Cuando se busca ese elemento diferencial entre la Tauromaquia y el resto de las Bellas Artes y, en general, de las distintas ramas que integran la Cultura, tanto desde un análisis teórico como desde la realidad práctica se llega a una conclusión a nuestro entender incontestable: el hecho diferencial, eso que hace único al Arte del toreo, radica en el binomio indisoluble que componen la emoción y el riesgo, que mutuamente caminan entrelazados para que el arte nazca.
Si a la Tauromaquia se la priva de ese componente, carecería de su razón de ser como plasmación cultural con identidad propia, para pasar a integrarse en cualquier otra faceta de las artes escénicas, en unos casos, y/o de las tareas agrícola-ganaderas convencionales, en otros.
En ese binomio radica su propio hecho diferencial, eso que le da su propia personalidad identitaria.
Y es que si se analiza con un cierto detalle, se observa como a ese binomio diferencial responden no sólo aquellas expresiones regladas que se dan en un ruedo, sino la generalidad de las formas que adquiere el desarrollo práctico de la Tauromaquia: desde los festejos populares hasta las propias labores ganaderas y veterinarias del toro bravo.
Ya sea el platillo de un ruedo, ya en cualquiera de las faenas que se hacen en el campo o en las calles, se concentra a pesar de todos los pesares demasiada verdad.
Y ocurre así porque allí se conjuntan esos dos elementos definitivos, como son la creación de un Arte y el riesgo cierto al que se expone quien lo crea.
Ahí radica toda la razón de ser de la magnitud verdadera de la Tauromaquia, la raíz de su propio hecho diferencial de la emoción y el riesgo.
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