POR SANTI ORTIZ.
Me
quitó de golpe cincuenta años.Viéndole, en el último festejo del ciclo de
Villaseca de la Sagra, pelearse con su primer novillo de Monteviejo –los patas
blancas de Victorino– me trasladó a aquella fiesta de los toros de los años
sesenta, en la que la novillería, ajena a escuelas, técnicas y postureo, salía
a morder el polvo todas las tardes para dejar bien firme el grado de compromiso
con su propia afición poniendo el pellejo en el empeño.
No iban tan bien
vestidos como hoy, pero tenían el cuero curtido como trotamundos de caminos
polvariegos, de peritos de autostop o guerrilleros de trenes de mercancías
cogidos en marcha, con su maco al hombro, su mirada decidida y unas
irrefrenables ganas de alcanzar la tapia de la plaza de tientas o el sudor del
pueblo en fiestas, donde aprendían el oficio, a veces con moneda de sangre,
ante los resabios y maulerías de las vacas de capeas.
Éste de Villaseca –nacido en la tierra de Paquiro y El Chiclanero y que
se anuncia Francisco Montero en los carteles–, también proviene de ese anacronismo,
y en su decisión y maneras de afrontar la lidia late el trasmundo sórdido y
brutal, que él ha vivido, de las capeas de los pueblos, lugar donde se forja el
acero de los que continúan a matojazos de valentía el camino de vestirse de
luces.
Por su casta, su potencia, su viveza y esa forma suya de desarrollar
sentido, las reses de Monteviejo, hoy por hoy, no son plato de gusto. Maxime
Solera, encaramado al segundo puesto del escalafón, causó baja al caer
lesionado, y ahí se abrió el hueco por donde el antiguo maletilla metió la
cabeza. Así se coló entre los participantes del “Alfarero de Oro” sin entonces
saber que cerraría con broche de oro –dos orejas y en hombros– el prestigioso
ciclo.
No
me hablen de defectos, de carencias, de limpieza en los muletazos, aunque a
veces los lograra tersos, bien pulseados y mejor rematados; háblenme de EMOCIÓN
con mayúsculas, de pueblo sobrecogido y admirado, de gente metida hasta el tuétano
en la lidia, de público entregado y totalmente identificado con el novillero
que le surgía de sus mismas entrañas. Eso lleva aparejado Francisco Montero en
su forma de estar y de sentir; eso transmite;
eso provoca.
Cuando columpiándose entre el ¡Ay! y el ¡Uy! reventó a su primero de un
estoconazo sin puntilla, no sin momentos antes haberse sacado de la manga una
tanda de derechazos impensable por lo buena con tal clase
de novillo, la plaza, en su entusiasmo, proclamó sin saberlo lo que tanto echamos
de menos: que el toreo sigue siendo la FIESTA DE LA EMOCIÓN y que bendito aquel
que logra encaramarla a los tendidos con la sinceridad y la entrega de
Francisco.
El
sexto fue otro tipo de novillo, pero antes de que se supiera cómo era, se fue a
portagayola a recibirlo con el capote de paseo –hace unos años le vi hacer lo
mismo a Alejandro Conquero en Huelva– para darle una larga cambiada
electrizante. Tuvo el burel menos sentido y más temple.
Y ahí el novillero
toreó más templado, pero con la misma disposición, esto es: conjugando el
temple con el alma, la torería con la locura, el sosiego con el ansia de querer
llegar a ser.
Esto
último lo conseguirá o no; pero yo no quiero hablar de futuro, sino exponer lo
que me hizo sentir, revivir, añorar, este novillero de Chiclana que se ha
ganado el crédito –antes se decía: el cartel– para que las empresas empiecen a
contar con él.
No se llevó el Alfarero, pero dejó escritas las páginas más
emocionantes que hace tiempo no vivía en una novillada.
Siga por ese camino
duro y no ceje ni un momento en su locura.
Nadie sabe qué premio le espera al
final del camino.
Por de pronto, yo le doy la enhorabuena y mi agradecimiento
por hacerme revivir aquellos tiempos heroicos por donde transitaba mi juventud.
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