Con todo lo que se habla y se admira al modelo francés de afrontar el
presente de la Tauromaquia, difícilmente puede importarse a los ruedos
de España. Es cierto que una de las grandes virtualidades de la
Tauromaquia radica en que, nacida en España, luego se renacionaliza en
los distintos países, adquiriendo perfiles propios. Pero de los demás
también se puede aprender, no habría por qué estar cerrados a cal y
canto.
Y al menos un par de cosas convendría hacerlas nuestras: el
respeto y el peso que se concede a los aficionados y la admiración que
demuestran por la suerte de varas. Ninguna de las dos son modernidades,
sino que se asientan en valores permanente.
Muchos
son los que admiran, y con todo fundamento, el modelo francés con el
que se afronta la Tauromaquia del presente. Desde luego, ofrecen
aspectos de admirar; incluso, diríase que de añorar. Pero ese modelo
fraguado a lo largo de las últimas décadas --con aportaciones nada
desdeñables de empresarios españoles, por cierto-- resulta difícilmente
exportable a nuestro país......
Si
nos paramos en la actualidad más próxima, resulta impensable en España
que dos toros muy mal presentados --de Victorino Martín, por cierto-- se
conviertan por la presión de los aficionados en un verdadero tsunami,
que se lleva por delante al Presidente de la Comisión Taurina y a los
empresarios que gestionaban la plaza --Simón Casas y María Sara--, para
dar paso a un nuevo gestor, en este caso Juan Bautista. Y ha ocurrido en
una plaza con mucha tradición como Mont de Marsan.
A
diferencia del caso español, en Francia lo pueden hacer, entre otras
causas porque las adjudicaciones de la gestión de las plazas se rige por
unas normas muy poco reguladas administrativamente desde los poderes
públicos. Y no por ello se producen vacíos de poder, que causen daños a
los concursantes, Cuando estas adjudicaciones, como es nuestro caso, se
realizan mediante concursos públicos, regulados por la Ley de Contratos
del Estado, las corporaciones propietarias tienen un estrecho margen
para adoptar medidas tan radicales y de carácter inmediato.
Pero
no todo es Derecho Administrativo. Incluso podría pensarse que no es lo
principal. En el caso de Francia incide de forma muy importante el
peso que se concede a los aficionados. Sin necesidad de apelar a
regulaciones oficiales, los aficionados franceses se hacen oír. Y sus
criterios son tenidos en cuenta de forma prioritaria. En España en
cambio vivimos en el régimen de las lentejas: “O las tomas o las dejas”,
cuando de una gestión empresarial se refiere, mientras el contrato de
adjudicación está vigente. Y cabría dar un paso más: la inmensa mayoría
de los empresarios y de las Corporaciones propietarias viven de hecho
dando la espalda a sus respectivas aficiones.
Si
bajamos a otros aspectos más directamente taurinos, la disparidad de
criterios entre uno y otro país no son pocas. Y así, como en una medida
apreciable las ferias francesas se nutren de una afición que va de una
plaza a otra, las empresas han ideado esa formula de mañana y tarde, gracias
a la cual condensan sus ciclos feriados en bastante menos días de los
que se necesitan en nuestro país. Esta modalidad tiene una virtualidad:
rebaja los costes económicos para esa población flotante que acude a los
tendidos. Nunca será lo mismo pagar tres noches de hotel que seis. El
detalle no resulta ninguna tontería. Aunque hay que reconocer que en los
abonos tradicionales de nuestro país se trata de una fórmula
difícilmente aplicable.
Con
todo, hay aspectos aún más relevantes. El principal de los cuales es el
respeto que se tiene al toro de lidia y a su integridad, como dejó
patente el caso de Mont de Marsan. Es lo que explica que buena parte de
esas corridas verdaderamente duras –sean del hierro que sean-- que se
crían en las dehesas españoles acaben lidiándose en Francia. Y los
aficionados acuden y de buen grado a los tendido, aún a sabiendas que lo
más granado del escalafón no se va a situar en la puerta de cuadrillas.
Por sabido huelga enumerar los toreros españoles que han sobrevivido, y
a los que se les ha hecho justicia, en la profesión gracias a esas
plazas y esas corridas.
Hay
que reconocer, por otro lado, en Francia además se concede
generalizadamente a la suerte de varas un interés y un valor que sólo
ocasionalmente se da en nuestras plazas. No es un factor marginal,
cuando tantas tardes asistimos aquí a los aplausos de los tendidos
precisamente porque el piquero tan sólo ha simulado la suerte, cuando no
se protesta directamente su presencia en el ruedo..
Nada
de todo lo anterior constituye un obstáculo, y mucho menos una
alternativa, a que los aficionados franceses vibren de verdad con el
toreo bien hecho, el toreo con mayor dosis de arte puro, ese que sólo
puede cincelarse con determinados toros. Incluso cada añadir más: vibran
con independencia del relumbrón del nombre del torero que sea capaz de
conseguirlo.
Pero
no puede echarse en el olvido que la francesa es una afición muy
abierta a la creatividad, a la innovación, en el desarrollo del
espectáculo; no se aferra a una normas que por denominarse clásicas,
están llamadas a ser inamovibles.
Recordemos. Cuando en la plaza de Málaga se organizó aquella corrida que se tituló “Crisol”,
quedaba claro que era un espectáculo que difícilmente podría repetirse
en otras plazas de primera en nuestro país. Y todavía andan por internet
las críticas que se le hicieron a Enrique Ponce el día que, en la
francesa Istres, lidió un toro cambiando el vestido de luces por un
smoking, remarcando su faena con música de cámara, todo muy al son de la
promoción que se hizo de ese festejo.
Parece como si para nosotros
fueran demasiadas modernidades, dijeron no pocos. Y sin embargo,
resultaron un éxito, lo que era una corrida de toros convencional en una
feria pasó a ser un acontecimiento cultural.
Cuando
a estas alturas de la historia aún resulta impensable que en Las Ventas
la música remarque una faena excepcional, como si por ello se fueran
derrumbar sus muros; cuando los honores de una Puerta Grande vienen
reglados de forma necesaria y mecánica por la aritmética administrativa
no por el entusiasmo de los aficionados y por la profundidad del arte
que se ha creado; cuando hasta se publicitan con alborozo indultos
mucho más que dudosos en plazas de orden muy menor, sin que la autoridad
levante la voz y recuerde lo que dice el Reglamento; cuando a las
organizaciones de aficionados se les cortan las alas porque dicen
verdades que incomodan, y hasta de les cierran más de una puerta…
Cuando
todo eso se da en las plazas españolas, resulta casi imposible
acercarnos ni a la creatividad francesa, ni a su respeto generalizado a
la integridad del toro y de las distintas suertes de la lidia. Parece
como si lo que corresponde a la estricta observancia fuera persistir en
aquel viejo y manido “sol y moscas”.
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