Fue un torerazo de principio a fin. Le cortó la oreja al sexto tras una labor que fue todo un compendio de inteligencia torera
Cuando Miguel Ángel Perera montó el estoque y se perfiló para matar al último toro de la tarde, la plaza entera contuvo el aliento, se hizo un ensordecedor silencio que se rompió hecho añicos cuando la espada quedó enterrada en el morrillo del animal. Era la culminación de una tarde redonda de un torero en plenitud. Minutos después se lo llevaron a hombros hasta la calle de Alcalá por ese túnel soñado y solo destinado a los grandes.
Ayer, Perera fue un torerazo de principio a fin. Le cortó la oreja al sexto tras una labor que fue todo un compendio de inteligencia torera. No era ese un toro de triunfo, pues a su natural nobleza unía unos andares cansinos y poco espíritu bravo. Pero una vez más quedó claro que un torero henchido de ilusión y fortaleza, con la cabeza fría y el corazón de un atleta, es suficientemente capaz para cambiar el destino de una tarde.
Comenzó Perera su faena con un pase cambiado por la espalda en el centro del ruedo, rematado con un largo de pecho. Cuando lo citó con la mano derecha ya sabía que su oponente no sería un fácil colaborador. Pero se cruzó siempre al pitón contrario, invadió los terrenos del toro, le enseñó la muleta y tiró de la embestida hasta conseguir un par de tandas, siempre hacia los adentros, a las que faltó la emoción de la codicia, pero desbordaron buen gusto y empaque. Así, con aguante, cercanía, seguridad y cabeza, toreó a un toro con muy escaso brío al que sorprendió e hipnotizó hasta entusiasmar a los tendidos. Con el animal dominado, se metió entre los pitones y a la plaza en el bolsillo.Esa fue la culminación de una tarde que había alcanzado la gloria en el tercero, un toro de escaso trapío y blando de remos que no auguraba nada bueno. Tras el primer conato de puyazo, Perera anunció a la plaza a lo que venía con un quite por chicuelinas rematado con una revolera que resultó templadísimo y un alarde de armonía. Se lucieron Juan Sierra y Guillermo Barbero en banderillas, brindó el matador a la plaza, al igual que hizo también con el sexto, asentó las zapatillas en la arena y citó por estatuarios. El animal, claramente dolido y enfadado con los garapullos, acudió al encuentro con agresiva violencia; pero allí estaba el torero, aguantando la respiración y el roce caliente de los pitones sobre la taleguilla. Cuando abrochó con el de pecho una tanda de cuatro emocionantes pases, la plaza explotó de emoción.
Pero quedaba lo mejor. El toro entendió el mensaje y se convirtió en un colaborador extraordinario de un catedrático auténtico. Con las ideas muy claras, aplastante seguridad, conocimiento total y el clasicismo del toreo en la cabeza, Perera dibujó dos tandas de redondos sublimes, larguísimos, ceñidos, hondos, templadísimos, poderosos y perfectamente ligados en una exposición arrebatadora del mejor toreo. Con la plaza rendida, mandó —siempre, siempre hacia los adentros—, en unos lentos naturales que dieron paso a una última tanda con la derecha venida a menos por el total agotamiento del toro, al que el torero había exprimido desde el primer muletazo, y consiguió las dos orejas por ese derecho propio siempre discutible, pero aplastante cuando la lección resulta inapelable.Le acompañaron en el cartel El Juli, que volvía tras dos años de ausencia, y Manzanares, ambos con suerte dispar en el sorteo, pero conspicuos representantes del torero moderno y ventajista.
El Juli solo pudo atisbar detalles de un toreo superficial y vulgar con la mano derecha al sobrero de la tarde, que, inopinadamente, decidió esconderse en las tablas para no salir jamás. El cuarto, un auténtico marrajo, que disparaba gañafones y tornillazos en todas las direcciones, solo le permitió mostrar suficiencia técnica y poco más. Le molestaron en demasía algunos sectores de la plaza, que lo culparon del escaso trapío de algunos toros, acusación que no es nueva en este torero.
Y Manzanares no vive su mejor momento y soportó también las protestas de parte del público; en su caso, con más razón, pues a su primero, extraordinario para la muleta, le hizo una faena despegada, de nulo contenido estético, sin embraguetarse nunca y muy por debajo de las dulces condiciones del animal. El quinto era un descastado declarado, con andares cansinos, y todo el mundo entendió que lo pasaportara pronto y, además, de una buena estocada.
La tarde, sin embargo, supo a gloria. Es lo que suele ocurrir cuando se hace presente un torerazo, dibuja una obra de arte y deja a todo el mundo así, con la boca abierta. Ese es el toreo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario