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domingo, 20 de noviembre de 2011

Sin suerte de varas.

Basta ser testigo cada tarde de toros para entender la ilógica de una suerte, desvalida y a la intemperie del sinsentido, con la que se desvela la pérdida de su fundamento. El cada vez más minusvalorado tercio de varas no es más que un trámite en la lidia del que se teoriza mucho y se practica muy poco. Nada. No ha lugar. No lo admite el toro de hoy hecho para el toreo de hoy. Esa es la cuestión, y no otra, por la que se prescinde de un 'castigo' tan candoroso como dar por bueno lo que es escandalosamente penoso.

Hace unos días los presidentes de las plazas de toros de España adoptaban conclusiones tras celebrar su tercer congreso en Cuenca. Y entre ellas, una sumamente novedosa, la introducción en las corridas de toros de dos tipos de puyas de diferentes dimensiones, identificadas con anillas de colores, que se usarán a criterio del matador y en función de las condiciones físicas del animal. Respondían así, aunque camuflando la precariedad de la situación, al devenir de lo que acontece en el ruedo.

La verdad sea dicha, uno no termina de ver la solución cuando más nubes de tormenta se ven en el horizonte. Cuando la modernidad del toreo ha convertido al toro en un animal falto de movimiento, apagado y agotado. Cuando la excesiva bondad se ha extendido como un virus a casi todos los campos ganaderos. Cuando lo que se impone es reclamar el necesario y urgente reajuste de los conceptos nobleza y casta en la selección. Estos sí son puntos de fuerza por los que abría que abogar en perfecto equilibrio para remediar la situación. Este es el problema de fondo y no las dimensiones de una puya.

Queda no sólo reconocer sino admirar la sabia selección con los que algunos ganaderos permiten desarrollar la bravura en perfecta armonía con la noble acometida. Son muy pocos, usted y yo lo sabemos, cómplice lector, los que por su búsqueda personal y ajena a todo absolutismo mantienen su gusto por la casta del pasado como algo vivo en el presente



Manuel Viera.

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