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miércoles, 9 de mayo de 2018

EL TORO, SÍMBOLO SOÑADO

LO MIRAS Y PARECE EXACTO aquello del poema: «Todo mi corazón desmesurado».
 Por la belleza. Por el enigma. Por la caprichosa anatomía de un animal que tiene línea de vendaval sereno y arista de furia desatada. Es un extraordinario récord de elegancia lo que acumula el toro, lo que no deja ver pero se intuye. Es difícil encontrar un cúmulo de tejidos, y células, y músculos, y sangre acumulada, con tanta capacidad de generar entusiasmo. Tiene leyenda y tiene campo. De niño me llevaban a ver los toros al Batán (Madrid) y aquel era un viaje épico, un trayecto corto del que era difícil olvidarse del todo.
Nunca he sabido concretar la atracción por la tauromaquia, pero tampoco hago mucho por descubrirlo. Está bien así. El entusiasmo no sólo viene por la áspera sociología que acumula, por las ráfagas de estética que esconde, por la ceremonia que impulsa. Sé que es el toro. Sé que todo viene de ahí. Estudiar su cuerpo excesivo y sus patas pequeñas. Intuir la nobleza con su combinación de peligros dentro. Su azabache cosido a más negror, que nunca suena a luto sino a asombro. El toro sereno antes de la hora del albero. La majestad más sublime que modesta. Incluso la arrogancia que uno entiende plenamente. Es un animal dotado de una extraña condición de estatua que lo hace aún más arterial.
El toro es sombra, duelo y distancia. Igual que es fuerza, verdad y símbolo. Ahora cómo explicar que uno en la tauromaquia ve al animal poderoso, no su luto. Y ve su fuerza. Y vibra con la casta originaria. Cómo decirlo entonces. De qué manera entender que algo de fuerza primera y primaria es lo que emociona. Y que su combinación en los compases del toreo genera algo que no tiene forma ni en la forma cabe.
Existen mil pasadizos de artificio para justificar o justificarse. Pero el toro es tan rotundo, tan perfecto, tan catarsis que siempre de nuevo nos parece un sueño.

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