Casi siempre la solución es el verdadero problema y la fiesta de toros no es ajena a esta afirmación.
La fiesta brava no está de moda como no lo están las actividades que tienen en los animales el protagonista activo. Más, la pervivencia de estas actividades no puede justificarse únicamente en argumentos sociales y culturales del pasado. No debemos anclarnos en su justificación histórico-cultural. Debemos reflexionar si conviene adaptar la fiesta a la nueva sociedad sin perder ni un ápice de su integridad para superar aquella justificación.
Esta es la encrucijada. Afirmaba Dee Hock -creador de Visa- que “el problema no estriba en cómo meterse en la cabeza ideas nuevas, sino en cómo sacar de ellas ideas viejas”
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En nuestra sociedad, urbana, moderna y globalizada, los usos y tendencias, de cortas raíces culturales, se anteponen a aficiones y diversiones tradicionales que van quedando como una reliquia del pasado, y ello agravado con la corriente humanizadora de los animales. Paralelamente el público que acude a ver toros se ha ido separando del campo, de su contexto, de sus principios... que era el caldo de cultivo idóneo para entender “los toros”.
Ahora los habitantes de los municipios son más urbanitas y cada vez se dan menos festejos populares en los pueblos. Esta realidad afecta a la fiesta ya que va desdibujando lo que fue su principal argumento: su entendimiento y comprensión desde aquellos principios y valores.
La corrida de toros ni nace ni muere con ella. Todos los que nos hemos amamantado de la filosofía de vida del campo -de la que siempre bebió la fiesta brava- sabemos lo que hay detrás… todo un mundo de sensaciones y emociones, de respeto y cuidados.
El conocimiento y aprehensión de este sentir es lo que marca la diferencia entre el “aficionado” y el mero espectador.
Por ello, el aficionado entendido cada vez es menor en número y su opinión tiene menos peso frente al gran público. Pero si cada vez hay menos aficionados al menos debemos atraer a más espectadores como primer paso a un posible acercamiento definitivo. Pero ¿aún a costa de la integridad del propio espectáculo?. En otras palabras, si evolucionamos acercando la fiesta a esta nueva sociedad ¿la hacemos involucionar?.
No podemos pretender volver al pasado y anhelar que la mayoría de los que acudan a las plazas sean aficionados educados en aquellos valores más rurales para que la fiesta se siga entendiendo en su integridad... ”tempus fugit”. Tenemos que atraer a nuevos espectadores que pueden incluso convertirse en grandes aficionados en un proceso precisamente inverso: de la ciudad al campo. La pérdida de público y las corrientes abolicionistas deben hacernos reaccionar. Pero, ¿hacia dónde?. De la respuesta a la encrucijada, tenemos que hacer todos “cuestión de Estado”. Ya no valen, por parciales, soluciones más o menos ocurrentes de presidentes, ganaderos o empresarios. La solución sólo puede ser una, sin vuelta atrás, necesariamente estructural, aunque en dicha solución se aglutinen un conjunto de actuaciones heterogéneas.
Partimos de dos parámetros diferenciados: el de los más conservadores que ven que cualquier evolución atentaría a la identidad esencial de la fiesta y sería el principio del fin del espectáculo; el de los más progresistas, que ven que la fiesta en una sociedad del siglo XXI debe evolucionar, aunque no afinan el camino.
Ambos tienen cabida. La fiesta brava ha sido un ejemplo claro de evolución: de la faena poderosa sobre las piernas a toros ásperos e indómitos, a la faena artista, casi de baile refinado a toros más manejables; del caballo de picar sin peto a su protección para evitar una muerte innecesaria; de puyas mayores a otras menores, del toro encastado al toro con clase…
En la solución a la encrucijada debemos compaginar ambos parámetros con un paso atrás y otro adelante.
Hacia atrás: volver a conjugar épica con estética -ahora tan inclinada en favor de ésta-, recobrando la fiereza y la pujanza del toro, preservando la integridad de la fiesta, en definitiva, dándole importancia heroica a una obra de arte. Únicamente así podemos presentar al público no aficionado, un espectáculo en el que vea necesarios todos los tercios de la lidia para suavizar la pujanza y aspereza de la fiera. Mientras el toro se presente casi en igualdad con el hombre por su poca presencia y fuerza, si hay que “mimarlo” para que siga aparentando fiereza, el espectador verá en los puyazos o en las banderillas algo no necesario, y por tanto, lo repelerá. Por eso debemos devolver al espectáculo lo que siempre ha sido su bastión de credibilidad: la lucha íntegra a muerte entre la inteligencia y la fuerza.
Esa es la grandeza del toreo.
Junto a la integridad, el paso adelante de la evolución aunque sea en aspectos no sustanciales. Una idea: la muerte del toro es la culminación del rito, pero evitando con ella, como parte del espectáculo, el sufrimiento innecesario. Me refiero a los interminables pinchazos y descabellos que a veces se producen a un animal ya agonizante, aun dentro del tiempo de los avisos reglamentarios. Así, si el lidiador -un profesional matador de toros- no lo hace con la dignidad que el toro merece, en dos o tres intentos de espada o de descabello, el toro se devolverá a los corrales.
Los ganaderos tienen en la alquimia de sus laboratorios de bravura y casta gran parte de la solución; los toreros, en su amplitud de miras, el futuro; los empresarios, en su imaginación, la atracción hacia el espectáculo; los informadores, en su labor, divulgar en positivo la fiesta; los aficionados, en su explicación, la pedagogía al no entendido y, los espectadores, en acercarse a la fiesta sin prejuicios preconcebidos, el disfrutar de un espectáculo único.
Y si al evolucionar renace la fiesta de toros, será el síntoma claro de una mejoría del paciente que necesita menos intervención de la Administración porque, como decía Oscar Wilde “en materia de arte… cualquier autoridad... es mala”.
Fuente: ABC de Sevilla, 19 junio 2012
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