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lunes, 14 de mayo de 2018

ANTOLOGÍA DE LA CONFUSIÓN

El orden jerárquico de la Fiesta es una patraña porque los empresarios taurinos ya no organizan las ferias atendiendo a los méritos o al interés del público. Como simples intermediarios (que es en lo que se han convertido) contemplan a los toreros no como los grandes protagonistas del espectáculo, sino como mercancía barata que manejan a su antojo, a veces hasta límites indecentes, atendiendo a comisiones, intercambios y demás trapicheos.

 Y como tales mercaderes, si el género no está en su poder, lo apartan a un lado aunque se llame Jiménez Fortes y haya puesto en evidencia, con tres muletazos, a medio escalafón. 
Y al otro medio. (Al hilo de esta reflexión, les invito a valorar, por poner un ejemplo de ayer mismo, en qué puede aventajar Joselito Adame a su paisano Sergio Flores, para que el primero esté en muchísimas ferias y el segundo, en ninguna).
A toda esta confusión coopera la prensa ¿especializada?, que también por meros intereses comerciales iguala (o pretende hacerlo) el nivel de los toreros y de sus triunfos.
 Por lo visto, todo el mundo está “cumbre”, la palabra más utilizada en la tauromaquia en dura pugna con “apoteósico”, “magistral” y  “figurón del toreo”. Y como no hay pudor y sí muchas ganas de rebañar publicidad, Fortes comparte espacio, elogios, portadas y titulares con varios compañeros más que no le han llegado ni a las suelas de las zapatillas.
Para cerrar el círculo de esta antología de la confusión están los presidentes. 
A Francisco José Espada le han dado la primera oreja de San Isidro, pero ya dijo Curro Romero que lo de las orejas se inventó para cuando no hubiera nada que recordar. A mí lo que me interesa de Espada es que pegó un natural maravilloso y que tiró al toro sin puntilla en su primera tarde del año, pero el prestigio de una faena no puede depender de que un señor saque o no un pañuelo.
 Yo prohibiría lo de cortar las orejas y dejaría decidir al público.
 Así, Espada hubiera dado una merecida vuelta al ruedo y a Fortes lo hubieran sacado a hombros tras reventar el gentío, a empujones y patadas, el cerrojo de la Puerta Grande.
 Y de paso, esa criatura que ocupaba el palco se hubiera marchado tranquilamente a su casa sin que nadie supiera que carecía de sentido común
. Y de sentido del ridículo, muy útil para casos como éste.

Por Álvaro Acevedo 


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