Por Santi
Ortiz.
Somos una especie única; una suerte de monos raros dotados de conciencia
y con capacidad de ensimismarse; esto es: de meterse en sí mismos olvidándose
por cierto tiempo del mundo exterior. Tal facultad no es un don de la
naturaleza, sino una conquista del hombre, pues, para aislarse del entorno sin
el temor de ser atacado, devorado o herido, ha tenido que trascender al resto
de los animales, que se limitan a adaptarse al entorno, no sólo haciendo esto,
sino transformándolo a su interés, humanizando el mundo, o lo que es lo mismo:
construyendo civilización.
Esto último involucra también otra característica del hombre: ser
gregario.
El hombre necesita de una sociedad y no andar solitario buscándose la
vida desde la comida al vestido. Ese colectivismo es el que nos hace fuertes,
el que da valor al ginecólogo que ayuda a traer al hijo al mundo; el del
maestro que nos enseña las letras y los números; el del mecánico que nos
arregla el motor del coche; el del albañil que levanta nuestra casa; el del
modisto o la modista que diseña y compone la ropa que llevamos, o el del
compositor que nos deleita con una pieza musical. Todos, actuando en equipo,
hacen posible lo que llamamos civilización, que es el mayor logro del hombre y
el mejor legado que nos ha llegado de nuestros antepasados.
Esta vida en sociedad nos obliga a gastar parte de nuestro tiempo en
trabajar. Hay que trabajar para vivir, pero no vivir sólo para trabajar. Hay
que disponer de un tiempo que nos permita cultivar afectos y hacer lo que a uno
le apetezca. Ese es el tiempo de la libertad; el tiempo de mirar una puesta de
sol o de sentarte en un tendido a disfrutar de una tarde de toros.
Si
queremos un mundo mejor es preciso luchar, también por hacernos mejores a
nosotros mismos, por no dejarnos arrastrar en esa pérdida de valores que hoy nos asola, haciendo prevalecer la parte solidaria que
llevamos dentro sobre el egoísmo que también portamos. Así, de esta forma,
venciendo en esta lucha es como hemos construido la civilización.
Ya
hemos señalado que, como animal gregario, el hombre necesita sociedad; pero
como la naturaleza nos hizo semejantes, no iguales, siempre habrá conflictos
sociales, sea cual sea su ámbito, verbigracia, el taurino. Los toreros, por
ejemplo, son los más celosos guardianes de sus triunfos frente al de los demás.
Todos arriman el ascua a su sardina. Todos desean que al terminar la corrida se
hable de ellos más que de los otros; las figuras, para defender su estatus y
las prerrogativas de fechas, carteles y ganaderías que ello les reporta; los
que arañan cada actuación para salir del pozo de sombra que los cubre, por
cuestión de supervivencia. Todos van contra todos, en los despachos y en los
ruedos. Sin embargo, dichos antagonismos desaparecen súbitamente cuando surge
la cogida del compañero. Entonces todos son hermanos y a ninguno le importa
poner la vida en juego –¡la vida!, que es el bien más preciado– para evitar la
cornada del que hasta aquel momento era su rival.
En estos casos, en ese hoy
por ti mañana por mí de cada corrida, sin que ninguna voluntad lo determine,
surge el instinto de tratar de salvar al hombre en peligro. Ante esa
circunstancia, los torvos cuervos de la competencia abandonan los cielos para
que en los hombres de luces resplandezca una radical unidad.
La
misma es la que yo pido al conjunto de estamentos taurinos a la hora de
enfrentar los problemas que nos plantea el enemigo externo, el cual, aunque
algunos lo quieran puerilmente minimizar, es fuerte y poderoso, y muestra
músculo, porque ha conseguido convertirse en industria; una industria como la
animalista, que llega a mover millones de dólares y euros para convertir en
añicos la civilización que entre todos hemos ido construyendo y de cuyo
contenido forma parte el toreo. Desde el fuego y la rueda hasta la ingeniería
genética, ese ha sido el mayor logro del hombre; como en el toreo, desde el
primer “loco” que se atrevió a burlar en el campo a un toro desmandado con la
manta de su borriquillo, hasta la inmensa y extraña emoción que nos desencuaderna
la lógica y nos eleva al mundo poético en una faena cumbre de José Tomás.
