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martes, 15 de agosto de 2017

SOBRE MORANTE

En más de una ocasión he contado que, en mi visión de este gran misterio que es el arte del toreo, la historia contemporánea arranca en Juan Belmonte, hace parada y fonda en la Alameda en casa de Chicuelo y sube a las excelsas alturas de lo poético con Pepe Luis, para luego en su medida y singularidad llegar hasta Curro. Huelga recordar que son  toreros diferentes, cómo diferente ha sido la dimensión histórica que cada uno tuvo. 
Todo eso ocurre, además, con una sucesión de paradas intermedias, muy respetables todas, cuyo valor intrínseco radica en hacer posible la continuidad de este modo de sentir la Tauromaquia, que por lo demás no se plasmó miméticamente en formas similares de unos a otros. 
Sin embargo, los  colosos que cito compartieron los modos más esenciales y privativos de entender el toreo. Por eso puede afirmarse que escriben una verdadera Tauromaquia.

Urge dejar claro que el hecho de que prefiera esta  concepción no quiere decir que deje de valorar esa otra, igualmente grandiosa, que tiene su origen en José Gómez “Gallito” --que tantos seguidores tuvo entre mis antepasados-- y que llega en la etapa moderna hasta la figura trascendental de Antonio Ordoñez. Sobre estas dos líneas paralelas se ha montado el devenir del toreo y aún hoy somos deudores de tales fundamentos.
A cuento viene recordar de nuevo este marco general de situación, porque en esta cuarta hora de un adiós --que  muchos preferíamos pasajero-- me gustaría adelantar, con todos los riesgos que ello encierra, mi opinión finalista de Morante de la Puebla. Y es que, dejando que se tome el tiempo necesario para decidir si pugna por acceder al entorchado de alcanzar la gloria en su generación, tengo para mí que Morante está o estaba, según se mire, llamado a ser la estación siguiente a la de Pepe Luis, con todas las diferencias –-que son muchas-- que su toreo presenta con el modo de manejar los avíos de torear y de entender la propia lidia que tuvo el maestro de San Bernardo;   pero también a la de Curro, aunque haya banderías aún abiertas e incluso encontradas entre la sevillanía.
Y antes de entrar en materia, aviso que, a lo mejor, puedo estar en un error. Pero en esos conceptos básicos intuyo que hay una línea de plena y evolutiva continuidad, en cuanto a los factores centrales del toreo, entre estos cuatro nombres: Belmonte, Chicuelo, Pepe Luis y Curro, que con golpes complementarios de gallismo hereda luego  Morante. Con los primeros, se pueden echar ya las campanas al vuelo, en la misma medida que su historia está ya escrita; Morante la deja a medio escribir y bien haría en tener su meta que, con el correr del tiempo, le debe o lo debía llevar a entroncar naturalmente con ellos.
Pero sentado lo anterior, que insisto: para mí constituye las coordenadas de la cuestión, compruebo que no son precisamente pocos los que confiesan que de Morante les llamó la atención, en el primer momento, su sentido de la estética. Y es cierto que bajo ese punto de vista es diferente, sobre todo si se compara con el igualitarismo reinante hoy en día.
Es distinto, creo yo, porque ha tomado conciencia del carácter escultural que encierra el buen toreo. En su día deberíamos hablar largamente de la importancia de este sexto sentido que ilumina artísticamente a cualquier lance de la lidia. Cómo obra nacida de manos de un artista, cualquier episodio, por marginal que sea, debe estar impregnado por lo más sensitivo del arte: la plasticidad, el valor de sus formas, pero también la conjunción total con el entorno en que se desarrolla.

