Hace poco escribía sobre el estado del toreo hace un siglo por estas fechas; pero como nuestra máquina del tiempo me permite llevarles más allá en el pasado, me propongo mostrarles el cuadro que ofrecía la fiesta de los toros doscientos años atrás; esto es: a principios de 1821.
A esa distancia temporal, nos encontramos con muy sustanciales diferencias en cuanto a las corridas se refiere; por ejemplo: todavía la lidia no estaba dividida en tercios. Tal división la instituyó más de una década después Francisco Montes, Paquiro; mas en el año que nos ocupa éste contaba tan sólo dieciséis de edad y se ganaba el sustento trabajando de albañil, aunque no dejaba de aprovechar la ocasión para ponerse delante de las reses en el matadero de su Chiclana natal. Por entonces, los picadores permanecían en el ruedo de principio a fin de la lidia y el picar y el banderillear se ejecutaba sin orden ni separación previa alguna.
Aunque en esa época ya las banderillas se colocaban a pares, como ahora; para los toros mansos se utilizaban las banderillas de fuego, que se mantendrían vigentes hasta 1950, año a partir del cual comenzaron a utilizarse a tal fin las banderillas negras. También se practicaban por esas fechas dos suertes afortunadamente desaparecidas: la de echarles, a potestad del presidente de la corrida, perros a los toros muy mansos para sujetarlos y ponerlos a disposición del puntillero, y la de la Media Luna, que desjarretaba al toro que no admitía pelea o al que la torpeza del espada amenazaba con hacer interminable su lidia. Era una costumbre repugnante por cruel que el propio Paquiro, en su tauromaquia de 1836, recomienda suprimir.
También faltaba mucho para que se comenzaran a sortear los toros. En 1821, no existía el sorteo, pues era el propio ganadero el que decidía el orden de lidia –bajo el lema: los mayores para los mejores–, buscando el óptimo lucimiento de la corrida. De este modo, normalmente se elegía el toro de más trapío para abrir plaza, propiciando el mayor impacto en el público, y se reservaba para que saliera en quinto lugar el toro de mejor nota, con la idea de levantar la corrida si estuviese saliendo mala o, por el contrario, consolidar el triunfo. De esta práctica nace el aforismo de “No hay quinto malo”, que pierde todo su sentido desde el advenimiento del sorteo, aunque la inercia del refranero y la ignorancia del público mantengan vigente su uso. Para cerrar el festejo dejaban el más terciado y se repartían los restantes de modo que el segundo espada se llevara otro toro grande, aliviando en todo caso al espada más nuevo.
Tampoco existía la ceremonia de alternativa, que no comenzó a ponerse en práctica hasta mediados de aquel siglo. En la época que tratamos, bastaba con que el neófito obtuviera el beneplácito de los otros espadas para alternar con ellos y le dejaran matar un toro para ascender de categoría. No obstante, en muchas ocasiones ya habían probado al nuevo matador anunciándolo como “media espada” –que no alternaba con ellos– y dejándolo estoquear el último toro de la tarde.
Y nadie llamaba entonces al toreo “Arte de Cúchares”, porque hasta el mes de mayo del año en que nos situamos el niño Francisco Arjona Herrera no cumpliría los tres añitos. Le quedaba aún mucho tiempo por delante para convertir su apodo en antonomástico del arte de la lidia.
De igual modo, ni que decir tiene que los caballos de picar iban “desnudos”, pues habrían de pasar 107 años para que se implantara el uso obligatorio del peto.
