La defensa de la libertad y el derecho a la diferencia cultural frente a la censura
En tiempos de zozobra para la fiesta brava, cuando lo políticamente correcto amenazaba con arrasarlo todo, la voz de Vargas Llosa siempre se alzó entre las voces como dique de contención. Ninguna resonaba como la suya, con esa autoridad, hondura intelectual y valentía sin complejos. No hablamos de un aficionado ocasional ni de un converso tardío; hablamos de un compromiso vital, de una defensa razonada y apasionada que hunde sus raíces en la su concepción del mundo, del arte y de la libertad.
Que un Premio Nobel de Literatura, un titán de las letras universales, dedicase tiempo, reflexión y tinta a defender la tauromaquia fue un privilegio mayúsculo, un desmentido rotundo a quienes pretenden confinar la tauromaquia en el rincón de la barbarie. Llosa entendió como pocos la dimensión trascendente de lo que ocurre en el ruedo, el puente que vertebra España y América, la historia de dos mundos
No se quedaba Vargas Llosa en la superficie del espectáculo. Su defensa era un alegato profundo que apelaba a la ética, a la estética y, sobre todo, a la libertad. Supo ver y explicar que la tauromaquia no es solo el combate entre un hombre y un toro bravo, sino una compleja manifestación cultural, un arte efímero y trágico cargado de simbolismo, belleza y verdad. Por todo ello le distinguimos en 2010 con el premio Paquiro de EL MUNDO, ex aequo con Pere Gimferrer, y por eso mismo se lo entregó, como antorcha de la libertad, a Roca Rey en 2019, en Las Ventas, epicentro de la tauromaquia.
Frente al simplismo del argumentario animalista, que ignora deliberadamente la ecología del toro de lidia y la ética intrínseca del ritual taurino, Vargas Llosa oponía su complejidad. Recordaba que las culturas son diversas, que no se pueden juzgar con los anteojos miopes de una moral urbana y uniformadora que aspira a erradicar toda diferencia, toda sombra, toda pasión que escape a su control. Defender los toros, para él, era defender el derecho a la diferencia, la libertad de expresión cultural frente a la censura y la prohibición.
Escribió sobre la liturgia de la corrida, sobre la danza mortal entre el torero y la bestia. No rehuyó la dureza del espectáculo, pero la enmarcaba en su contexto ritual y artístico, lejos de la sensiblería que tanto abunda. La presencia de Vargas Llosa en los tendidos de Madrid, de Sevilla o de Acho sucedió en los últimos tiempos en pos de Roca Rey, esa satisfacción íntima de contemplar a un peruano en lo más alto del toreo. Su figura en la barrera era, en sí misma, un argumento.
En un panorama donde tantos intelectuales guardan un silencio cómplice o se suman al coro de la condena fácil, la voz clara y contundente de Mario Vargas Llosa se erigió como un faro que nos recuerda que la defensa de la tauromaquia no es una nostalgia reaccionaria, sino una apuesta por la riqueza cultural, por la libertad individual y por la permanencia de ritos. La tauromaquias, pese a quien pese, siguen interpelando al hombre contemporáneo. Y Mario Vargas Llosa lo hizo con su inteligencia, su prosa y su voz.