"Las figuras son egoístas en líneas generales. Matan toros de encastes muy determinados y preservar la variedad de encastes es tarea de todos, incluidos ellos. Si midiésemos a los toreros por su capacidad de torear distintos encastes, se producirían muchísimas sorpresas".
Son palabras de Victorino Martín hijo, dichas desde la independencia que tiene quien maneja una actividad en la que, por rentable, puede permitirse decir lo que otros necesitan callar.
Cualquier que mire hacia la Fiesta con ojos realistas, sin dejarse llevar por ensoñaciones, en estas palabras se encierra una gran verdad. Desde hace al menos un siglo, en la historia de la Tauromaquia quien ha mandado ha sido el torero, que es quien, si tenía fuerza para ello --esto es: si arrastraba a los aficionados a la taquilla--, imponía sus condiciones torista y forzaba al cambio en los criterios en los que se basa la crianza del toro de lidia.
Hace unos meses, en una interesante charla en la Universidad San Pablo, José Luis Lozano recordaba cómo en las primeras décadas del siglo XX la posición del ganadero, incluso en términos económicos, era prevalente sobre las propias figuras.
Y llevados de su afición, marcaron la realidad ganadera hasta nuestros días, a los que llegan los encantes que entonces supieron crear.
Frente a esta realidad, denunciaba cómo en la actualidad al toro “se le va quitando casta para sustituirla por la docilidad, un concepto que no es un sinónimo de nobleza, sino de mansedumbre, que es algo muy diferente”.
Estas palabras reflejan con acierto lo que hoy vemos en el ruedo, incluso la paulatina reducción de la capacidad de decisión de los criadores del toro bravo, hoy acuciados por urgencias económicas que en la mayoría de los casos resultan insoslayables.
Basta ver, por ejemplo, como se van modificando los carteles, que antes eran de figuras, cuando una ganadería sube el tono de su encastamiento. Con las velocidades que hoy se gasta la vida, estos cambios se producen, además, de una temporada para otra. Esa corrida que “molestó”, ya al año siguiente se elude. Y cuando se asume el riesgo de aceptarla, se trata de inscribir como un acontecimiento en la lista de las gestas, cuando no es más que un ejemplo de dignidad profesional.
Es muy dudoso el criterio de que “todo lo pasado fue mejor”.
En el mundo del toro ni todo lo pasado fue grandiosamente glorioso, ni todo lo presente es rechazable. Cuando se lee la prensa de hace un siglo, en muchas ocasiones se tiene la sorpresa de ver como a toreros hoy mitificados se les hacían reproches similares a los que se hacen en nuestros días a las figuras, en cuanto a la rebaja que habían hecho del toro bravo.
Sin embargo, no conviene extralimitar estas similitudes, porque también se dan diferencias muy notables. Es cierto que quien en cada época ha mandado en el toreo ha pretendido siempre hacerlo en las condiciones que consideraba más favorables. La diferencia radica en que en aquellas épocas, por encima de lo que convenía o no convenía se situaban dos criterios principales: la intangible identidad singular de la Fiesta y el respeto a los aficionados.
Sabido es que, por ejemplo, si en una feria de postín se anunciaba una corrida de Miura, forzado era que la mataran las figuras. Y eran las propias figuras las que reclamaban a los toros de Zahariche: eludirlos suponía casi una deshonra. Y así, célebre es la decisión de Juan Belmonte cuando, en condiciones físicas muy precarias --por una cornada sufrida días antes--, reclamó para sí la corrida Miura en la primera feria de Sevilla en la que ya, desgraciadamente, no se podía anunciar con Joselito. Si no la mataba, razonaba el torero, la afición podría creer –“y con razón”, apostillaba-- que todos los años anteriores, cuando mató esta corrida, lo hacía forzado por la decisión de Gallito. En juego estaba, pues, su propia dignidad profesional.
Lamentablemente, toda esa forma de entender la profesión ha pasado a ser algo así como “las batallas del abuelo”, sucedidos que nos contamos los unos a los otros, desde la nostalgia del pasado.
Sin embargo, para quien mira a la Fiesta desde la verdadera afición, encierran mucho más.
En el fondo, lo que hoy ocurre es que se van perdiendo los ribetes épicos del toreo, para sustituirlos por criterios más convencionales que resultan de aplicación a muchos otros espectáculos de masas. O lo que es lo mismo: la diferencia radica en la calculada despersonalización de la singularidad del torero, que una vez que renuncia a las míticas señas de identidad de quien es considerado como un héroe, pasa a ser eso que, con un punto de sentido despectivo, se ha definido como “un fino estilista”.
Sin embargo, sin emoción y sin riesgo la Fiesta se diluye. Como una conferencia del pasado verano afirmaba Juan Manuel Albendea, “la emoción y es el alfa y omega de la tauromaquia. en el que la autenticidad es el valor supremo”. Frente a ello, todas los demás asuntos que se pongan en cuestión son casi marginales.
De ahí la importante responsabilidad que corresponde hoy a las figuras, cuando se dejan llevar de esa “comodidad” que denunciaba Victorino Martin. Defender sus derechos, incluidos los de imagen, forma para del propio ser de cualquier profesión y por tanto cuando los reivindican no hacen más que reclamar lo que les pertenece.
Pero tales derechos, y la propia legitimidad de quienes los reclaman, quedan vacíos de contenido, pierden su razón de ser, si antes no se ha trabajado con todas sus consecuencias a favor de la preservación del toro en toda su dimensión y con todos esos elementos que le hacen un animal del todo singular. El pesimismo crece, precisamente, cuando en el horizonte no se otea ni un atisbo de cambio en las actuales actitudes de las figuras.
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