En el capítulo ganadero, no habían nacido aún en 1821 la inmensa mayoría de los hierros que nos suenan como más prestigiosos de la cabaña brava. No existía Miura ni Pablo Romero ni Veragua ni Murube ni Parladé ni Santa Coloma ni Saltillo ni Albaserrada ni Concha y Sierra ni conde de la Corte ni ningún Domecq; ni siquiera figuraba todavía el pial del Barbero de Utrera, que formaría la ganadería dos años más tarde. Los que aparecían como más acreditados en los carteles eran el conde de Vistahermosa; Vicente José Vázquez; José Rafael Cabrera; Fernando Criado Freire; Manuel Aleas; Julián Fuentes; Manuel Bañuelos; Vicente Perdiguero; Domingo Varela; Guendulain y Zalduendo, vacadas ambas de la casta navarra; José Luis Alvareda, que había comprado el año antes casi todo lo que tenían los hermanos Gallardo, y las reses de casta jijona de Gil Flores, Bernabé del Águila y Elías Gómez, que formó también su ganadería en 1820.
Lo mismo ocurre con las plazas de toros, puesto que la mayor parte de las que hoy existen aún no se habían construido en 1821. De las principales, sólo daban corridas por aquel entonces las de Ronda, Sevilla, Zaragoza, Aranjuez y Segovia. Además, tenemos las de Campofrío, Aroche y Almonaster la Real, en la provincia de Huelva; las de Santa Cruz de Mudela, Torrenueva y Almadenejos, en Ciudad Real; Béjar, en Salamanca; Trucios, en Vizcaya; Almadén de la Plata, en Sevilla; Rasines, en Cantabria; Fregenal de la Sierra, en Badajoz, y Villaluenga del Rosario, en Cádiz. Por su parte, Madrid daba toros en la plaza construida extramuros de la Puerta de Alcalá; Granada lo hacía en la de su Maestranza y Málaga en una levantada en 1817 en el poniente de la ciudad, derruidas todas éstas hace ya más de un siglo. Un caso curioso es el de la Plaza Nacional de Cádiz, que cerró definitivamente sus puertas el 13 de marzo de 1821. Dicho coso fue construido durante el cerco de los franceses a la ciudad como demostración de la poca importancia que daban los gaditanos a sus sitiadores y como un intento de ofrecer un clima de normalidad y libertad ante las restricciones del asedio.
Ya que hemos mencionado antes los carteles, el prototipo que existía en 1821 era distinto al que estamos acostumbrados a ver, no sólo por su iconografía e iconología, sino porque siempre anteponía el nombre de los picadores al de los espadas. Es ésta una costumbre que se mantuvo hasta iniciada la segunda mitad de aquel siglo en prácticamente todas las plazas excepto en la de Madrid, que siguió manteniendo la anterior secuencia aproximadamente hasta las corridas reales con motivo de la boda de Alfonso XII, en 1879, en las que ya aparece el nombre de los espadas por delante. En el año en que hemos anclado nuestra máquina del tiempo, brillan con luz propia los piqueros Luis Corchado, Sebastián Miguez, Cristóbal Ortiz, Joaquín Zapata, José Doblado, Juan Pinto, Francisco Rivillas y otros; lista a la que, pese a sus méritos, no pueden agregarse Antonio Herrera Cano, muerto por un toro en 1819, y Juan Gallego, retirado de la profesión ese mismo año.
Si recuerdan lo que decíamos del toreo en 1921, se dan dos situaciones muy similares entre dicho año y el que aquí tratamos. En aquel, la cercana muerte de Joselito en Talavera extiende una capa de tristeza que amustia las ganas de toros; estado al que contribuye el clima de agitación social que sacude España desde el año anterior con los violentos conflictos sindicales. En este, la muerte en mayo de 1820 de Curro Guillén en Ronda, corneado por un astado de José Rafael Cabrera, y el levantamiento de Riego en Las Cabezas de San Juan, cuando desenvainando sus ideas liberales enarbola de nuevo la bandera de la Constitución de Cádiz, traicionada por la vileza absolutista de Fernando VII, sume a los aficionados en un clima de desasosiego y apatía que los aleja de las plazas.
