"... el toreo es un espectáculo tan único, tan distinto a todo lo demás, que se resiste a ser encorsetado en cualquier cuadrícula previamente establecida, sea ésta la que fuere.
Por exceso o por defecto, a ninguna se acomoda. Siempre le sobra o le falta algo.
Y se me ocurre que, tal vez el fallo esté en tratar de integrarlo en algo distinto a lo que él es, cuando lo procedente sería reconocer su radical singularidad"
Una vez justificada la naturaleza cultural de la Tauromaquia en el artículo anterior, y siguiendo el consejo de Ortega y Gasset, acometamos la empresa de tratar de esclarecer el toreo. ¿Qué es el toreo? ¿En qué categoría habríamos de encuadrarlo dentro de la cultura?...
No es tarea nada fácil despejar estas incógnitas.
Si huimos apresuradamente de los tópicos, si nos salimos del “lo más bonito del mundo”, de los taurófilos, y del “salvajismo y tortura”, de los taurófobos –juicios de valor que ningún conocimiento arrojan sobre ese espectáculo extraño, complejo fascinante y único–, desentrañar las claves definidoras de su naturaleza requiere un esfuerzo intelectual que hace parecer ridículos tanto el panegírico del aficionado, como la insultante descalificación del antitaurino.
Antes de ponernos manos a la obra, sería conveniente resaltar que vamos a ceñirnos a hablar de la corrida, del espectáculo taurino, que es como atender sólo a la punta visible de un iceberg, puesto que el toreo es un mundo mucho más vasto y amplio que abarca desde las dehesas donde se crían y seleccionan las reses bravas hasta los cafés, peñas, bares y barberías donde se reúnen los aficionados y profesionales para conversar, discutir o estar al tanto de lo que ocurre en el mundillo taurino.
De momento, rompamos el fuego diciendo que el toreo es una actividad que pone en relación a un hombre con un toro de lidia. Esa relación es de enfrentamiento; luego, en principio, el toreo es un enfrentamiento entre dos individuos de dos especies diferentes, lo que excluye la igualdad de nivel vital entre ambos.
Esta desigualdad hay que subrayarla, pues, en contra de la pretendida igualdad animal tan cacareada por el animalismo, existe una jerarquía vital entre las distintas especies, máxime en este caso, cuando la humana es la única dotada de inteligencia abstracta, lo que supone un tremendo salto cualitativo en el discurrir de la evolución. El hombre, con su inteligencia, es vitalmente superior al toro.
Esto no impide, como de hecho ocurre, que el toro supere al hombre en ciertas dotes; por ejemplo, que sea incomparablemente más fuerte y potente y con una agresividad muy superior. Tanto que, en una lucha cuerpo a cuerpo, el hombre nada tendría que hacer frente a un simple novillo de dos años.
Esta superioridad del hombre –del torero– sobre el toro no puede ser absoluta si ha de haber toreo. La inteligencia ha de ponerse coto a sí misma para que la desigualdad no se dispare y el animal tenga su chance. La propia evolución del toreo ilustra cómo el torero ha ido acumulando hándicaps, buscando conceder ventajas al toro para nivelar las desigualdades de partida. No hace esto el torero por un espíritu caballeroso o por pura gentileza, aunque lo acepte y proponga con plena voluntad; lo hace por exigencias del toreo.
Porque si no lo hiciera, si no limitara su poder destructor y su superioridad, no sólo aniquilaría a las reses, sino que, de paso, destruiría al toreo mismo. En el toreo hay pues una espontánea renuncia del torero a la supremacía de su humanidad.
He aquí uno de los principios que rigen la ética taurina, cuyo trasfondo no es otro que el deber que asume el torero de poder perder la vida, como condición inexcusable para tener derecho a matar al animal (De la muerte del toro ya hablaremos próximamente).
Urge aclarar que estas concesiones que el torero concede no responden a ningún espíritu deportivo. El toreo no es un deporte, aunque, como éste, exija al hombre que lo practica un duro entrenamiento físico. Y no lo es, porque no pretende partir de una igualdad que ofrezca la misma probabilidad de ganar la lid a los dos contendientes, como si fueran dos equipos de fútbol enfrentados en un partido o dos púgiles cruzando sus guantes. En el toreo se parte de la base que es el toro y sólo el toro el que debe morir, aunque para ello, como hemos señalado, el torero arrostre obligatoriamente el peligro de perder su vida en el empeño.
Aprovechemos este merodeo, que nos permite acotar algo nuestro objetivo señalando lo que el toreo no es, y estrechemos el cerco afirmando que el toreo tampoco es caza. En ésta, la relación entre el hombre y el animal es totalmente asimétrica.
