Han vendido Los Alburejos. Y me
entristezco.
Siempre he creído que hay cosas en Tauromaquia que no se
pueden perder, ni arrumbar o estropear, ni mucho menos dejar de la mano
de Dios, porque Dios no está para estas cosas. Dicho lo cual, Dios me
libre de entrometerme en asuntos ajenos, que nadie sabe cómo y cuándo
estalla el temido e incontrolable “¡hasta aquí hemos llegado!”, mientras
vuela la toalla camino de lona, porque te las están dando todas en un
carrillo. Estas cosas de familia (de economía familiar, más bien) vienen siempre muy delicadas de trato, como el jarrón de la abuela, que se mira, pero no se toca. Cada cual en su Casa y Dios en la de todos.
Pero –dejemos a Dios en paz– la cosa parece que no tiene vuelta de hoja: Los Alburejos ya
no será el santuario del toro de lidia, el lugar de ineludible
peregrinación para quienes amamos a esos dos tesoros de la zoología
animal que son el toro y el caballo. Ahora será… lo que quiera que sea
un inversor extranjero, por lo visto el apoquinador del pastizal que ha depositado en esta rama de la familia Domecq
para hacerse con el campo bravo y el cortijo más emblemático de
Andalucía, que es tanto como decir de España, toda. ¿Cuánto? Me importa
un bledo. Me importa, me preocupa y me apena que el pastizal
donde retozaban los erales y se despertaban los ardores genésicos de los
machos cuajados, ante la cercanía de las hembras, ya es de otro color y
está herrado con el marbete de la fábrica de moneda y timbre.
Nada que ver. Es el contraste entre lo emocional y lo tangible. Lo
imperecedero y lo volátil. Lo romántico y lo realista. Nada que ver,
digo.
Digo, también, que soy un tipo afortunado, porque tuve la inmensa
fortuna de gozar del afecto personal e intransferible de uno de los
iconos de la Tauromaquia de todos los siglos: don Álvaro Domecq y Díez.
Todavía no acierto a comprender a qué venía esa dispensa, ese regalo
inesperado y gratuito, pero de valor incalculable. Cuando don Álvaro
abría el grifo de la sapiencia y se ponía a hablar de toros –de toros,
más que de toreros, que también—se me hacían huéspedes los oídos.
No
daban abasto. ¡Cuántas cosas aprendí de este gran hombre! ¡Cuánta verdad
y pedagogía entraña la veteranía bien administrada! Nunca podré
agradecérselo.
Bien sabe Dios –hoy traigo a Dios en jaque—que traté de
aportar algo a su memoria con la lectura de unas reflexiones de mi
humilde cosecha en la Maestranza de Sevilla, con ocasión de su
multitudinario homenaje. En aquella mañana tuve la ocurrencia de tomar
por hilo conductor a la obra teatral “Don Álvaro y la fuerza del sino”,
del duque de Rivas. El sino, sí. Esta es la cuestión.
El sino o el Destino ha querido que la gran obra del campo bravo español, residente en Los Alburejos, cambie de mano, pero sobre todo de amo.
Según el hijo de don Álvaro –Alvarito, de toda la vida—, la afición desmedida heredada de su padre por la crianza del toro bravo ha terminado por sucumbir ante las permanentes erosiones del desencanto que marchita la ilusión y la esterilidad de lo rentable. Volviendo líneas arriba: el romanticismo se ha venido abajo, vapuleado por ante la paupérrima rentabilidad que recoge su bolsa.
Según el hijo de don Álvaro –Alvarito, de toda la vida—, la afición desmedida heredada de su padre por la crianza del toro bravo ha terminado por sucumbir ante las permanentes erosiones del desencanto que marchita la ilusión y la esterilidad de lo rentable. Volviendo líneas arriba: el romanticismo se ha venido abajo, vapuleado por ante la paupérrima rentabilidad que recoge su bolsa.
Luis Fernández Salcedo –galdosiana prosa y contrastada cultura taurina—escribió un magnífico libro, titulado Trece Ganaderos Románticos,
en el cual hacía una pormenorizada disección de nombres emblemáticos
del campo bravo decimonónico, con multitud de anécdotas, cuando no de
leyendas de dudosa veracidad, pero magníficamente descritas, que hacen
deliciosa su lectura, en vista de lo cual, se llega a la conclusión de
que ganaderos románticos siempre los hubo; de mayor o menor dimensión, protagonismo o longevidad, pero los hubo.
Voy más allá: creo que sin los ganaderos románticos, esta Fiesta
nuestra años ha que descansaría en el rincón del recuerdo… o del olvido.
No suelo atenerme al plañiderismo endémico de los aficionados a los
toros (a los toros, digo) que mira hacia atrás para acerar su crítica a
lo actual; antes al contrario, creo que el toro bravo contemporáneo es
–con las prevenciones y excepciones de rigor– la consecuencia de una
labor ingente, esmerada y magnífica de los ganaderos españoles. Sin
este toro, la perfección artística del toreo actual no hubiera sido
posible. ¿Y eso, es bueno o malo? Ni lo uno ni lo otro: es esencial.