Pues bien, aquí propongo un ejercicio sencillo, cómo el de  comparar fotos.
 Al hacerlo, se da uno cuenta cómo se acrecientan las diferencias de Morante cuando da un natural toreando de salón a la majestad de su toreo cuando se enmarca con el toro en el ruedo, en una plaza repleta, con todo, en fin, de lo que  rodea al hecho taurino.
 Comprobamos así que siendo el mismo muletazo, es radicalmente diferente. 
Y es así no sólo porque en el ruedo lo hace de verdad; lo es, sobre todo, porque tal muletazo cobra la plenitud de vida y valor que se esconde en todo grupo escultórico. 
Bajo los cánones de la estética, las formas del natural son importantes; todo lo demás, también. No pueden aislarse unas de otras.
Cómo los toreros que han sido gente grande, el sentido escultural del latir de Morante se enraíza, de modo necesario, con otros elementos fundamentales. Y el primer de ellos es ese sentimiento belmontino de que el toreo nace del alma, que es la que insufla movimiento a todo el cuerpo. 
Todo esto no es algo que se mueva a solas en el campo de las teorías, ni menos de las elucubraciones, es algo muy concreto. Ese toreo nacido del alma es el que hace posible, por ejemplo, el impulso singular que genera el acompasamiento natural de los movimientos de los brazos con los de las piernas y con la propia cintura. Es la armonía.
No nos engañemos. Cuando se tiene el don de esa armonía, resulta superfluo entrar en disquisiciones acerca de si en éste o aquel lance el torero codillea, saca más o menos los brazos, por ejemplo. Ni lo hace, ni lo deja de hacer.
 Es todo su cuerpo el que se mece al son del buen toreo. Y la prueba de todo esto es bien fácil de comprobar: basta con fijarse cómo el torero que, para su desgracia, no goza de ese don, cuando trata de asemejarse a él a base de ir codilleando, el lance resultante es otra cosa bien distinta.
Pero el Arte del toreo no lo podemos dejar tan sólo y nada más que en ese sentido estético, escultural. Bien se sabe que tiene, además, sus propias leyes esenciales, en la misma medida que no resulta posible concebir el verdadero toreo a secas, hay que unirlo indisolublemente con la lidia para que alcance toda su plenitud.
Bajo este punto de vista,  Morante lo pone muy fácil de entender, hay que reconocerlo. Pensemos en su lance a la verónica. Lo primero que hace este torero es traer embarcado al toro en las bambas del capote desde que inicia su arrancada; no espera que llegue a su jurisdicción, desde antes ya está toreando en sentido pleno, esto es: sometiendo.
 Luego de manera lenta y gradual le va bajando las manos, para que el toro se entregue en ese medio círculo alrededor de su cintura. Para al final, cederle espacio y ritmo en la salida, sin dar un telonazo, de forma que toro y torero quedan de nuevo colocados para el siguiente lance. Cuando estos elementos se dan, qué natural y qué rotundo nace el lance, qué natural y qué rotundo surge el olé.
Como lo mismo podríamos localizar, por ejemplo, en su pase natural, me parece importante que, más allá de los valores estéticos, trascendamos desde esta forma de concebir el toreo hasta la lidia, incluso en su sentido finalista de preparar al toro para la muerte. El por qué es sencillo, aunque quizás sea menos sencillo el explicarlo. Vamos a intentarlo al menos.

