Especialmente a raíz de las experiencias vividas en la última feria de San Isidro, se abre paso una nueva concepción del toro de lidia, que se aleja apresuradamente de esos "armarios" que sobrepasaban con creces los 600 kilos pero que luego están vacíos de todo contenido por dentro.
Ni un gramo de casta, ni un gramo de poder y de bravura.
Sin embargo, a ese toro de construcción desproporcionada no se llegó por casualidad: hacia ese modelo se fue empujando a no pocos criadores, aunque en ello se tuvieran que llevar por delante la tipología propia de su encaste.
Cuando hoy se abre paso, y con buen criterio, una concepción diferente, conviene ser conscientes que el cambio no se realiza de un año para otro: el ganadero necesita un tiempo para modificar su rumbo.
Los “armarios” ya no valen. De forma especial a raíz de la pasada experiencia de la feria de San Isidro, la conclusión se ha hecho prácticamente unánime: no es la hora de reeditar al buey Apis. Casos como las corridas de Pedraza de Yeltes o de Parladé, han desbordado el vaso de los razonable.
Sin embargo, así como ha quedado clara esa línea roja del toro grande ande o no ande, resulta más dificultoso diseñar a lo que debe venir a sustituirle, en buena medida por la confusión que de hecho se da entre el trapío y el volumen, una confusión aún mayor cuando se le añaden conceptos como la casta y la bravura.
Y resulta problemático hacerlo porque a los ganaderos se les ha ido empujando, con exigencias desorbitadas, a apostar por el animal de los 600 kilos.
Aquello que no sobrepasara lo que ahora se entiende como límites razonables, tenía problemas en los reconocimientos y luego un sector de la afición se posicionaba a la contra. Son los daños colaterales nacidos de la dichosa “tablilla”, entre otras causas.
Pero no es menos verdad que los abusos cometidos bajo la capa del “toro armónico” tiene también su tanto de culpa. El concepto en sí mismo de “toro armónico” puede ser muy saludable y oportuno; el problema radica en cómo y bajo qué características se lo definen los taurinos.
En ese sentido, entre una mayoría de profesionales decir “toro armónico” es tanto como hablar de ese toro bajo agujas, que no esté construido “cuesta arriba” y de cara no ofensiva, eso que definen como “que quepa en la muleta”. Tales elementos luego, en la práctica, derivan en el toro sin el debido trapío y sin remate, al que a ultima hora se le meten con calzador 50 kilos de más para pasar el fielato de la “tablilla” de turno. Es la dura realidad.
Un caso paradigmático en esta materia: el denominado “toro de Sevilla”, tan denostado como ha estado en los últimos tiempos por algunos sectores, para los que ese tipo no era más que una forma eufemística de encubrir al toro sin el debido trapío. Dicho directamente: esta forma de argumentar tiene mucho de mito.
En realidad, en Sevilla lo que la afición pide es ese toro que responda a las señas morfológicas de su encaste, no ese otro toro fuera de tipo que todo lo fía a la romana. Hay que ser ciegos para no advertir que quienes se sientan en los tendidos maestrantes disfrutan con el toro en toda su pujanza y que admiran la construcción de un animal que, con los componentes indispensables del trapío, presente una estampa que sea bella. Deducir de ahí que lo que se trata es de echar al ruedo un toro sin respeto, sin cuajo, ni remate, es llegar a una conclusión equivocada.
Pero de la misma forma debe reconocerse que se trata de una concepción de la que en ocasiones se aprovechan los entresijos taurinos cuando pretenden lidiar, y que muchas veces la permisividad de los equipos presidenciales dejan colar de forma vergonzante en los chiqueros.
A este respecto, se han podido leer interpretaciones incluso pintorescas. Una llamó mucho la atención: la polémica --dijeron en su día-- sobre eso que ellos entendían falsamente como el “toro de Sevilla” se acabaría si se redujera el tamaño del ruedo maestrante, porque con un menor espacio referencial se notaría menos la diferencia. No deja de ser una boutade monumental.
Y es que la armonía en el toro de lidia es otra cosa. Es, para empezar, que el animal responda a las características propias de su encaste, algo que paso a paso se ha ido perdiendo; entre unos y otros se ha forzado a no pocos ganaderos a criar otro toro, no el propiamente suyo. Pero, además, no resulta ajeno a esa armonía los grados de casta y de raza que deben esperarse de un toro bravo; luego tendrán mejor o peor condición, pero cuando se aguan los elementos intrínsecos a la bravura se da un paso más hacia el abismo.
Sin embargo, por ahí nos hemos ido deslizando a la búsqueda de lo que Carlos Núñez llamó no hace mucho “el toro predecible”, que era, de paso, el que con mayor facilidad se vendía. Y eso es cosa bien distinta.
