Por Santi Ortiz
Ninguna de las tres pertenece a la arqueología taurina, de aquellostiempos del paleolítico del toreo a pie, cuando la muleta era un brevísimo y mero auxiliar de la estocada. Ni siquiera de cuando Belmonte comenzó a trocar el papel secundario de la franela roja por el de protagonista. Para saludar su nacimiento, hemos de retroceder sólo hasta la denominada Edad de Plata e incluso pararnos en tiempos más modernos, como ocurre con la última de ellas.
Ninguna de las tres se roza siquiera con el toreo fundamental, como no sea para abrocharlo y darle realce. En este sentido, pueden calificarse de adornos, pues sirven para dar un aspecto más bello y agradable a la tanda que las ha precedido, ya que las tres pertenecen a la categoría que en la jerga taurina se conoce por “remates”. Son, pues, pases individuales, que no admiten su concatenación en tandas, sino que estallan en su efímero colorido para dar brillo a los instantes que alientan su singular pellizco.
Dos de ellas poseen genes mexicanos y la otra, españoles. Las tres tienen nombre propio y una particular historia, y, atendiendo a su orden de aparición en las plazas, son: el pase del desdén, el pase de las flores y la arrucina. Gocemos del placer de la charla taurina, hablando un poco de ellas.
El pase del desdén vio la luz primera en la plaza mexicana de El Toreo, el 17 de febrero de 1924, traído por la inspiración de Rodolfo Gaona, en un festejo a beneficio de Juan Anlló, Nacional II, que reaparecía en la arena de la Condesa tras la cornada que le infirió, el día de Reyes, un toro de Piedras Negras en ese mismo ruedo. Nacional II, gozaba de un gran cartel en la capital mexicana y contribuyó a colgar el “No hay billetes”, junto a Gaona y el madrileño Valencia, para lidiar otro encierro de la ganadería que le ocasionó el anterior percance.
Rodolfo, que estuvo bien en sus dos toros, realizó al cuarto de la tarde –“Revenido”, de nombre y el más terciado del sexteto– la faena más larga vista hasta entonces en México. Exprimido el astado en celo, codicia y bravura, dio lugar al momento que recoge la foto en el que un Gaona relajado y vertical, con un abatimiento de muñeca que se transmite a palillo y tela, deja la muleta fuera de la vista del cornúpeta, que sigue su camino, mientras el diestro azteca parece despreciar el peligro que, por claro y dócil que sea, siempre acompaña al toro.
Es el primer pase del desdén del que se tiene noticias, siendo muy numerosa la cantidad de intérpretes que, a lo largo del tiempo, la suerte ha tenido. En ella, el torero esconde la muleta de la vista del toro con un rápido, aunque no brusco, toque de muñeca hacia abajo que pone vertical el destaquillador y deja la tela, pegada al muslo izquierdo, alfombrando con parte de su superficie la arena.
Generalmente, aunque tiene la espectacularidad de transmitir un dominio sobre el burel a fuerza del desprecio que el torero parece mostrar por él al cortar su viaje, pierde categoría al no llevar toreado al toro en ningún momento: se le quita el engaño de la vista y se lo deja pasar. Sin embargo, ejecutado por José Tomás –véase la foto que encabeza el texto– adquiere una dimensión y una profundidad distintas. Todo es porque la Estatua de Galapagar sí lleva toreado al toro, que no pasa, sino que curva su embestida en pos de la tela que se le escapa por debajo del hocico. Concebida casi siempre como colofón de una tanda de cuatro a seis mayestáticos estatuarios, la impávida quietud del torero, ensimismado, la barbilla hundida en el pecho, el temple en la tela y un estado mental de abstracción como si estuviera orando, me inclinó a bautizar la suerte como “pase del recogimiento”, pues más que desdén es una profunda introversión espiritual la que emana de su figura erguida e inmóvil. En su concepto tomasista, la suerte gana mucho en categoría y en el impacto que produce en los tendidos.
Cambiemos de escenario para situarnos en la Feria de Julio de Valencia de 1933. Tercera de las ocho corridas anunciadas. Día de Santiago. Vicente Barrera, Manolo Bienvenida y Victoriano de la Serna, se anuncian para matar un encierro de don Félix Moreno (antes Saltillo). Tercer toro de la tarde, “Pajadero”, cárdeno, bravo y con mucho celo. La Serna arma un auténtico alboroto toreando a la verónica con su peculiar estilo –la daba de frente, el compás ligeramente abierto, con verticalidad de plantas asentadas y con las manos tan bajas como alto era su temple–. El tercio de quites resulta memorable. Lucidamente, intervienen los tres matadores y La Serna cierra esplendoroso. Cumplimentado el segundo tercio, el diestro castellano –oro viejo y plata– se dirige, montera en mano, hacia una localidad del tendido. La figura del pintor Carlos Ruano Llopis se alza convocada por la montera en brindis. De las manos del genial torero de Sepúlveda pasa ésta a las del afamado artista de Orba. De la emotividad segoviana a la sensibilidad alicantina. De la inspirada heterodoxia de Victoriano a uno de los mejores cartelistas de toros de todos los tiempos. Dos personalidades con el misterio del arte en las entrañas unidas por el hilo invisible de un respeto y admiración recíprocos.