Cuando el torero entiende así su arte, no sólo crea estética, que lo hace, sino que lidia al toro, esto es: ahorma su embestida, le enseña el camino por el que debe ir, acompasa sus bríos, le permite desarrollar el fondo de bravura que atesora. Esto es, todos los elementos básicos para que el toro tenga la posibilidad de demostrar cuánto de bueno se esconde en su reata. De esta conjunción de la lidia y el toreo nace el verdadero Arte, el inmortal, que es cuando de verdad toro y torero se hablan de tú a tú.
De cuanto tengo escrito, me da igual que se aplique al toreo sobre las piernas o al otro. Conviene interiorizar que la diferencia entre uno y otro, cuando se hace en las circunstancias idóneas, no depende de formas de entender el toreo, sino que en realidad lo que pone de manifiesto es la capacidad del torero para cumplir su cometido de acuerdo con lo que el toro precisa en cada circunstancia. Hay toros a los que lo necesario para alcanzar el fin propio de la lidia es torearlos sobre las piernas; otros, en cambio, exigen lo contrario.
 En lo que no se diferencian uno de otro, no deben hacerlo, es en su ejecución según la recta doctrina del toreo.
Esta forma de hacer resulta también deudora de algunas cosas aparentemente marginales, insisto: sólo aparentemente. Entre ellas, una me parece importante: el modo de coger los trastos de torear y hasta las propias características de los mismos. Pepe Luis, que era muy sabio en este arte, siempre dijo que el toreo bien hecho es aquel que se hace con la palma de la mano. Cuando el maestro hablaba así no se refería a lo antiestético que es coger  el capote como si fuera un rebujo en las manos. Y otro tanto ocurre con la muleta: media un abismo entre cogerla cómo a puñados y hacerlo por el centro del palillo, dejando libres los otros cuatro dedos de la mano. No, no es marginal, es algo más profundo: es que si las telas taurinas no se cogen de forma que quien mande en ellas sea la palma de la mano, y abierta, resulta materialmente imposible moverlas con un sentido de arte.
Aprovecho para recodar, aunque sea brevemente, que no menos influencia tiene la propia confección de los trebejos taurinos. 
Entre esa especie de mantas zamoranas que en ocasiones vemos y un capote con la textura y el tamaño justos, va cómo de la noche al día. En esto Morante era escrupulosamente ortodoxo.
Luego se dan otros elementos colaterales. Si el padre fundador de este modo de entender el toreo fue don Juan Belmonte, resulta natural que quien pretenda seguir su estela se mire en tal espejo. Y lo mismo con Chicuelo, o con Pepe Luis, o con Curro, que fueron sus continuadores.
 Tengo la impresión de que Morante tiene la buena virtud de hacerlo. Algunos de sus  recortes, es que son idénticos a los que nos enseñan fotografías antiguas. Cuando se miran las fotos, se comprueba. Y resulta que desempolvar hoy esas imágenes para darles vida de nuevo, constituye un complemento que impacta en el tendido, además de ser un modo idóneo de acudir a las verdaderas raíces.
¿Con todo lo anterior quiero decir que Morante ya es un verdadero punto y aparte en el Toreo con mayúsculas? No, no es esa mi intención.
 Primero, y muy principal, porque nunca me cansaré de recomendar que todo el que ama de verdad a esta profesión tiene ya derecho a un respeto, vista de oro o vista de plata.
 Pero lo mismo trato de defender que al torero hay que dejarle siempre el tiempo que necesita para alcanzar su madurez y su momento ideal.
 Por eso, dejo escrito ahora que para alcanzar ese punto y aparte, ese Morante que algunos quieren ver llegado ya a la meta, reúne todos los buenos mimbres que un torero  necesita para entrar en los Anales verdaderos; todavía precisa de la continuidad de su esfuerzo y de su amor a ese oficio, del avance final en ese buen camino que ha mantenido.

Hablando de este torero, en una de sus tardes grandes, en una ocasión un joven aficionado, compañero de localidad en Las Ventas, me asaltó  de inmediato, con ese afán tan propio de su edad de contar siempre con un punto para la comparación.
 Era una tarde de Beneficencia. Su duda era más o menos la siguiente: ¿Pero Morante será más o menos que Curro? Cómo confeso venerador de Curro traté de explicarle que sus metas eran distintas y por ello la vara de medir también lo debe ser, entre otras cosas porque, no sé muy bien razón, la Fiesta nunca guardó la vez para las reediciones. 
No conozco ni uno de esos de los que se decía  “es igualito que Manolete” que fuera gente en esto. Con Belmonte, con Pepe Luís o con Curro ocurrió igual. Morante circulaba por ese mismo camino. Será quizás porque los genios, los virtuosos de cualquier menester humano, siempre han sido únicos.
 En los ruedos y fuera de ellos.
Por eso, le recomendé que no buscara comparaciones, que soñara con el Belmonte, el Pepe Luís o el Curro que le habían contado y admirara a este Morante, que le ilusionaba tanto que no conocía la  pereza a la hora de, carretera y manta, ir hasta vaya usted a saber dónde porque se anunciaba a su torero. La próxima parada la tenía prevista para Bilbao, pero ahora queda en suspenso. Pero también le recomendaba con firmeza que esta militancia morantista, que es legítima, no le impidiera admirar la grandeza del toreo lo haga quien lo haga.
Ahora Morante se nos ha ido, hasta que el cuerpo le pida volver a ajustarse la taleguilla, que nadie sabe si tal ocurrirá. Mientras tanto deja lo que para un torero resulta más relevante: un enorme vacío. Pero el arte del toreo sigue vivo, preñado de sorpresas para quien lo quiere y lo admira.

Otrosí: Lo más probable es que sea mera casualidad. Pero Morante ha dicho su hasta luego cuando en su agenda quedaban diez contratos por cumplir. Cinco de ellos eran con la Empresa en la que participan sus apoderados mexicanos: Bilbao, Almería, Palencia, Salamanca y Logroño; las otras eran en Cuenca, San Sebastian de los Reyes,  Murcia, Valladolid y Albacete.

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