Es el último genio, una amalgama de viejas tauromaquias, el sonido de lo antiguo. Morante no se resume sólo en el arte con mayúscula. "En el toreo lo que no es arte se olvida", dijo en una lejana entrevista una tarde crepuscular antes de desencadenar en Ronda un aquelarre de inspiración.
"Al toro le entrego mi sufrimiento", declaró en otro encuentro periodístico.
Y José Antonio Morante Camacho sabe lo que es sufrir, desgarrarse y vaciarse, hundirse y fundirse, en las arenas del miedo. Quienes hablan de su capacidad para elevarse a los cielos y de sus bajadas a los infiernos -capaz de lo mejor y de lo peor, resumen- denostan toda la torería y los recursos añejos que esconden sus naufragios. Y el valor .
Morante conoce al toro más allá de las musas. Y la técnica prodigiosa, la que no se ve. Y la historia del toreo, la que se ha olvidado. Es Belmonte y es José.
Y Rafael (el Gallo y el Paula). Morante es muy grande y muy hondo.
Por eso, las explicaciones de su marcha suenan demasiado superficiales.
Precisamente minutos después de apagarse las luces en El Puerto de Santa María con todo muy cuidado, elegido y bajo el brazo.
Las cosas no salieron, una vez más.
Y El Juli huracanado que barrió la plaza de Gallito.
La desilusión del genio con la suerte negada todo el año también se respiró el sábado pasado en San Sebastián, donde quizá se fraguara ya el espoletazo de su drástica determinación: la fea corrida de Zalduendo (el hierro de sus apoderados, la selección de su equipo de campo, ¡ay!), ni seria ni bonita, causó profunda mella en su ánimo, ya tocado de cierto abandono. Como su fondo y su físico, o el fondo físico, de cuando uno no está. Y dos toros a la contra una vez más. Nada de esto deriva de presidentes y veterinarios que, por otra parte, tampoco empujan a favor del toreo. La eterna canción.
La decisión de Morante, cuentan, no es tan precipitada ni fruto de un solo golpe de frustración. Que algo se veía venir por sus palabras de hartazgo, hastío y aburrimiento. No sólo por su pésimo fario. Desde su círculo íntimo filtran la tirantez con su entorno profesional. Y la racha aciaga que se extendía a las taquillas. Y todo a la vez cansa, lastra y desespera.
Sevilla vuelve a quedarse huérfana a la sombra del bronce de Curro. Veinte años de alternativa y tres retiradas. Los esfuerzos morantistas del penúltimo abril como lecciones no premiadas de un torero único e irrepetible en lucha contra su mal bajío. El albero de la Maestranza que en 2016 proyectó la última faena inmarcesible en plaza de categoría, cuando se acababa la feria y apareció un toro de Cuvillo como un milagro.
Desde entonces, el vacío hasta el diciembre mexicano. Y luego la nada en los escenarios de rango mayor. Su intranscendente vuelta a Madrid tras un año de ausencia, por ejemplo. El arte desasistido de fortuna. Ojalá cuando doble el calendario, la luz regrese a Morante. ¡Oh, aquella luz de México! El elogio del toreo al paso del último genio que ahora se va.
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