La más emocionante de lo que va de feria por una razón distinta: la pelea de un torero competente y dispuesto a lo que fuera con un toro de muy manso genio, que quiso hacer presa cuando pareció sentir que podía hacerlo -el sexto sentido del toro de lidia- y se resistió lo indecible a tomar engaño, engallándose primero, escupiéndose y huyendo luego, soltando tralla después, metiéndose por delante, de costado y por detrás, protestando. Gómez del Pilar lo había esperado a porta gayola, pero el toro salió contrario y ni caso. Con el peso de la lidia cargó Noé y lo hizo con maestría, y con detalles de torero grande.
Este tercero fue, hasta entonces, el toro más difícil de picar de todo San Isidro. Se pidieron banderillas negras. Brindis al público -en banderillas, dos embestidas largas fueron señuelo- y, en fin, la faena épica: de tragarle al toro los arreones de genio, de llegar a ligarle en tablas o en el tercio dos tandas de las que no se ven, de apostar hasta el último momento por meter en vereda viajes descompuestos.
Habría bastado un remate de pitón a pitón, porque la cosa se celebraba en serio, pero Noé -la ambición- decidió perseguir al toro, aguantarle ataques de pasar los pitones rozando el pecho, la barbilla, la barriga, los muslos. El silencio de la plaza fue singular. Incluso, cuando por querer de más Noé, la faena perdió el ritmo que tuvo en su primera parte. Una gran estocada. Se caía la plaza. Tuvo que saludar desde el platillo el torero antes de arrastrarse el toro. Y después de arrastrado otra vez.
Corrida enteriza y poderosa de Dolores Aguirre, pero desoladora por sus huidas o su violencia. Un primer toro de fijeza, y un tercero de sufrir. Dos faenas de altísima tensión
Madrid, 27 may. (COLPISA, Baquerito)
Domingo, 27 de mayo de 2018. Madrid. 20ª de San Isidro. 13.000 almas. Sol de partida, encapotado a partir del tercer toro. Dos horas y veinte minutos de función. Seis toros de Dolores Aguirre (María Isabel Lipperheide). Rubén Pinar, saludos y silencio. José Carlos Venegas, palmas y saludos. Gómez del Pilar, saludos y palmas.
Daniel López picó con garra y acierto al primero. David Adalid prendió al quinto dos pares dificilísimos y fue obligado a saludar. Infatigable brega con el cuarto de Miguel Martín, bravo una vez más en banderillas.
SOLO EL PRIMERO de los seis toros de Dolores Aguirre tuvo propiamente trato. El mejor hecho de una corrida que dio en tablilla un promedio de 600 kilos. Hondo, bizco y listón, ese toro que partió plaza, las manos por delante de partida, se empleó en el caballo, atacó en banderillas con celo y tuvo en la muleta algo que ninguno de los otros cinco de corrida: fijeza. Fijeza cara, porque, correoso, un punto tardo, algo probón y a veces frenado, caras vendió sus embestidas. Rubén Pinar hizo con él una faena de gran rigor y lindo riesgo.
Paciencia serena, la muleta al hocico cuando convino, el toque a tiempo, colocación perfecta para gobernar y librar todos los viajes del toro, los buenos y los que no tanto. Seguridad muy llamativa. No solo el oficio, que en Rubén data de sus tiernos años de torero precoz, sino mucho más. El temple auténtico o impuesto, valor de no ceder ni un paso, la inteligencia para hallar el terreno preciso, y las pausas precisas también, sin dejar el hilo suelto nunca.
Ligarle al toro por abajo dos ricas tandas en redondo -la segunda, de aire magistral- fue causa mayor. Y atreverse con la izquierda, muletazos ayudados trayéndose el toro, mérito muy especial. La faena fue de tensión, pero hermosa y redonda. Llegó a parecer hasta sencilla. No lo fue. Cuando el toro se puso gazapón a última hora, Rubén le anduvo hasta manejarlo y volverlo a fijar. El ambiente era de asentimiento incondicional. Pero no pasó Rubén con la espada hasta el tercer intento. Gran estocada.
Después de esa bonita faena, y de ese primer toro que tanto llevaba dentro, comenzó un desfile muy inquietante de toros monumentales. De hechuras razonables, sin embargo, las de segundo y tercero. Los tres últimos, superlativos. Un cuarto cabezón, altísimo, casi playero, sin cuello, atacadísimo: un quinto frentudo de traza jurásica; y un sexto más armado que los demás. Ninguno de esos cinco se prestó a hazañas. Por bronco, incierto y áspero el segundo, el más violento de los seis; por desarrollar sentido y por huirse el tercero; por reservón y por rajarse sin remedio el cuarto; por huir hasta de su sombra el quinto; y por buscar puertas de salida hasta echarse hasta tres veces en la de toriles el sexto.
Los méritos, el arrojo y la soltura de José Carlos Venegas -se anuncia ahora Venegas a secas- tuvieron también reconocimiento: por su manera de exponer y de atreverse, su tenacidad, su buen sentido para torear sin esconderse ni flaquezas, y porque cobró dos estocadas de extraordinaria ejecución. Rubén se quitó de en medio al cuarto dignamente. Y Gómez del Pilar intentó repetir hazaña -larga cambiada a porta gayola excelente, ahora sí- pero el sexto toro fue el más huido de todos. Y si abren una puerta, se va y no vuelve.
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