Madrid, 23 may. (COLPISA, Barquerito)
Viernes, 23 de mayo de 2014. Madrid. 15ª de San Isidro. Lleno. Primaveral, algo de viento.Cinco toros de Victoriano del Río, de hechuras y condición dispares, y un sobrero- 1º- de Zalduendo (Fernando Domecq), cinqueño, descarado y rajado. El tercero de Victoriano, cinqueño, tuvo más nobleza que motor. Se empleó el segundo. Parado en seco el sexto. El cuarto, violento, fue el de peor nota. Se vino abajo el quinto.El Juli, silencio y aplausos. José María Manzanares, saludos y silencio. Miguel Ángel Perera, dos orejas y una oreja, salió a hombros.Sobresaliente en brega y banderillas Juan Sierra. Dos pares de riesgo de Joselito Gutiérrez
AL TORO MEJOR de la corrida de Victoriano del Río, cinqueño bien cuajado, lo templó Perera. El temple en todos sus sentidos: acoplarse a la embestida pastueña pero un punto desganada del toro, y traérselo, llevarlo y vaciarlo con lentitud pasmosa. Sin ese temple tan de acariciar es posible que el toro no se hubiera dado tanto como se acabó dando ni resistido tanto como resistió. Los taurinos dicen de esa manera de torear que es hacerlo “a favor del toro”.
La faena fue, por cierto, de una seriedad mayúscula. De estar Perera metido con el toro y solo con él. Ni un gesto de más, ni un guiño al sol. Ni siquiera lo fue el brindis desde los medios, que fue como firmar un compromiso. El temple fue la clave, pero también la inteligencia de elegir el terreno conveniente –la segunda raya y en paralelo a tablas, y ahí pasó prácticamente cuanto tenía que pasar- y, desde luego, las tres razones básicas del toreo mayor: ajuste, ligazón y firmeza. No se le fue a Perera ni un pie ni medio ni una sola vez.
Los estatuarios con que abrió faena –impasible vertical, sueltos los brazos, la suerte cargada- rompieron el fuego sin demora. Y enseguida, la primera tanda en redondo de cinco cosidos, sin forzar del todo el viaje del toro sino abriéndolo un poquito. También al toro le costaba un poquito. Un breve lapso –paciencia indispensable- y otra tanda en redondo ya de seis, con el broche de un cambio de mano y el de pecho. Sin enterrarse de zapatillas, pero impecablemente plantado, descolgado de hombros, Perera cuajó entonces la tanda que terminó de volcar la plaza y de convencer al toro, que entonces pareció de seda sin serlo. Toreo de brazos y muñecas, pura elasticidad. Y el toro en la mano. Con su volumen y su cara, y su popa monumental que era una traba para el golpe de riñón que en cada viaje parecía exigirle Perera. De modo que la emoción la puso esta vez más el torero que el toro, y eso fue capital. Muy difícil.
Con la zurda Perera cuajó ya a placer dos tandas ligadas, largas, de ajuste soberbio. Al rematar la segunda se dejó sentir ese runrún de acontecimiento tan singular en Madrid. Al calor de ese ambiente, Perera se adornó con las trenzas de su primer y ya viejo repertorio, cambió el viaje y de mano al toro dos veces casi a pulso y sin ceder un paso. Enroscándose. Las trincherillas previas a la igualada fueron gentil y caro adorno. Una estocada trasera pero letal. La apotesosis.
No era la primera vez que Perera cuajaba un toro en las Ventas ni será probablemente la última. Solo que nunca se le había visto aquí con tal y tanta autoridad. Lo respetó todo el mundo sin excepción, que es en Madrid misión imposible. Contaría la idea de anunciarse en la última semana de San Isidro con la corrida de Adolfo Martín, donde se le está esperando ya. Esperando en la más noble acepción de la palabra. El 2 de junio será.
A Perera le benefició, por lo demás, su papel de contrapunto de un Juli sin fortuna en el sorteo- se rajó sin remedio un sobrero de Zalduendo, solo pego trallazos y taponazos el único de Victoriano que pudo matar- y de un Manzanares demasiado ligero y despegado. Al toro de la primera apoteosis, porque hubo dos, Perera le hizo un quite de gran firmeza por chicuelinas. El Juli salió después a quitar a la verónica en su mayor logro de capa de toda la tarde. El viento no le dejó estirarse en el recibo de su lote.
En el sexto toro, cuatreño, gigantón, de bastas hechuras, incapaz de descolgar por deforme, Perera hizo del arrimón una obra de arte. Queriendo o no, un homenaje a los dos toreros que hicieron de eso una tauromaquia heterodoxa pero visceral: el gran Dámaso González y Paco Ojeda. A toro parado y reservón, pura remolonería, parones antes de entrar en suerte, y en plena suerte también, Perera respondió con la fórmula de la emoción: un muletazo y un desafiante péndulo en toda regla: escondiendo la muleta y volviéndola a sacar, encajado entre pitones y ganado el contrario con una calma memorable. Y eso, no una vez, sino cinco o seis o siete, Ese final tan intenso de faena se vivió con angustia pero con la sensación de que Perera iba a salir airoso de lo que fuera.
El arranque de faena –de largo en los medios, librando el cambiado por la espalda en el ultimísimo momento- fue explosivo. Cuando el toro se negó casi en redondo, Perera tiró de él como a tenaza y le dio, además, trato de favor, como si fuera bravo y no piedra. La estocada fue de ejecución perfecta, pero caería algo trasera, se amorcilló el toro, cayó un aviso, y una oreja y no dos. Y luego lo sacaron a hombros en auténtico loor de multitud. La pureza recompensada.
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