Con pitos despidió la gente al último toro de la tarde. Y con pitos en el arrastre a casi toda la corrida de Adolfo Martín. Era el certificado de un suspenso casi general a una corrida que pone en duda lo que siempre se ha distinguido en esta casa, o sea, la casta. Esa casta que en ocasiones trajo de cabeza a tantos matadores de toros y que ayer en Madrid desapareció. El trastazo de la ganadería ha sido monumental, inapelable. La pregunta es dolorosa: ¿dónde fue a parar la casta de los adolfos?. Tal vez se ha buscado el toro de casta aguada y este es el resultado.
Antonio Ferrera trató de trajinase la embestida morucha de su primero, además con mucha guasa. Y en el cuarto, un manso de libro, encontró en la querencia un cobijo para darle los adentros al toro que por el pitón izquierdo se tragó los muletazos, alguno con entidad. Fue el momento más emotivo de la tarde, que no remató con la espada, al borde del tercer aviso.
El lote de Juan Bautista, tan ramplón como el conjunto, tuvo sin embargo el punto mínimo de calidad para algo distinto a ese trasteo fuera de cacho en el segundo, abusando en el quinto de la invalidez del noble ejemplar, con tanta clase como tullido era de la mano derecha.
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