funeral fue bautizo. Haciendo honor a la efeméride, el cronista taurino José Luis de Córdoba escribió: “En la tarde del domingo 20 de abril de 1941, el diestro Manuel Rodríguez “Manolete” levantó en el centro del ruedo de La Maestranza sevillana un monumento al arte del toreo, en cuya base reza esta leyenda: Córdoba queda en Sevilla, ¡que nadie la mueva!”Y acertó de pleno, porque, a través de Manolete, Córdoba no sólo quedó en Sevilla, sino en España entera y en todo el orbe taurino. Y ahí sigue todavía.
1 comentario:
Enhorabuena
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