Si la pasión y la raza fueron básicas en la paleta de colores sobre las que Dámaso componía sus obras, mucho más importantes lo fueron su técnica y su valor. Con ellos, la mayor arma de su toreo -el temple - sirvió para dominar tantas embestidas, de ganaderías tan distintas y de sangres tan diferentes. Dámaso construyó su carrera sabiéndose manejar con miuras, victorinos, pablorromeros, guardiolas, cuadris, samueles, pero también con núñez, torrestrellas, jandillas, atanasios...
A todos ellos dio fiesta por igual, y todos les cortó las orejas en plazas grandes, allí donde se escribe la leyenda de los principales toreros. También en Las Ventas, donde salió en hombros en 1979 al cortarle las dos orejas a un toro de La Laguna, y en San Isidro de 1981, al pasear un trofeo de cada toro de Álvaro Domecq que mató. Hubo más tardes brillantes en ese ruedo, como su gran isidrada de 1984.
Pero su gran victoria en Madrid llegó en 1993, en su segunda etapa, la que fue de 1991 a 1994. Primero, ante un toro de Conde de la Corte, y luego ante otro de Samuel Flores, de enorme volumen y grandes pitones, con el que ya convenció a todos, aunque años antes se había mostrado aún más redondo. Pero con ese samuel, la "sobredosis" -como calificaba el crítico Barquerito los enormes finales de faena de Dámaso-, fue soberbia. En ese tiempo de sus obras Dámaso se adueñaba de manera absoluta del terreno del toro, hipnotizando la embestida, dejándose acariciar los muslos en esos péndulos de entrega total, ayuno de la estética inspirada en el clasicismo, de corbatín anárquico y camisa desbotonada, pero cuyos muletazos, nacidos muy en corto, iban a morir muy largos, pues la embestida dominada, y domeñada, la conducía un temple líquido, inmaculado, providencial, casi mágico. En los principios de trasteo a mano más alta, dominando como pocos la media altura, para luego ahondar a su manera con los vuelos de la muleta acariciando más la arena.
En ese terreno, y en ese tempo de los embroques, especialmente con la mano derecha, la tauromaquia de Dámaso González se alzaba como una de las cumbres del toreo del último cuarto del siglo XX. Por eso mismo, en este año del centenario de Manolete es de justicia recordar que Dámaso fue uno de los más fieles partidarios suyos, porque en ese hilo invisible que une tiempos, sitios y pulsos para construir el toreo, el de Albacete siempre concibió que la conquista de los terrenos y el temple debían de inspirar, y sostener, su manera de concebir este arte. Gracias a ese dominio se convirtió en un figurón, y hasta aficiones como las de Sevilla, a la que se le hurtó prácticamente de poder disfrutar de Dámaso, se le rindió en 1981 ante un toro de Miura con el que demostró ser portador del secreto.
Ahora le llora el toreo, y es normal que así sea, porque Dámaso ha sido uno de los grandes.
Por Alfonso Santiago.
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