Siempre habrá en el mundo de los toros intereses encontrados que harán
los conflictos inevitables. Y alguien tendrá que gestionarlos y amortiguar sus
efectos si queremos presentarnos como un bloque sólido y firme frente al
enemigo exterior.
¿Y quién gestiona esto? Como barbacana de contención contra
el antitaurinismo contamos con la Fundación del Toro de Lidia, que, a mi juicio
y dentro de sus posibilidades, está desarrollando una labor altamente
encomiable, lo cual no le evita sufrir las críticas de los “nuestros” como una
muestra más del cainismo que nos es endémico y que es imprescindible erradicar
si queremos ganar esta guerra. Una guerra que, como le escuché hace unos días a
un contertulio del Kikirikí, no se va a ganar en el terreno de la política ni
en el de la economía: se va a ganar en el campo de la CULTURA, esa cultura con
mayúsculas que el toreo encierra y que está demandando militantes sin complejos
que se sientan henchidos de orgullo por su pertenencia.
(Un inciso: volviendo a lo del “cainismo”, nadie quiera ver en mis
palabras un velado apoyo a ese detestable “to
er mundo es güeno”. Nada más lejos de mí, porque, como he manifestado
públicamente en otras ocasiones, en tiempos de guerra como los que vivimos, el
rigor debe extremarse al máximo en todos los aspectos. Vengan, pues, las
críticas que sean siempre que vayan encaminadas a fortalecer la Fiesta como un
todo, pero erradiquemos aquellas que, buscando el beneficio particular de un
grupo o sector, nos debiliten.)
Sin
embargo, no basta con la Fundación. Hace falta más, mucho más. Para ganar,
tenemos necesidad de construir seres colectivos. El toreo tiene que vivir en
equipo, unido y no cada uno por su lado. Esto último se queda para los
legítimos intereses particulares, pero por encima de ellos debe prevalecer el del
toreo como un todo. Es imprescindible tener esto claro porque es la única
manera de evitar que nos arrolle el mundo nuevo que nos está llegando; un mundo
inclemente, dictado por el dios Mercado; un mundo que pretende hacer
desaparecer todo aquello que no convierte en mercancía.
Tenemos que apretarnos los machos y arrimar el hombro.
¿Qué el toreo
tiene defectos? ¿Acaso hay algo construido por el hombre que no los tenga? Pero
eso no quita para que le tengamos el aprecio debido y reconozcamos sus méritos
e importancia. Es, ni más ni menos, el legado cultural que heredamos de
nuestros antecesores. ¿Y vamos a ser nosotros los que nos lo dejemos arrebatar
para que nuestros descendientes no puedan disfrutarlo? ¿Vamos a ser el último
eslabón de esa cadena? La verdad, no me gustaría verme metido en ese saco ni
quiero estar entre los que maceren las uvas del fracaso. Hay que luchar, hay que
gastar tiempo de nuestra libertad para seguir haciendo libres a los que vienen
detrás, hay que engrandecer el caudal de la Tauromaquia, porque es parte de
nuestra civilización y nadie tiene competencias para abolirla.
Pese al individualismo cainita que asola el taurinismo, ya hemos
observado la paradoja del quite. A ese sentimiento hemos de recurrir para ir
juntos a por todas y salvar la fiesta de los toros de la cornada mortal que
buscan darle los abolicionistas: al quite. A ese sentimiento de solidaridad
inverosímil.
Porque, ¿cómo explicar que el torero sea capaz de sacrificar en un
arrebato su vida para salvar la vida a otro? Pues, así de grande e inexplicable
es el toreo en su caleidoscopio repleto de matices. Por eso deberían ser más
prudentes los politicastros de la pseudoizquierda que han puesto España en
almoneda, a la hora de pronunciarse sobre (contra) los toros, porque como bien
dice un canto uruguayo: “no venga a
tasarme el campo con aire de forastero/ porque no es como aparenta, sino como yo
lo siento;/ su cinto no tiene plata para pagar mis recuerdos.” Y hay mucho
de esa pose de prepotencia e ignorancia en los burguesitos progres del
antitaurinismo actual.
En
fin, la libertad se conquista y hay que luchar por ella hombro con hombro. Así
que… ¡al tajo!
He
dicho.
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