Se había arraigado una percepción ortodoxa e intolerante que relacionaba al maestro alicantino con la impostura. Y que justificaba la aversión de Las Ventas al «invento de Sevilla», de forma que Madrid coaccionaba y sacrificaba cualquier atisbo artístico que pretendiera airear el Turronero.
Era el apelativo degradante habitual, como Manzanita, aunque los hooligans del siete, refractarios a un torero guapo, rico y bueno, capitularon en 1993, cuando el matador cuajó una imponente faena a un ejemplar de Manolo González.
No es que Manzanares hubiera aprendido a torear con 40 años. Sucedió que Madrid había rectificado la intransigencia. Y el justicierismo con que los aficionados abjuraban de las figuras, tantas veces expuestas a la discriminación progre que conllevaba el culto a Antoñete. Y que se urdía jacobinamente en las tertulias del Braulio.
Me hice de Manzanares en Nîmes con el asombro de una faena por naturales a un toro descomunal de Guardiola. Y no por cuestiones edípicas, sino por haber comprendido la noción y el mérito de «abandonarse». Que parece una abstracción. Y que consiste en adquirir una dimensión extracorpórea, olvidarse del toro, dejarse ir, mecer los avíos como si fueran las manos, desmayarse.
- Maestro, usted tiene arte hasta para llevar la gabardina.
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sábado, 1 de noviembre de 2014
Arte hasta para llevar la gabardina.
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