Por Santi
Ortiz
La
perfusión es correcta, funcionan los drenajes, la estabilidad se mantiene, la
fatalidad se aleja, crece la esperanza.
El equipo humano ha respondido
perfectamente una vez más convirtiendo un cuasicadáver en un herido con
posibilidades de salvar la vida. Es el último milagro de esos ángeles de la
ciencia que son los cirujanos taurinos.
Mariano de la Viña entró en la
enfermería de Zaragoza asomado del todo al más allá. Carlos Val-carreres y los
suyos respondieron al piloto de todas las alarmas con la profesionalidad de la
eficacia.
Era cuestión de minutos.
El tiempo jugaba a favor de la muerte; pero
el ángel guardián de los toreros entró al quite, oportuno y conciso, para
burlar la cornada fatal y hurtarle a la Dama de Negro el hombre joven en donde
había hecho presa.
Una vez más, el milagro de la cirugía taurina, cirugía de urgencia,
cirugía a vida o muerte, ganaba la partida, como el día anterior don Máximo
García Padrós la ganaba en Madrid ligando el caño roto de la femoral por donde
huía la vida de Gonzalo Caballero.
En otros tiempos, incluso ahora en otras
plazas menos preparadas, estaríamos hablando de dos dramas, de dos tragedias
con crespones de luto para añadir dos nombres al martirologio del toreo.
Afortunadamente, gracias a la sabiduría, dedicación y acierto de los médicos
que velan por los hombres de luces, todo parece reconducirse hacia la curación
total.
Son ya muchas las veces que el oportuno capote de la ciencia burla la
muerte que el pitón incuba en las entrañas; muchos los casos en que don Máximo
o Carlos Val-carreres le ganan la pelea a la fatalidad
para que los hombres castigados por la dureza del toro puedan seguir
contándolo.
No me extraña, pues, que, tras brindarle el toro, Paco Ureña le
besara la mano a don Carlos como si fuera un santo, ni que Gonzalo Caballero,
en su agradecimiento por servicios pasados, le entregara con todos los respetos
su montera a don Máximo.
Los toreros son conscientes de la confianza y la
seguridad que da saber que estos hombres u otros similares están alerta
dispuestos siempre a hacer el último quite cuando ya hayan fallado todos los
del ruedo.
Son un seguro de vida, unas eminencias que merecen ya un
reconocimiento a nivel nacional.
No sé si un premio como el de la Princesa de
Asturias u otro similar, pero don Máximo y don Carlos, como exponentes de todo
el colectivo de cirujanos taurinos, tendrían que ser galardonados a nivel
oficial por su impagable tarea de salvar vidas en circunstancias extremas.
Por
mi parte, dejo aquí la propuesta con la esperanza de que tenga el eco que ambos
doctores merecen.
Creo que ha llegado para ellos el tiempo de los homenajes y
es de recibo rendirles este tributo más que merecido.
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