Aparentaba más, muchísimos años más que los 30 que había cumplido algunas semanas antes de ese 28 de agosto. Su nombre destacaba, con letras muy grandes, en los carteles de la feria de San Agustín sobre el resto de actuantes".
Aquel plasma noruego, utilizado al final de la Segunda Guerra Mundial, ya había sido probado con escasa fortuna en la atención a los heridos de la trágica explosión del polvorín de Cádiz, de la que también se han cumplido 70 años recientemente.
Y su dudosa eficacia iba a volver a ponerse de manifiesto en Linares.
El galeno llegó de madrugada al hospital de los Marqueses de Linares.
Manolete, que ya había sido operado y estabilizado con éxito en la enfermería de la plaza, también había recibido sendas transfusiones de sangre –brazo a brazo– de un cabo de la Policía Armada llamado Juan Sánchez y el torero Parrao.
El funesto plasma sólo había comenzado a fluir por las arterias de aquel torero para olvidar una guerra. Murió instantáneamente antes de que despuntara el amanecer .

Islero, segundo del lote de Manolete, se había enchiquerado para saltar al ruedo en quinto lugar. No fue un toro aparatoso que llamara la atención por nada en los corrales. Negro, entrepelado y bragado, tampoco destacó por su juego aunque Manolete se entregó con él más allá de lo que dictaba el sentido común. Unas ceñidas manoletinas –marca de la casa– fueron el preludio de la estocada, cobrada a cámara lenta, exponiendo todo y dejando el muslo al alcance del pitón. La cornada fue seca y certera. El asta penetró en el muslo derecho del matador, que giró sobre sí mismo antes de caer en la arena. Islero le pasó por encima y fue a morir junto a las tablas.

Manolete entró muriéndose, literalmente, en aquel cuarto de curas.
Pero Garrido, auxiliado por el doctor Corzo y otros facultativos de la zona, logró salvar al hombre.
El Monstruo cordobés sufría severísimos destrozos vasculares pero lo peor había pasado.

Manolete había recobrado la consciencia y hasta se fumó un cigarro que apuró Cantimplas.
Camará, su apoderado de siempre, y Álvaro Domecq, amigo íntimo y albacea, se hicieron cargo de la situación.
Lupe Sino, el amor de su vida, llegó de Lanjarón y se quedó esperando en una sala contigua. Sólo le dejaron entrar cuando todo era irremediable.
Avanzaba la madrugada y ya no había vuelta atrás. Un buick azul había llegado de El Escorial.
El resto ya está en la historia.
►Por Álvaro R. del Moral,
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