Lo cierto es que, desde la muerte de Pepe-Illo, la tauromaquia atraviesa un prolongado bache. La orfandad que deja en el toreo la muerte del espada sevillano y las anteriores retiradas de Pedro Romero y Costillares se ve agravada por la prohibición de la Fiesta de 1805, auspiciada por Godoy, a la que sigue la guerra de la Independencia y a su término la efímera prohibición de Fernando VII, en 1814, levantada el año siguiente. En ese intervalo, un toro mata a Francisco García, Perucho, en Granada, veintiocho días después de la muerte de Illo, y el año siguiente caen los hermanos de Pedro Romero, Antonio, también en Granada, y Gaspar, en Salamanca. Por si fuera poco, el utrerano Curro Guillén –en quien los aficionados ven un prometedor continuador de Pepe-Illo–, dado su patriotismo, se siente bajo sospecha y vigilancia del jefe de policía de Sevilla, Miguel Ladrón, por mostrar su desafección hacia el mariscal Soult, el conde de Montarco y otros prohombres afrancesados favorables al usurpador gobierno, y se marcha del país aprovechando una contrata en Portugal, donde hace campaña con rotundo éxito hasta su regreso a España en 1815. Una vez aquí, vuelve por sus fueros conquistando en temporadas sucesivas el favor de los aficionados hasta tal punto que las contratas ofrecidas son más de las que el torero puede atender. Es la época en que se hizo popular aquella letrilla que decía: “Bien puede decir que ha visto/ lo que en el mundo hay que ver/ el que ha visto matar toros/ al señor Curro Guillén.” Y en la suerte de matar un toro de Cabrera, encontró la muerte en Ronda el domingo, 21 de mayo de 1820.
A la muerte de Curro, el toreo agrava más aún su decadencia. Jerónimo José Cándido sigue toreando, pero en 1821 cuenta con 61 años, que no es edad adecuada para sacar a la Fiesta de ninguna crisis; en cuanto al resto de la torería no va más allá de una honrosa mediocridad. Sus nombres más destacados son los de Juan León y Antonio Ruiz, El Sombrerero. Ambos habían figurado en la cuadrilla de Curro Guillén y su competencia en los ruedos tuvo más carácter político que artístico, ya que mientras León había entrado como voluntario en la Milicia Nacional, dadas sus ideas liberales, El Sombrerero siempre se había distinguido por su recalcitrante absolutismo. Así, mientras que en el trienio liberal de 1820 a 1823, Juan León tuvo el ambiente a favor, durante la década absolutista que le siguió pasó más fatigas que el propio Roque Miranda, matador de toros madrileño, también liberal, al que por algo apodaron “Rigores”. Del resto de nombres que, al correr del tiempo ocuparían puestos destacados en la Fiesta, eran todavía demasiado niños. Así, hemos señalado que Cúchares cumpliría 3 años en 1821. Su futuro competidor José Redondo, El Chiclanero, tenía dos. Julián Casas, El Salamanquino, contaba con tres, y Cayetano Sanz no nacería hasta agosto de aquel mismo año. Claro que entre ambos grupos se interpone la Real Escuela de Tauromaquia de Sevilla, creada por Fernando VII a instancias del conde de la Estrella, que la considera necesaria para sacar la Fiesta del estado de decadencia que la postraba, y la grandiosa figura de Francisco Montes, Paquiro, con quien el toreo experimenta un alza sin parangón desde los tiempos de Illo y Romero.
El llamado “Napoleón de los toreros” es quien saca al toreo de la crisis en que estaba sumido, pone su nombre a la época que le vio torear y dota a la corrida de las reglas que aún no tenía en 1821. Él es quien divide la lidia en tercios, limitando la presencia en el ruedo de los picadores a la finalización de la suerte de varas; él quien formaliza el segundo tercio, que hace separar del de varas y del de muerte por un oportuno toque de clarín; el queimplanta la montera y el que agrega pedrería y lentejuelas al vestido torero para que comience a llamarse “de luces”. Paquiro fue a las formas del toreo, lo que Belmonte al fondo. Si con éste nació el toreo moderno, aquel puso los cimientos de la corrida actual; pero para eso quedaba más de una década a partir de este 1821 en el que nos hemos plantado, lo cual deja todo esto fuera de nuestro relato.
1 comentario:
Excelente el artículo y muy bien documentado
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