El hombre es el agente y la pieza a cobrar el paciente; uno es el cazador y el otro el cazado. Porque si el cazado fuese simultáneamente también cazador, no habría caza, sino un combate, ya que la lucha es una acción recíproca. Si la pieza a cobrar luchase normalmente con el cazador al punto de definir su relación por ese pugilato, no habría cacería, sino un fenómeno radicalmente distinto.
De ahí que torear no es cazar. Ni el torero se plantea cazar al toro ni éste, al embestir, lo hace con intención cinegética. En la caza, el cazador pretende apoderarse de la pieza a cobrar; en el toreo, el torero no pretende apoderarse del toro ni el toro del torero; antes al contrario, cuando el toro le embiste lo hace con la intención de aniquilarlo, suprimirlo, quitárselo de en medio, borrarlo de su presencia; de ahí que, si lo coge y lo cornea a placer y tiene la impresión de haber acabado con él, lo deje donde está, lo abandone y pase a ocuparse de otros menesteres.
¿Nos permite lo dicho definir el toreo como una lucha? Me temo que tampoco. Algo de lucha tiene, no cabe duda; pero es una lucha tan peculiar, tan sui generis, que, a la postre, acaba por no serlo. Lucha sin paliativos es la que podía enfrentar en el circo romano al bestiario pertrechado de red y tridente con el leopardo o la pantera. Ahí la finalidad de ambos radicaba en dar muerte al contrincante y no ser muerto. Toda la estrategia de ambos estaba focalizada en ese objetivo: matar antes de ser matado. Y no mediaba regla alguna para lograrlo.
El enfrentamiento –prefiero llamarlo así y no lucha o combate– que se establece entre el torero y el toro no es de esa índole. No es un ataque recíproco. El toro ataca al torero; pero no puede decirse que el torero ataque propiamente al toro, salvo en el momento de ejecutar la estocada. Lo que le interesa al diestro no es suprimir al toro matándolo. Eso es tan sólo el previsto e insoslayable colofón a todo lo que ha ocurrido antes. Y todo eso que ha acontecido antes entre el torero y el toro, a diferencia de la lucha en el circo romano, está lleno de reglas, de preceptos, que, lejos de perseguir la eliminación física del animal, tratan de buscar dos logros: por un lado, establecer a priori un orden espaciotemporal en el teatro de operaciones –el ruedo–, que neutralice el caos que el toro, con su agresividad y violencia, trae consigo; por otro, atañendo a la forma de relacionarse el torero con el toro, hacer aflorar la emoción por medio del deleite estético o por la sublime bizarría del riesgo asumido por el hombre.
¿Y qué busca el torero con el toro?... Torearle; esto es: engañarlo sin mentirle, burlarlo sin perderle el respeto –y no crea el lector que, al decir esto, estoy haciendo un ejercicio de retórica; es que el toreo es así de sutil, de fugitivo, de vaporoso, de etéreo–, crear belleza con él, exteriorizar lo que lleva por dentro: algo que podríamos denominar sueño, deseo, vocación o sentimiento. Simultáneamente, y a ser posible sin que se note, también se persigue dominarlo, doblegar su potencia, lograr que se sienta vencido, que se entregue a la voluntad creadora del hombre y se convierta en un fiel colaborador, para poder lograr ese deleite estético del que antes hablábamos.
Hagamos un alto y pasemos revista a lo que hemos conseguido hasta ahora en nuestro esfuerzo por esclarecer el toreo. Hemos concluido que es una relación de enfrentamiento entre un hombre y un toro de lidia; que no es un deporte, porque en un aspecto el resultado final está fijado de antemano: la muerte del toro; que no es caza, pues ningún ánimo venatorio asiste a los protagonistas, y que no es propiamente una lucha, aunque la lidia tenga algo de combate y eso sea para el toro.
¿Podíamos identificarlo con un rito? Si tomamos el término en su acepción de conjunto de normas prescritas para la realización de un determinado culto, o de acto repetido de manera invariable que se respeta como religiosamente, no cabe duda de que el toreo responde a tal categoría, pues no existe un espectáculo en el mundo tan ritualizado como éste. Desde el toque de clarín, el ordenamiento y lugar que cada lidiador ocupa en el paseíllo y posteriormente en el ruedo, el vestido que llevan, la secuencia inmutable de la lidia…, hasta el código de colores que el presidente de la corrida luce en sus pañuelos, todo en la corrida es un ritual que se repite toro a toro y tarde a tarde cada día de corrida. Nada en el toreo es gratuito. Todo tiene su sentido y su razón de ser. El único azar o improvisación es el que el toro lleva en su comportamiento, lo que hace de cada lidia un acontecimiento distinto y garantiza que ninguna corrida –resulte buena, mala, tediosa o apasionante– sea igual a otra.