La
faena de muleta alcanza cotas memorables. Tras los ayudados de inicio y los
naturales, La Serna se lleva a “Pajadero” a los medios para, al son de la
música y con un temple inverosímil, ligar las tandas con la derecha, una de
ellas rematada con un personalísimo pase cambiado por la espalda, liándose la
muleta y el toro al cuerpo, que hace botar de entusiasmo a los espectadores y a
Ruano pergeñar un rápido apunte en su libreta de dibujos. Tiene donde elegir,
pero ese pase ha iluminado la mente del maestro y ya concibe la forma de
corresponder al brindis del torero. Concluida la lidia, a Victoriano le
conceden las orejas y el rabo. La corrida sigue, pero la faena de la tarde ya
ha sido realizada.
Sigamos en Valencia y en julio, pero ahora en 1945. Su feria anuncia nada menos que nueve corridas de toros, a pesar de que Manolete está fuera de circulación desde que un toro en Alicante, a finales de junio, le fracturase la clavícula izquierda sin que pueda regresar a los ruedos hasta primeros de agosto en Vitoria. Veinticuatro horas después de dicho percance, Arruza es corneado en Burgos, con lo que los dos máximos puntales de la temporada dejan huérfanos por un tiempo al toreo obligando a los empresarios a recomponer carteles y hacer juegos malabares para minimizar las pérdidas. Menos mal que Arruza se recupera a tiempo para torear en Valencia, lo que hace en siete de los nueve paseíllos del ciclo ferial. Y no pasa el mexicano por él, precisamente, de puntillas, pues el cómputo de trofeos que arroja su ciclónica andadura por el coso de la calle Xátiva es de quince orejas, tres rabos y dos patas.
Arruza, torero completo, que banderillea, torea y mata, viene a ser como un contrapunto de Manolete. A la sobriedad del de Córdoba, opone el azteca su espectacularidad; al sosiego, el torbellino; a la seriedad, la simpatía; a la estática, el dinamismo, al cite sin cruzarse de Manuel, Carlos se mete más allá del pitón contrario. Pero todo realizado con la misma verdad, el mismo valor, la misma honradez.
También, al escueto repertorio manoletino, opone Arruza la prodigalidad de suertes y adornos que llevan a los públicos al entusiasmo. Los molinetes de rodillas, los pases mirando al tendido, el desplante que él inventara colocando el codo en el testuz del toro y que el público bautizó “el teléfono”, llevan al gentío a un desbordante y angustiado entusiasmo. Igualmente ese muletazo de su invención al que dio nombre –arrucina–, con el que conseguía en los tendidos un frenesí delirante. Si observan la foto que acompaña al párrafo, comprenderán el porqué del alboroto. La imagen pertenece a una de las corridas de la feria valenciana que comentamos y no sabemos qué admirar más si la manera de fundirse el torero con el toro –en la arrucina, al citar por el lado izquierdo del diestro, llevando la muleta por la espalda cogida con la mano derecha, la superficie del engaño que se ofrece al toro es tremendamente pequeña y éste no tiene más remedio que pasar muy cerca, casi atropellando al diestro– o la pericia del fotógrafo para tomar la instantánea en el momento preciso. El autor de la que aquí aparece es Manuel Sanchís, Finezas, hijo del que fuera mozo de espadas de Granero y luego gran fotógrafo del mismo apodo. Dicha foto, que le dio al reportero gráfico dinero y nombradía, robusteció aún más su fama al ser transformada en cartel de toros por obra y gracia de los pinceles de Juan Reus; cartel que fue fijado por vez primera, en Valencia, el día de la alternativa de Julio Pérez, Vito, –1 de septiembre de 1946–, cuyo padrino fue el propio Arruza, siendo testigo de la misma El Choni.
Ese fue el encumbramiento de una suerte que, realizada como antesala del remate, ha alcanzado con intermitencias los tiempos actuales, donde ha evolucionado, llegándose incluso a dar de rodillas, como la han practicado, entre otros, Alejandro Talavante y Roca Rey.
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