Es el último genio, una amalgama de viejas tauromaquias, el sonido de lo antiguo. Morante no se resume sólo en el arte con mayúscula. "En el toreo lo que no es arte se olvida", dijo en una lejana entrevista una tarde crepuscular antes de desencadenar en Ronda un aquelarre de inspiración.
"Al toro le entrego mi sufrimiento", declaró en otro encuentro periodístico.
Y José Antonio Morante Camacho sabe lo que es sufrir, desgarrarse y vaciarse, hundirse y fundirse, en las arenas del miedo. Quienes hablan de su capacidad para elevarse a los cielos y de sus bajadas a los infiernos -capaz de lo mejor y de lo peor, resumen- denostan toda la torería y los recursos añejos que esconden sus naufragios. Y el valor .
Morante conoce al toro más allá de las musas. Y la técnica prodigiosa, la que no se ve. Y la historia del toreo, la que se ha olvidado. Es Belmonte y es José.
Y Rafael (el Gallo y el Paula). Morante es muy grande y muy hondo.
Por eso, las explicaciones de su marcha suenan demasiado superficiales.
Precisamente minutos después de apagarse las luces en El Puerto de Santa María con todo muy cuidado, elegido y bajo el brazo.
Las cosas no salieron, una vez más.
Y El Juli huracanado que barrió la plaza de Gallito.
La desilusión del genio con la suerte negada todo el año también se respiró el sábado pasado en San Sebastián, donde quizá se fraguara ya el espoletazo de su drástica determinación: la fea corrida de Zalduendo (el hierro de sus apoderados, la selección de su equipo de campo, ¡ay!), ni seria ni bonita, causó profunda mella en su ánimo, ya tocado de cierto abandono. Como su fondo y su físico, o el fondo físico, de cuando uno no está. Y dos toros a la contra una vez más. Nada de esto deriva de presidentes y veterinarios que, por otra parte, tampoco empujan a favor del toreo. La eterna canción.

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