Como todo este ritual gira en torno a la inmolación pública del toro, ¿podríamos definir el toreo como un rito sacrificial?... Tampoco del todo, puesto que rito e inmolación, hay; pero, ¿hay sacrificio? Para ello deberían darse dos preceptos que el toreo no cumple: un dios al que ofrendar la muerte del toro y la pasividad de éste. El primero no se cumple porque no existe tal divinidad. Y el segundo tampoco, porque el toro muere luchando, no está pasivamente jugando su papel de víctima, como el sacrificio prescribe.
Sin embargo, podríamos proponer un par de modificaciones que obviaran estas dificultades. Por un lado, sustituir al dios por otro ente que fuera el beneficiario de la ofrenda, y por otro, cambiar el objeto del sacrificio.
Si eliminamos al dios, tendríamos entonces un rito sacrificial profano o, mejor aún, ateo.
En cuanto al segundo cambio, lo efectuaríamos aprovechando que la lidia del toro muestra en su liturgia y en el ideal que persigue una notable similitud al sacrificio de ofrenda cuando éste, en su evolución histórica –como señala Ernst Cassirer–, deja de restringirse unilateralmente al contenido de la misma y se concentra en la forma de dar, de ofrecer –lo que en la lidia equivaldría a la forma de realizar el toreo–, considerando que ahí se ubica la parte medular del sacrificio.
En cuanto al segundo cambio, lo efectuaríamos aprovechando que la lidia del toro muestra en su liturgia y en el ideal que persigue una notable similitud al sacrificio de ofrenda cuando éste, en su evolución histórica –como señala Ernst Cassirer–, deja de restringirse unilateralmente al contenido de la misma y se concentra en la forma de dar, de ofrecer –lo que en la lidia equivaldría a la forma de realizar el toreo–, considerando que ahí se ubica la parte medular del sacrificio.
De ese modo, más que la vida de la res, lo que se ofrenda es la interioridad del hombre, del torero, que aparece como única ofrenda valiosa y significativa.
¿Quién sería, en este caso, el receptor de dicha ofrenda? Podría ser el público: el conjunto de seres humanos para el que torean los toreros. Se me podrá advertir que algunos diestros torean para sí; mas ello no empece lo dicho, porque, en cualquier caso, los toreros actúan ante el público para que éste los vea; es más, las personas que lo componen han abandonado su ocio o sus ocupaciones y se han dirigido a la plaza sólo con ese fin: verlos torear. No obstante, esa elección chirría por cuanto nunca el sacrificio va ofrecido a los fieles y en este caso el público encarnaría tal papel. En realidad, sería para el Arte, para ese ideal de belleza que el torero como artista busca, el receptor final de su toreo, puesto que en su fuero interno e independientemente de lo que el público valore, el torero ofrenda su toreo a esa finalidad.
Rito sacrificial ateo donde la inmolación del toro no es lo ofrendado, sino la interioridad espiritual del torero, elevada a la sagrada idea del Arte, ¿eso es el toreo?... Sinceramente, no estoy muy convencido, porque no sé hasta qué punto estamos forzando las cosas tratando de conseguir ese esclarecimiento que no me acaba de llegar. Cuando comencé esta serie de artículos, me propuse escribirlos con absoluta sinceridad y ahora me veo en riesgo de dejarme llevar por conjeturas que me aparten de la senda emprendida. No voy a hacerlo.
Sin embargo, lo que sí tengo claro después de este esfuerzo es que el toreo es un espectáculo tan único, tan distinto a todo lo demás, que se resiste a ser encorsetado en cualquier cuadrícula previamente establecida, sea ésta la que fuere.
Por exceso o por defecto, a ninguna se acomoda. Siempre le sobra o le falta algo. Y se me ocurre que, tal vez el fallo esté en tratar de integrarlo en algo distinto a lo que él es, cuando lo procedente sería reconocer su radical singularidad y crear una nueva clase con ella. Estoy proponiendo algo similar a lo que les ocurrió a los griegos con el número π, que no encontraba acomodo en ningún conjunto de los números conocidos hasta entonces (naturales, enteros y racionales) y hubo que crear una nueva clase –la de los números irracionales– para ubicarle.
El toreo es… ¡toreo! No obstante, nadie piense que estamos igual que al principio y todo esto no ha valido de nada. Concluir que el toreo no pertenece a las categorías existentes y que hemos de incardinarlo en otra para él exclusiva, no es nada baladí. Antes al contrario, es una muestra de lo incomparable y sin par que es este rito único y extraordinario: otra razón más para luchar por la conservación de este raro espécimen cultural, al que no podemos permitirnos el lujo de perder.
Llegamos al final, pero no hemos acabado. Queda una pregunta por responder y muchos aspectos que analizar. A ello dedicaré los siguientes artículos.
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