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martes, 9 de marzo de 2021

Chamaco, el torero que revolucionó Barcelona

  Una historia de amor recíproco entre el torero onubense y la afición catalana, que lo hizo suyo para siempre. 

POR PACO MARCH


Fue el 7 de marzo de 1954 y yo estaba allí, al menos eso es lo que siempre me contaron mis padres, en cuyos brazos (sólo tenía siete meses) asistí a la presentación de Antonio Borrero Chamaco en La Monumental, la tarde que abría una historia de amor recíproco entre el torero onubense y la afición catalana, que lo hizo suyo para siempre. Yo, también.

Una semana antes se había iniciado en Barcelona una huelga de tranvías en la que la subida de las tarifas de los billetes sólo era la excusa, pero no el motivo. La ciudad (como España entera) vivía sometida a los estragos de la Guerra Civil y la no menos durísima postguerra. Pese a la represión política,  el movimiento obrero, desde la clandestinidad, empezaba a reconstruirse y un partido político, el PSUC (obviamente también clandestino y con la mayoría de sus dirigentes en la cárcel o en el exilio) aglutinaba a muchos intelectuales. Una ciudad gris que, de pronto, despertó.


En esa grisura, apenas iluminada por los neones del Paralelo, el fútbol y los toros eran un oasis de pasiones. Un año antes había llegado al Barça Ladislao Kubala, un futbolista húngaro, tan rubio como Platko, aquel portero al que Rafael Alberti dedicó su poema “oso rubio de Hungría. Si Kubala cambió la historia del Barça (obligado a levantar un nuevo campo de fútbol, aún hoy llamado Camp Nou), Chamaco la revolucionó.

Tras ese debut, empezó el “fenómeno Chamaco”. El empresario Pedro Balañá, ¡ay, qué tiempos!, le había prometido pagarle los gastos y una repetición si gustaba: toreó veinticuatro tardes ese año en Barcelona, cortando 33 orejas, 7 rabos y 3 patas.



El “chamaquismo”.


Se convirtió en un fenómeno popular al que se sumó la rivalidad, hábilmente orquestada por Balañá, con el torero de Santa Coloma de Gramanet, Joaquín Bernadó, de concepto estilístico opuesto a las heterodoxas formas del onubense.

Con un toreo basado en la quietud, una cintura de enorme flexibilidad, reflejos asombrosos y pisando terrenos de inverosímil proximidad a los pitones, Chamaco, con su acusada personalidad, llena los tendidos y desata las pasiones de una sociedad necesitada de ídolos y, en lo taurino, huérfana de ellos desde la muerte de Manolete.

Torero tremendista se le llamó, quizás con cierto aire de descalificación, pero lo cierto es que Chamaco supo cautivar no sólo a los aficionados sino también ser recibido en los salones de la alta sociedad de la época que, con una mezcla de  admiración y gusto por lo “exótico “ lo convirtieron en asiduo de sus fiestas, rompiendo así barreras y llevando su particular revolución más allá de los ruedos.


Eran los cincuenta, años de gloria para el toreo en Barcelona, con dos plazas, Las Arenas y La Monumental, funcionando a la vez, incluso solapadas en su programación y también con una escuela taurina , la del torero eibarrés  Pedro Basauri Pedrucho ( debutó en Las Arenas en 1914) que lucía su porte distinguido (fue, también, actor de cine) por el Paseo de Gracia- donde regentaba una tienda de chocolates- y se quitaba el sombrero al paso de las mujeres guapas. Por la Escuela de Pedrucho pasaron toreros catalanes de la época, como Roberto Espinosa, Enrique Patón o Enrique Molina. Años aquellos de efervescencia taurina, con las calles invadidas por la muchedumbre que, después de las tardes de toros, portaban en hombros a su ídolo Chamaco, en una procesión laica de fe y fervor, desde Las Arenas o La Monumental hasta el hotel Comercio, en la calle Escudellers, travesía de la Rambla de las Flores, donde se alojaba siempre el torero.

Sí, hablar de la Barcelona taurina es hablar de Chamaco. Y viceversa, pues no se entienden el uno sin la otra. Durante doce años, Chamaco toreó aquí 178 tardes, 163 de ellas en La Monumental y las otras 15 en Las Arenas.

Por eso y por tanto, traigo hoy aquí a Chamaco.

 Porque tampoco entiendo mi vida sin ese recuerdo, difuso en sus inicios pero que forma parte del territorio de la infancia. Desde aquella primera tarde, aún en brazos de mis padres, a la memoria posterior, con seis, siete, ocho años…hasta el adiós.


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