Si la Tauromaquia no es un Arte, con mayúscula, vamos por mal camino,
aunque ello no deberá coartar jamás los valores inalterables que aporta
el riesgo para alcanzar la emoción. Pero ese un tema que deberá ser
tratado con la extensión que demanda y el carácter reflexivo que
merece.
Ahora estábamos en el romanticismo de los ganaderos de bravo. ¿Qué es el romanticismo? Luis Bollaín –belmontista, diríase levitante—asegura que el romántico es un ser humano idealista y soñador, pero también insurrecto o rebelde ante lo establecido. Don Álvaro
era un poco de todo eso. Se pasaba las horas muertas montado a caballo
en derredor de los toros que él mismo había criado, partiendo del
pequeño lote que se reservó de la herencia de su señor padre (puro
Veragua) y de la compra que hizo, junto a su amigo Manuel Camacho, de una punta de reses varagüeñas cruzadas con Ibarra del hierro de la corona de Braganza que tenía Curro Chica y otro lote de Carlos Núñez;
todo ello embolsado con la magnífica cruza que hizo a través de la
simiente de bravo que le prestaron sus hermanos. Un material espléndido
que en manos de un soñador y empecinado estudioso de la genética animal,
aportaría espectaculares resultados.
Los Alburejos, el cortijo que compró don Álvaro Domecq y Díez en el año 54, en territorio de Medina Sidonia, se convirtió en la Sede de una ganadería de lidia excepcional.
Más aún, en un laboratorio gigantesco, pionero en la inseminación
artificial, el trasplante de embriones o la “monta dirigida”. La
ciencia, al servicio del progreso; pero, eso sí, sin perder un ápice de
su amor por el campo y el caballo y de practicar en las anochecidas
silentes la lectura en los butacones de la salita de estar o la
escritura en la mesa de su despacho, mientras los espurgabueyes dormitan
y reburdean los toros.
Haciendo gavilla con todas estas cuestiones, se puede llegar a la
conclusión de que, alterando las épocas y teniendo margen de tiempo
suficiente, don Álvaro hubiera sido el decimocuarto ganadero romántico de la celebrada serie firmada por Fernández Salcedo.
Pero vivimos en otro tiempo, donde las horas vuelan y el consumo
apremia. Los ganaderos románticos también han volado, sin rumbo fijo.
Simplemente, no existen. Al menos, en la medida de aquellos de la
aristocrática Utrera, la Sevilla recóndita, la Salamanca de la
charrería o la berroqueña del Colmenar Viejo.
Los que urdían tramas para
hacerse con el tributo del diezmo del Arzobispado, o se enfrascaban en
grescas dialécticas en el casino provinciano de Antonio Machado, o tomaban drásticas medidas, como la que tomó Faustino Udaeta, enviando al matadero toda la ganadería tras fracasar una tarde en la Plaza de Madrid.
Los ganaderos de antaño criaban toros bravos, principalmente, por
mantener el prurito de vanidad que les permitía ufanarse ante sus
competidores o embridarse en una sociedad minoritaria y alcurniosa.
La ganadería brava no se entendía como negocio, ni mucho menos como medio de vida, sino como un aporte a su posición social.
En esta época –por lo general– es una industria que cifra su
rentabilidad en el número de corridas a lidiar. Cuanto más lidias, más
cobras, porque es señal de que el producto tiene demanda. Es, pues, una
cuestión puramente económica. Criar un toro es caro. Carísimo. Criar
centenares de reses de lidia una aventura altamente riesgosa. Si cada
vez se celebran menos corridas, y las novilladas están en caída libre,
echen cuentas…
Álvaro Domecq, hijo, propietario del hierro de Torrestrella
ha declarado que se hace imposible esta aventura si no es a base de
afrontar números rojos en la cuenta de resultados. Le entiendo
perfectamente.
Ahí están los carteles de Sevilla: cuatro ganaderías
hacen doblete y en Madrid, ya llevan varios años dobleteando
algunos hierros. Tiempo habrá de abordar este tema, pero así no vamos a
ninguna parte.
Ya han claudicado algunas ganaderías emblemáticas, y
otras están en el filo de la navaja.
Torrestrella, todavía se mantiene, pero sin Los Alburejos y por tanto, sin el castillo que le da nombre, avizorando lo que menudea por allá abajo.
Torrestrella, todavía se mantiene, pero sin Los Alburejos y por tanto, sin el castillo que le da nombre, avizorando lo que menudea por allá abajo.
A partir de ahora, no sé qué avizorará, pero es evidente que difícilmente serán toros de lidia. Dicen que se van los torrestrellas a los campos de Benalup.
Le deseo suerte a mi amigo Alvarito. Él, mejor que nadie, sabe que, desde el punto de vista histórico o sentimental, deja a Los Alburejos barbeando las tablas, con media en la yema.
El romanticismo se tambalea.
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