No se trata de volver sobre historietas de otros tiempos, pero quienes veían toros hace 50 años, o quienes han tenido la curiosidad de acudir a la prensa taurina de aquella época, saben como el comportamiento, por ejemplo, de un toro encastado --de un utrero también--, daba un juego de los que hoy añoramos. Como lo más natural era necesario que fueran tres veces al caballo y llegaban al último tercio dispuestos a dar guerra. Lo más opuesto a la realidad actual, cuando antes de ponerlos en el caballo hay ya que advertirle al picador que cuanto antes levante el palo.
Pero en aquellos tiempos también, en la “tablilla” se informaba que su peso cumplía los requisitos básicos reglamentarios, que en la práctica son los mismos de ahora. Y nadie se escandalizaba porque una corrida tuviera de promedio 480 kilos.
El aficionado lo que valoraba no eran los kilos, sino el tipo, la casta, la fortaleza, la bravura, en fin.
El único y verdadero misterio radicaba en que dentro llevaban muchas dosis de casta y su criador mantenía vivas sus propias señas de identidad. El problema para su lidiador no eran ni los kilos, ni el volumen; era la casta.
Como no cabe ir de ingenuos, en las décadas inmediatas se pasó de esta normalidad al abuso, cuando ya no se ponía en valor ni la edad de las reses, entre otros elementos nocivos. Hubo en esta época incluso una organización de ganaderos que pedía que se admitieran como toros las reses al cumplir los 3 años[1]. Coincidencia o no, la verdad es que cronológicamente fue entonces cuando algunos valientes levantaron la voz.
Al principio, encontraron hasta un punto animadversión en los colegas, como le ocurrió a Antonio Bienvenida[2] cuando hizo su rotunda denuncia sobre la integridad de la Fiesta, que tanto ruido formó. Pero entonces no se jugueteaba –al menos, no tanto como ahora-- con la genética, sino que el alivio se buscaba en la manipulación de las astas. Pues pese a todo, el toro íntegro y el que no la era sacaban a pasear su casta.
De forma bastante natural la reacción para recuperar la integridad, además de la vigilancia de las astas --que se comprueba bastante ficticia, a tenor del ninguneo que unos y otros, incluida la autoridad, hacen del Laboratorio especializado de Canillas--, lo que era más llamativo, lo que estaba más a mano y con menos riegos comerciales, pasaba por modificar el tamaño y el peso. A eso se añadió lo que hoy ya es casi una costumbre: lidiarlos de cinqueños, que siempre añade un plus de presencia. En el fondo, en gran número de casos ese concepto tan taurino de “la cabeza de la camada” ha ido perdiendo todo valor, para igualarlos a todos por arriba. No hay más que recorrer algunos pueblos de los alrededores de Madrid --eso que tan feamente denominan “el valle del terror”-- para comprobarlo.
En paralelo, para adaptarlo al mito del “toreo moderno”, se les baja demasiados enteros sus grados de casta y de raza, de poder, en suma. Y hoy nos encontramos que esos ”armarios” – muchos de ellos de los de dos puertas-- no contienen nada en su fondo.
Como si la historia fuera un tren que da vuelta y vueltas en un circuito cerrado, ahora la maquina de cabeza vuelve a pasar por la estación de salida: buscar el toro en su trapío natural, no en la versión de “a tanto el kilo”, pero encastado y con raza. Sin embargo, ese camino de regreso no puede improvisarse: después de años de empujar a los ganaderos hacia aquellos otros conceptos del toro que “pide la afición”, los criadores no pueden, aunque quieran, dar un brusco viraje en seco, necesitan de al menos cuatro años para implantar esos otros criterios del toro en su tipo, con trapío y con casta. ¿Qué hacen entre tanto con las cuatro o cinco camadas que ya tienen en el campo?
Es lo que suele ocurrir cuando se anda toqueteando la genética en razón de las modas del momento. Un toro no es como un mueble de Ikea, que se monta y se desmonta, y que cuando se deteriora lo más económico es tirarlo y comprar uno nuevo. La crianza del toro de lidia tiene sus tiempos propios, como exige de muchas probaturas en el campo para no arruinar un encaste. Nada de eso se improvisa de hoy para mañana. Pero es lo cierto que algún día habrá que comenzar a trabajar en esa línea. Hoy puede ser un buen momento.
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[1] En estos términos se pronunció hace 50 años el Grupo de Criadores de Toros de Lidia, como deja constancia escrita el semanario “El Ruedo”, que publicaba en su número 1.150 fechado el 28 de junio de 1966, una crónica a página entera que titulaba: “Un toro se puede lidiar como tal a los tres años, y hay que dar carta de naturaleza a esta realidad”. Opinión recogida en el Grupo de Criadores de Toros de Lidia, que acaba de estrenar nuevos locales”.
[2] La denuncia la realiza por primera vez Antonio Bienvenida en una conferencia-coloquio pronunciada en la Escuela Oficial de Periodismo, de Madrid, de la que da cuenta el diario ABC en su edición del 13 de diciembre de 1952. Años después Vicente Zabala analizó aquella denuncia en una crónica titulada “Antonio Bienvenida denuncia el fraude del afeitado de los toros”, que vio la luz también en ABC el 28 de marzo de 1976.
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